Esta lección debería ser amplísima, pero en nuestro curso será bien reducida. Bastará que nos dé una idea ante el golpe durísimo que se nos viene encima.
A partir del Concilio de Vienne, Constanza, Florencia y V de Letrán (lecciones 82,85), la palabra “Reforma” se ha convertido en un lugar común, en un latiguillo de todos los programas, escritos y habladurías de la Iglesia. Establecemos algunos puntos.
1°. La Iglesia ha necesitado siempre reforma, porque siempre, desde los mismos Apóstoles ─basta recordar a Pablo en su carta primera a los de Corinto─ ha contado en su seno con pecadores que debían convertirse, corregirse, si no querían la excomunión y, ante Dios, su condenación eterna. Esto es claro. Ha pasado, pasa y pasará siempre hasta el final.
2°. Hasta el siglo X, el de hierro del pontificado, la relajación que existiera en la Iglesia era, diríamos, normal, y la Iglesia volvía a sus cauces con reformas como la de San Gregorio VII (lección 52). A partir del siglo XIV, con el Destierro de Aviñón y con el Cisma de Occidente (lecciones 75,80) cambiaron las cosas. Sacerdotes y obispos, con tantos beneficios y diócesis acumulados en una persona, se hicieron ricos, no atendían a sus fieles sino por medio de encargados a sueldo, no visitaban sus dominios eclesiásticos, se daban a una vida más bien principesca. Y los Papas, que antes tenían bastante con los Estados Pontificios para sí mismos y para los pobres (lección 33,42), cargaron de impuestos a diócesis, reinos, negocios de la Curia, etc., se enriquecieron y salvo algunos Papas muy dignos y santos, se preocupaban más de asuntos políticos y terrenos que de los espirituales.
3°. Vino lo peor con el Humanismo y el Renacimiento (lección 89). La mayoría se mundanizaron, acomodándose a costumbres prácticamente paganas, como hemos visto en las tres lecciones sobre los Papas renacentistas.
4°. A todo esto, el pueblo se relajó también en sus costumbres, pero mucho menos de lo que nos imaginamos, aunque aumentó la ignorancia religiosa y disminuyó mucho la frecuencia de la Sacramentos por aquel descuido de sacerdotes y obispos. Hubo muchos Santos y Santas en estos siglos XIV y XV que mantuvieron la fe y la piedad de la gente (lecciones 86.87). A los predicadores les seguían verdaderas multitudes en procesiones conmovedoras de penitencia, seguían las peregrinaciones a los santuarios, se practicaban las devociones, la “Devoción Moderna” (lección 88) entró muy adentro en muchas almas.
5°. Digamos finalmente que, desde mediados del siglo XV sobre todo, las Órdenes religiosas entraron en reformas serias y nacieron otras nuevas con mucho auge espiritual.
Estos hechos son indiscutibles. Y viene ahora la pregunta: ¿qué significaba “reforma”, reforma en la cabeza y en los miembros, en ese lenguaje que llenaba todo en estos siglos? Iba todo directamente a los Papas, a los obispos, a los sacerdotes. Era cuestión de la raíz, no de las ramas. Reformados ellos, el pueblo mejoraría sin más. Pero, ¿qué ocurría? Que todos los Concilios, como los Papas buenos y reformadores, dictaban normas acertadas, pero no se llevaban a la práctica, porque no les interesaban al alto clero: dejar varias diócesis o parroquias que atendían por delegados, dejar lo mucho que les producían hasta convertirlos en ricachones, contentarse con un solo beneficio o cargo, residir en su propio territorio, vivir moralmente dejando el concubinato muchos de ellos… Aquí estaba el cuento. En los Papas, además, se metió el pecado del nepotismo y el favoritismo en la elección de los cardenales, causa de que el Papa se viese muchas veces rodeado en su gobierno por sujetos del todo indignos. La reforma era necesaria, empezando por los Papas.
Hay que decir, sin embargo, que las historias exageran muchas veces estos males. Es aleccionador el testimonio de un historiador serio sobre lo que dice de los monasterios franceses que hubo de visitar, y que trae G. Villoslada:
“Yo he recorrido página por página la larga serie de manuscritos que en la Biblioteca Nacional de París, en la Cámara de Diputados, en la Mazarina y el Arsenal nos han conservado los procesos verbales de las visitas y de los capítulos generales de la Orden de Cluny. He tomado apuntes de esos cuadernos. Y confieso que podría escribir una historia escandalosa de la Orden utilizando extractos. Esta historia, que no contendría nada que no fuese verdadero, sería, sin embargo, completamente falsa. Presentaría como hechos generales los casos aislados, y como numerosos los hechos raros”.
Magnífico testimonio, aplicable a toda la Historia de la Iglesia. Resalta siempre lo malo, lo anormal. La vida cristiana buena, normal, sigue su camino silencioso al hacer el bien.
Es curioso lo que ocurrió con la Iglesia española. Por su posición aislada del resto de Europa y por su lucha en la Reconquista contra los moros, aunque también necesitaba reforma, pero era ciertamente en una medida bastante inferior. Sin embargo, los Reyes Católicos, Fernando e Isabel, la emprendieron por su cuenta, aunque contando siempre con los obispos y el Papa. Tuvieron a su disposición obispos de talla grandísima: Hurtado de Mendoza, Jiménez de Cisneros, Hernando de Talavera… Atacaron a los males en su raíz: los obispos tenían que ser nacionales, así no se ausentarían de su tierra (Valencia llevaba más de cuarenta años sin ver a su obispo, pues el cardenal vivía en Roma); visitarían sus diócesis en vez de dejarlas abandonadas; el abundante dinero no saldría para otro país; vigilados, llevarían una vida moral honesta; los escogerían a ser posible de la clase media, y no de la nobleza, para que no se dieran a una vida principesca de palacio; serían instruidos, pues les exigían estudios superiores. Obispos así seleccionados y cumplidores, tenían autoridad sobre los sacerdotes y clero inferior, que se reformó con naturalidad.
Como a los Reyes Católicos les dio buen resultado esa reforma que habían emprendido desde un principio, por el año 1474, al llegar el Concilio V de Letrán en 1513, el rey Don Fernando hizo llevar a los obispos el Memorial o programa que tan buenos resultados dio en España, resumido en estos puntos capitales, algunos nada más, pues siguen otros:
Quitar las herejías y cismas. Que se declare que el Papa está sobre el Concilio. Que se haga Concilio general de ciertos a ciertos años. Que los cardenales no lleven dineros en las elecciones de los Papas. De cómo se han de elegir los cardenales. Que no se vendan los obispados ni otros beneficios. Que no se den expectativas para los beneficios patrimoniales. Que no se lleven las medias anatas. Que no se lleve el Papa los expolios de los obispos ni los frutos sede vacante. Que los extranjeros no tengan beneficios en el reino.
Aunque admiraron este programa, no se aceptó ni se consiguió nada. Cuando llegue Trento, entonces se colmarán estas aspiraciones. De haberse aplicado ya en 1513, quién sabe si el golpe que se acercaba con Lutero no hubiera alcanzado la magnitud a que llegó.
La reforma era ciertamente necesaria en estos dos siglos XIV y XV, pero se exageró mucho al pregonarla continuamente, y quizá no hizo ningún bien, sino mucho mal, el haber convertido la palabra en una verdadera obsesión desde que se lanzaron los primeros gritos con el Concilio de Vienne en 1312, renovados en el de Constanza, del que se dijo: “Hasta las piedras se ven forzadas a gritar; ¡reforma!”. Si todos la pedían es signo de que la Iglesia tenía vida, como se ha dicho con justeza: un muerto, un agonizante, no grita porque ya no hay nada que hacer. Y la Iglesia tenía muchas fuerzas para gritar. Había llagas en el organismo, y por eso chillaba el cuerpo, hasta soportar la Iglesia clamores tan lacerantes como el de aquel teólogo alemán allá por 1404: “La Curia Romana se encuentra en estado muy grave. Desde la planta del pie hasta la coronilla de la cabeza está cargada de errores, y con su propio veneno ha embriagado casi todas las partes del mundo”.
Estas ansias de reforma se agudizaban a finales del siglo XV y principios del XVI cuando los Papas, con laudable intención, imbuidos todos del espíritu humanista y renacentista, quisieron modernizar Roma, la cual ciertamente no ofrecía ningún buen aspecto a tantos peregrinos como la visitaban y la querían digna de su grandeza antigua. Tomaron medidas dignas de elogio, pero que dieron también ocasión a otras no tan laudables, como los medios que emplearon a veces para sacar el dinero necesario.
Derruida la antigua y venerable Basílica Vaticana por Bramante, él mismo ideó la nueva que hubiera sido colosal: 24.000 metros cuadrados en vez de los 14.500 que tiene ahora, según el último diseño de Miguel Ángel. A éste le encomendó Julio II en vida su monumento sepulcral tan imponente que, menos mal, no se llevó a cabo.
A Miguel Ángel, arquitecto, escultor y pintor, se le debe la grandiosa cúpula actual de San Pedro y las pinturas inmortales de la Capilla Sextina. Y a Rafael de Urbino una galería que es de lo más notable y bello de los Museos Vaticanos.
Para llevar a cabo estas obras, tan queridas hoy de todos, los Papas buscaron dinero usando, entre otros medios, la concesión de indulgencias a los que colaboraran con limosnas. Normal, y bien hecho. Pero aquí hubo un fallo grande. Encomendó esta misión al fatal Nuncio Arcimboldi, que lo hizo tan mal hasta indisponer contra el Papa a los países nórdicos como Suecia y Dinamarca. En Alemania se encargó el Arzobispo Alberto de Brandeburgo, el cual encomendó su predicación al Padre Juan Tetzel, muy seguro en teología, pero se sobrepasó en sus entusiasmos y enseñaba doctrinas con detalles casi infantiles sobre el Purgatorio. Consecuencia, que cayó muy mal la campaña y, aunque no fue la causa de la rebelión de Lutero, sí que fue la ocasión que él iba a aprovechar en su apostasía.
La reforma de la Iglesia era necesaria. Lo funesto fue que el mal se adelantó al bien. A los Concilios y a los Papas les faltó la energía suficiente para enfrentarse con los males que pesaban sobre la Iglesia, además de que ellos eran los responsables principales de los escándalos que se cometían cada día. La reforma verdadera no llegará hasta Trento (1945-1963), y entonces sí, la Iglesia se habrá enderezado rectamente para siglos.