Hemos visto en las dos lecciones anteriores algunos Santos y Santas extraordinarios que mantuvieron la fe en el Pueblo de Dios. Ahora miraremos el “estilo” de la piedad cristiana en estos tiempos, de gran influencia en los siglos siguientes.
Habríamos de remontarnos a la primitiva Iglesia para ver cómo en los primeros siglos no existían lo que nosotros llamamos “devociones”. La fe se expresaba en la vivencia de la Gracia recibida en el Bautismo y alimentada por la Eucaristía. Con el culto, entraron de lleno las oraciones bíblicas, los Salmos especialmente, y en esto, junto con la “lectio divina”, consistía toda la “devoción” de la Iglesia. Sin embargo, el Espíritu Santo ─que es quien guía siempre la oración de la Iglesia y de cada uno de los fieles─ hizo descubrir a algunos santos y santas, allá por los siglos XI y XII (lección 55) las riquezas encerradas en la Humanidad santísima de Jesús. A partir de un San Bernardo, un San Francisco de Asís o una Santa Gertrudis, la piedad y la oración se convertían en algo muy diferente a la de siglos anteriores. En el siglo XIII, debido a la Escolástica (lección 70), se desarrollaba en las escuelas de espiritualidad la contemplación especulativa de las altas verdades de la fe.
Se notan entonces mucho las dos tendencias en los más grandes maestros y santos: Santo Tomás de Aquino, dominico, es subidísimo en su pensamiento y sereno en su afectividad; mientras que San Buenaventura, franciscano, es un volcán de afectos cuando reza. Aparecen muchas oraciones devotas, conservadas hasta nuestros días. Y con esas dos tendencias, especulativa una, y afectiva la otra, se llega a los últimos decenios del siglo XIV y los primeros del siglo XV, cuando nos encontramos con la llamada “Devoción Moderna”.
Empezamos por hablar de Gerardo Groote, nacido Deventer, Holanda, muy preparado en ciencias eclesiásticas, cuando trabó amistad con Enrique de Kalkar, un monje santo de los que tantos tenía entonces la Cartuja. Los cartujos eran la única Orden que no necesitaba reforma porque nunca se había deformado. Basta decir que hacia 1350 contaba la austerísima Orden con 107 casas y a finales del siglo siguiente llegaban hacia las 200. ¿Nos imaginamos la santidad que esto significaba en la Iglesia? Pues, bien; Groote, convertido y simple diácono, pues nunca se quiso ordenar de sacerdote, pasa tres años de penitencia en la Cartuja de Monnikhuizen, donde, dice Tomás de Kempis, “recogió las dispersiones de su corazón, raspó el orín de la vida pasada, y reformó la imagen del hombre interior en toda su pureza”. Se da después a una ardiente predicación; rigorista en moral, pero, antes de morir en 1384, arrastra detrás de sí a numerosos seguidores que llegan a formar la asociación de los “Hermanos de la Vida Común”, cuyo primer director, discípulo de Groote, será el joven Florencio Radewijns, canónigo de Utrecht, actual Holanda. Los Hermanos no eran ninguna Orden religiosa, aunque vivían en común; sin emitir votos, guardaban la continencia y practicaban la pobreza. Trabajaban de manera maravillosa en la copia de la Biblia y de códices, igual que los monjes de los monasterios, aunque duraría poco este trabajo pues ya estaba a las puertas el invento revolucionario de la Imprenta.
La espiritualidad que cultivaban los Hermanos en su vida de oración era más práctica que teórica. Dejaban de elevarse a las alturas de la contemplación especulativa sobre las grandes verdades para fijarse en la “Humanidad” de Jesús, en los ejemplos de su vida, en la lectura piadosa y sencilla de la Biblia, hecho todo de una manera metódica, más reglamentada que dejada al azar. La devoción y la piedad se convirtieron en algo concreto, práctico, y mucho más existencial, como diríamos hoy: mirar a Jesús e imitar sus virtudes. Ahí estaba todo. Tomás de Kempis describió a los Hermanos: “No recuerdo haber visto nunca hombres tales, tan devotos y fervientes en el amor de Dios y del prójimo; viviendo entre los seglares, nada tenían de la vida del siglo, ni parecían cuidarse de los negocios terrenos. Permaneciendo quietos en sus casas, trabajaban solícitamente en copiar libros: ocupados frecuentemente en lecturas espirituales y devotas meditaciones, se solazaban en tiempo de trabajo con oraciones jaculatorias. Tenían un solo corazón y una sola alma en el Señor”.
De los discípulos de Groote nacerían los Canónigos Regulares de Windesheim. En 1384, poco antes de que muriera Groote, algunos de sus discípulos le pidieron retirarse a un lugar solitario para dedicarse con más asiduidad a la vida espiritual. Se lo permitió, y nació el monasterio de Windesheim; los hermanos aceptaron la regla más moderada de San Agustín, la que había observado el venerado maestro Ruysbroek. Allí empezaron a vivir en gran pobreza, bajo la mirada de Radewinjns, seis monjes, entre ellos Juan de Kempis, que salió de Windesheim para fundar el de Agnetenberg, donde ingresó su hermano Tomás, que fue ordenado sacerdote, el autor de la Imitación de Cristo. Los monasterios se multiplicaron y contribuyeron grandemente con su ejemplo a la reforma de otros muchos.
Su espiritualidad era como la de los Hermanos, con los cuales estaban muy unidos, aparte de que bastantes Hermanos se pasaban a los monasterios para mayor perfección. La espiritualidad en éstos se mantenía con oración sencilla, aunque más metodizada en la meditación, vivida en la soledad y el silencio. Sus más grandes maestros predicaban el desprecio del mundo, la vida interior y la práctica constante de las virtudes cristianas.
La Imitación de Cristo, el inmortal libro de Tomás de Kempis, merece una mención especial. Aunque la Devoción Moderna no hubiera producido otro fruto que este librito de oro, habría para dar a Dios gracias imperecederas. En la Iglesia no se ha producido otro escrito igual. Traducido a todas las lenguas y con ediciones innumerables, ha sido guía espiritual de incontables almas. Cuando San Ignacio de Loyola, recién convertido, lo leyó por primera vez, no cabía de gozo con él, “y dijo más: que en Manresa había visto primero el Gersoncito, y nunca más había querido leer otro libro de devoción; y éste encomendaba a todos los que trataba” (el Gersoncito, porque creían muchos entonces que el autor era Gersón, y no Kempis). Libro que era, como Ignacio decía, “la perdiz de los libros espirituales”.
El libro se compendia todo en estas sus primeras palabras: “Sea nuestro sumo interés el meditar en la vida de Jesucristo”. La Imitación tiene cuatro libros o tratados. El primero, algo severo, trata de apartar al cristiano de las inutilidades del mundo: todo pasa, y “todo es vanidad menos amar a Dios y servirle a Él solo”. El segundo, se encierra en la persona de Jesucristo: “Conviértete con todo tu corazón al Señor”. El tercero, continuación práctica del segundo, es un diálogo íntimo con el Señor: “¡Dichosa el alma que escucha cómo Dios le habla!”. Y el cuarto está todo dedicado a la Eucaristía: “¡Vengan!, dices. ¡Qué dulce palabra en los oídos del pecador! Tú, Señor Dios mío, me invitas a mí, necesitado y pobre, a la Comunión de tu santísimo Cuerpo!”.
Tomás de Kempis murió en 1471 a sus noventa y dos años, descrito por sus compañeros como “muy amante de la Pasión del Señor, admirable consolador de atribulados…, bueno y devotísimo padre, muy afable con los enfermos y comprensivo con los tentados”.
Antes de la Devoción Moderna, deberíamos haber dicho algo sobre el movimiento del “beguinismo”, nacido en Lieja de la actual Bélgica. Los beguinos, hombres y mujeres, eran seglares, no hacían votos, permanecían libres de seguir o marcharse, aunque habían de guardar castidad y pobreza mientras permanecían en los beguinajes, centros propios como conventos o casitas particulares agrupadas en torno a un edificio común y sometidos a un reglamento y a la autoridad de la Iglesia. Laicos como eran, trataban de llevar una vida cristiana lo más perfecta posible en medio de las ocupaciones ordinarias, el trabajo personal y la asistencia a los enfermos. Los begardos se extendieron mucho sobre todo por el norte de Europa, pero se vieron inficionados por los espirituales franciscanos (lección 75) u otras doctrinas heréticas y lastimosamente muchos pararon mal. Los Papas intervinieron debidamente. Hasta que en 1446 desaparecieron como institución, ya que los fieles hubieron de integrarse en las Terceras Ordenes existentes. Aunque acabaran mal, debemos decir que durante dos siglos largos hubo muchos que practicaron debidamente la santidad cristiana.
La Iglesia fue probada de verdad por el destierro de los Papas y el Cisma durante todo el siglo XIV y primera mitad del XV. Pero los Santos que Dios suscitaba se convertían en unos pastores y en unos modelos de vida ejemplarísima para los pueblos cristianos. Y una prueba grande de lo firme que se mantenía la fe a pesar de tanta calamidad, la dio el Año Santo de 1450. Ninguno de los anteriores había visto tantas multitudes procedentes de toda Europa. Llegaban especialmente de Alemania y países nórdicos. Venían muchos obispos y participantes de los Concilios anteriores a pedir perdón al Papa por sus errores conciliaristas y a confesar y confirmar su fe en el Papa como suprema autoridad de la Iglesia. Las multitudes que llegaban hacían su entrada en Roma, bajando del Monte Mario por la Plaza del Pópolo, y al llegar al puente de Sant’Angelo habían de hacer turnos ingentes para poder pasarlo y dirigirse hacia el Vaticano. Fue llamado el “Jubileo de los seis Santos”, porque al canonizar el Papa Nicolás V al popularísimo San Bernardino de Siena, llegaban como peregrinos los que después serían San Juan de Capistrano, San Juan de la Marca, San Diego de Alcalá, San Pedro Regalado, Santa Catalina de Bolonia y Santa Rita de Casia.
No; la fe no había muerto en la Iglesia. Aunque la Historia haga resaltar tanto las anormalidades de muchos Pastores, la peligrosidad de los falsos Concilios, y hasta los desgarrones de la misma Iglesia, la barca de Pedro no naufraga nunca, siempre vence las tempestades, y con sus mismas fragilidades demuestra que es divina en su origen y en su misión, pues de lo contrario haría muchos siglos que estaría hundida en el fondo del mar.