93. Los Papas del Renacimiento (III)

93. Los Papas del Renacimiento (III)

Nos faltan dos Papas muy importantes como renacentistas. Después de ellos, daremos una somera idea de los que les van a seguir.

 

Julio II (1503-1513). Sobrino de Sixto IV. El “Terrible” Julio II, parece equivocó la vocación de eclesiástico, pues más bien había nacido para comandante guerrero, y el mismo nombre que tomó de “Julio” lo hizo en recuerdo de su admirado Julio César. Cuando luche en varias salidas contra enemigos de los Estados Pontificios, saldrá él en persona con las tropas. Con su carácter férreo, fue un auténtico dictador como no lo había sido ningún Papa.

De familia humilde, en su vida anterior de cardenal, como la de varios de sus antecesores, tuvo dos hijos naturales, a los cuales elevó socialmente dando su hija como esposa a un Orsini, con boda por todo lo alto en el Vaticano; el hijo se desposó con una sobrina del Papa; a un sobrino, al que le dio la Prefectura de Roma, lo casó con un noble Gonzaga; a otro sobrino lo elevó a cardenal de San Pedro in Vinculis con lo que enfureció a los romanos, pues sabían las inmoralidades del sobrino; y a su madre, es natural, la levantó cuanto pudo, aunque hubo de moderarla porque era tan ambiciosa y mandona como su hijo. Julio, ya Papa, no dio qué hablar por su conducta.

De cardenal acumuló once obispados, aparte de otros cargos como el de Penitenciario Mayor de San Pedro, con lo cual atesoró abundantes riquezas. Su elección estuvo marcada por la simonía, y, debido a ella, parece que llevado de remordimientos publicará después una bula condenándola para cónclaves sucesivos.

Aunque lo odiaba, había pactado con César Borja antes de ser Papa a fin de conseguir sus fines, pero una vez en el pontificado le faltó a la palabra, lo traicionó, empezando por quitarle el título de Gonfaloniero, y arruinó para siempre al que tanto había hecho por los Estados Pontificios, por más que Borja no fuera precisamente un modelo de príncipe. El Papa respiró, porque lo temía por sus cualidades militares, al saber que César había muerto cerca de Viana en el reino de Navarra el año 1507.

¿Dónde radican, pues, los elogios que tantos historiadores, empezando por Pastor, tributan a Julio II desde su elección? En que fue, ciertamente, un Papa grande como defensor de los Estados Pontificios y en los grandiosos monumentos que hizo o empezó a hacer valiéndose de las mayores figuras del Renacimiento: Rafael, Bramante, Miguel Ángel… En esto fue grande como ningún Papa. Pero un historiador, italiano precisamente, dice textualmente: “El Papa terrible ha tenido gran suerte con una historiografía injustamente benévola respecto a él. Se le han atribuido unos planes elevadísimos, a la vez que cuando los extranjeros corrían por toda la Península, se le hizo el honor de ser el cazador de los “Bárbaros” expulsándolos fuera de su patria. La verdad elocuente de estos hechos desmiente tanto mérito”. Julio llamaba bárbaros a los extranjeros a los que no aguantaba, especialmente a los franceses, y los atacaba especialmente con españoles, a los que protegía contra los otros.

Todo lo anterior es muy negativo, pero hay que decir la verdad, ante tanto elogio a un pontificado que se distinguió ciertamente por su grandiosidad renacentista. Esta gloria se vio enturbiada con acciones del todo inadmisibles. A historiadores poco escrupulosos les ha servido ensalzar tanto a Julio II para fomentar la leyenda negra de Alejandro VI, al que su sucesor no le tenía simpatía alguna sino un resentimiento entrañable.

Julio II hizo cosas muy laudables. Entre ellas, aunque con todas las injusticias que llevan consigo las guerras, aseguró bien los Estados Pontificios. Liberó a Italia de los franceses que tanto le perjudicaban. Pacificó Roma librándola de tantos maleantes que la infestaban. Hizo prosperar la agricultura, trayendo el bienestar a los ciudadanos.

Fue Julio II quien estableció la Guardia Suiza, dotándola de doscientos soldados fuertes y de confianza total. Realizó magníficas obras de reconstrucción en Roma, como el dotarla con la famosa Via Giulia, así llamada por el nombre del Papa. Encomendó para sepulcro suyo un mausoleo fantástico a Miguel Ángel, que no se pudo hacer, pero quedan estatuas del mismo, entre ellas el imponente Moisés, escultura cumbre de Miguel Ángel junto con la Pietá del Vaticano y el David de Florencia. Puso los cimientos del actual e imponente templo de San Pedro, que tardaría un siglo justo en terminarse.

En el aspecto religioso, para oponerse al conciliábulo de Pisa, promovido por los franceses, el año 1512 inauguraba en Roma el V Concilio ecuménico de Letrán, aunque no lo pudo acabar porque le llegó la muerte en 1513. Además, favoreciendo las misiones de las tierras descubiertas, creó los primeros Obispados de América, el de Santo Domingo en la Hispaniola y el de San Juan de Puerto Rico.

Julio II, un Papa grande, ¿quién lo niega? Pero, más como príncipe secular que como supremo pastor de la Iglesia.

 

León X (1513-1521). ¿Recordamos las palabras de la lección anterior, dirigidas por Lorenzo el Magnífico de Florencia a su hijo, el cardenal Juan Médici, jovencito de trece años? No fueron vanas. Aquel cardenal se mantuvo siempre fiel a la piedad cristiana y con una conducta moralmente intachable. Después de un Papa dictador como Julio II, los cardenales quisieron uno bondadoso, asequible, amante de la paz, y lo encontraron fácilmente en el joven cardenal florentino de treinta y siete años. Sin ser una gran inteligencia, estaba bien preparado y había desempeñado importantes cargos y delegaciones. Por naturaleza y por tradición familiar era político, algo que se necesitaba entonces después del violento Papa anterior, aunque esa su diplomacia era en León X algo tortuosa, ambigua, oportunista, muy poco sincera a veces, la típica de “las dos caras”.

Amante de las letras y de las artes, quiso que Roma fuera el centro más egregio de la cultura italiana y mundial. Los escritores y artistas que se dieron cuenta de las aficiones del Papa, acudieron a Roma en bandadas para enriquecerse. Esta ambición lo convirtió en un derrochador, de modo que dejó a veces exhausto el tesoro pontificio, y para sacar tanto dinero como se necesitaba recurrió a medios poco honestos y hasta injustos. Sin embargo, una cosa grande hizo León X: llamó como profesor al dominico Santes Pagnino en cuya traducción de la Biblia, editada en Lyon el año 1527, aparece por primera vez la división de la Biblia en versículos. Y el cardenal español Cisneros le dedicaba la imponente Biblia Polyglota Complutensis (1514-1517) de Alcalá.

El nuevo Papa terminó el Concilio V de Letrán, el cual acabó con el peligro del cisma que se incubaba en el conciliábulo de Pisa, ¡y no fue poco!, aunque en lo demás fue escaso lo conseguido por un Concilio que era ecuménico y del que cabía esperar mucho. Abrogó también la odiosa Pragmática Sanción de Bourges, sostén principal del galicanismo separatista de la Iglesia de Francia (lección 83).

Un grave mal de León X fue el engrandecimiento que hizo de su familia de los Médici, con nuevas formas del nepotismo. Pero la mancha verdaderamente negra de este pontificado, aún siendo el Papa moralmente de conducta intachable durante toda su vida,, fue la paganización que metió en Roma con aquellas fiestas continuas que se han hecho célebres. Es conocidísimo el dicho de León X a su hermano Juliano, tantas veces repetido: “Gocemos del pontificado, ya que Dios nos lo ha dado”. Y lo gozó de veras. Si hicieron famosas sus cacerías, como la de 1514: “El día 10 de Enero, en traje de cazador, acompañado de 12 cardenales y seguido por una tropa de cortesanos, literatos y bufones, de la guardia suiza y de los ballesteros, salió de Roma rumbo a Casino. El papa León semejaba a Júpiter llegándose a visitar a los etíopes y los cretenses. El Papa regresó a la ciudad el 30 de Enero, Roma salió a su encuentro, gozosa de ver las piezas cazadas”.

Los carnavales antiguos y los desfiles de máscaras, tan exagerados siempre en Roma, ahora perdieron todo su atractivo ante las fiestas continuas creadas por cabalgatas fastuosas de hasta cien caballos enjaezados, manifestaciones que el Papa contemplaba complacido desde su balcón. Las representaciones teatrales de obras paganas, picarescas siempre y hasta inmorales, eran cosa ordinaria.

Los banquetes, ni qué decirlo, y animados siempre por los bufones más conocidos y magníficamente pagados. Como una muestra de lo que fuera la Roma de León X, basta este relato de cuando nombró patricios a su hermano Julián y a su sobrino Lorenzo: “La explanada del Capitolio fue trasformada en un teatro, adornado con estatuas y pinturas simbólicas… Al convite de gala se sentaron cuarenta y cuatro comensales. La mesa fue parada a lo largo del escenario, y de cara al proscenio se colocó una credencia de 42 anaqueles uno sobre otro, llenos todos de oro y de plata. Con vajilla de toda clase: fuentes, bocales, jarrones, platos, escudillas, confiteras, tazas y objetos análogos, todos de plata y no sin oro. Las servilletas estaban dobladas de suerte que en su interior había pajaritos vivos de varias clases. Los invitados, después de lavadas las manos en aguas aromáticas, desdoblaron las servilletas y de repente salieron volando los pajarillos, algunos de ellos domesticados, que no se apartaron de la mesa, sino que permanecieron en ella dando saltitos, mientras que otros volaban por el teatro entre los concurrentes y hacían las delicias del público. ¿Y quién será capaz de describir los cuarenta y más platos de manjares suculentos, aparte de la infinita variedad de vinos y bebidas?”.

¿Para qué seguir?… La única disculpa: esto no era privativo del Papa. Esto era lo normal en la corte de cada rey y de todos los príncipes de la época. Pero, ¿podía el Papa hacer lo mismo?… Lo raro es que en medio de tales excesos, el Papa León cumplía con sus deberes religiosos, hasta que murió piadosamente el 1 de Diciembre de 1521, después de confesarse y con el nombre de Jesús en los labios.

Lo que León X no llegó a comprender en toda su totalidad, sino sólo en parte, fue la tragedia que estalló en sus días con la rebelión de Lutero, y que vamos a ver pronto.