87. Mujeres extraordinarias de la Iglesia

87. Mujeres extraordinarias de la Iglesia

Como en la lección anterior sobre Santos insignes, en ésta nos vamos a limitar también a sólo tres Santas que tuvieron una gran influencia sobre el pueblo cristiano. La mujer supo jugar un gran papel en la mano de Dios.

 

La primera mujer que debemos traer es la noble Santa Brígida de Suecia, muerta en Roma el año 1373, a quien ya conocemos (lección 78). Tuvo una gran influencia en el regreso del papa Gregorio XI a Roma dejando por fin Aviñón, y le decía con ternura las palabras que le había dictado la Santísima Virgen: “Seré madre de misericordia para con él si persiste en su propósito de venir a Italia y a Roma; lo sustentaré con la dulce leche de mi oración si obedece a la voluntad de Dios, que es que traslade humildemente su sede a Roma”. Durante aquellos años del destierro de los Papas, Brígida ejerció una misión muy eficaz de piedad y caridad en el pueblo de la Ciudad Eterna, tan alejada de su pastor.

 

Santa Catalina de Siena es la gran Santa de estos días. Sabemos la influencia grande que tuvo en el regreso del Papa a Roma, tanto o más que Santa Brígida. Y a los cardenales que rechazaban a Urbano VI y elegían al antipapa Clemente VII ─porque el cisma era peor que el destierro de Aviñón─, la sencilla muchacha les endosaba estas lindezas:

“¡Ah, miserables! ¿No saben acaso que, aunque los vientos agiten la navecilla de la santa Iglesia, ella no perece, ni tampoco el que en ella se apoya? Queriéndose ustedes elevar, se sumergen; queriendo vivir, caen en la más perversa de las muertes; queriendo poseer riquezas, vienen a ser mendigos y caen en la suma miseria; queriendo mantener el estado, lo pierden, haciéndose crueles para con ustedes mismos. Además, el veneno que toman, ¿por qué lo administran a otros? ¿O es que no les mueven a compasión tan gran número de ovejuelas que con esto se alejan del redil? Se les ha puesto para propagar la fe, y la apagan, contaminándola con los cismas que por su culpa se producen; se les ha puesto como luces en el candelero para alumbrar a los que están en tinieblas, y son ustedes los que ponen tinieblas en la luz. De todos estos males y otros infinitos son y serán la ocasión si no cambian de proceder, y por juicio divino quedarán destruidos en su alma y en su cuerpo. Y crean que serán mucho más severamente castigados, del mismo modo que el hijo que ofende a su madre es digno de mayor castigo”.

Catalina, la hija menor entre los veinticinco que tuvo aquel tintorero de Siena, ingresó de muchacha en la Tercera Orden de Santo Domingo, por lo mismo, una laica consagrada en el mundo. Por su oración y penitencias, Dios la elevó a las mayores alturas de la mística. Pero no la quiso encerrada en el cuarto que ella se había hecho para dedicarse en exclusiva a la contemplación; Dios la quería apóstol entre las gentes de su pueblo, y, aunque no sabía leer ni escribir, estaba dotada de una ciencia divina que asombra, hasta ser hoy tenida como Doctora de la Iglesia. Ella hablaba, y le tomaban por escrito lo que decía, aunque siempre bajo la dirección de su confesor el dominico Beato Raimundo de Capua. Hasta que muera a sus treinta y tres años ─la misma que se creía de Jesús─, Catalina será un apóstol itinerante por Italia, pacificadora de ciudades, respetada y temida a la vez, llena de encantos, de dulzura, de cariño.

Las gentes le seguían en su predicación, y muchas veces había de ir con ella buen número de sacerdotes para atender a tantas confesiones de los que se convertían a Dios. Catalina era una mística subidísima. De joven tuvo sus desposorios con Cristo, que le regaló el anillo nupcial, invisible para todos, pero Catalina lo tenía siempre ante sus ojos. Ya mayor, estando un día orando en la iglesia de Santa Cristina, salieron de repente cinco rayos rojos de la imagen de Jesús Crucificado y penetraron cada uno en las manos, pies y costado de Catalina produciéndole un dolor vivísimo. Eran las llagas de Cristo que le durarían hasta la muerte, aunque, igual que el anillo nupcial, nadie las veía sino ella sola. Los tres Papas Urbano V, Gregorio XI y hasta el irascible Urbano VI escucharon con humilde reverencia a la joven Catalina, mística sublime y de apostolado tan ardiente e intenso, un apostolado con el que Dios proveía a su pueblo de manera auténticamente extraordinaria.

 

Santa Francisca Romana fue otra mujer de influencia grande en la vida cristiana. “Romana”, porque nació en Roma y en ella gastó su vida entera. Una mujer que podríamos llamar “completa”, pues recorrió todos los estados de la vida femenina con ejemplaridad sobresaliente: de familia noble, pero de carácter humilde y sencilla; joven, pura como un ángel; estudiante, aprovechada con distinción; casada, entregada al marido y a sus seis hijos como la mejor esposa y madre; viuda, se da a la piedad y a la caridad con los pobres y enfermos heroicamente; influyente en la alta sociedad a la que pertenecía, es instrumento de paz entre los ciudadanos; seglar por su estado, pero funda un monasterio de monjas dadas a Dios; libre de los hijos, reparte sus bienes entre los necesitados y vive ella pobremente.

Al fin, pide con humildad desconcertante ingresar como simple religiosa en el mismo convento que ella misma había fundado, tan venerado hasta hoy día en el Foro romano. La noble familia de su esposo Lorenzo, los Ponziani, se vio agredida y despojada de todos sus bienes por ser partidaria del Papa legítimo. Lorenzo, un cristiano cabal, siempre apoyó a Francisca en sus obras de caridad con los pobres y los enfermos, hasta cuando se vio obligada a vender sus joyas para atender a las víctimas de la peste.

Mujer semejante, amada por los Papas, respetada por todos, aunque hubo de sufrir también muchas incomprensiones ─aparte de ataques del mismo demonio─, influyó grandemente en la vida cristiana de la Ciudad Eterna, cuando ésta necesitaba más que nunca ejemplos de vida como la suya.

 

Santa Juana de Arco es caso especial y único, regalo de Dios a la Iglesia de Francia cuando más lo necesitaba. Cualquiera que lee su historia se encariña de ella hondamente. En aquella Guerra de los cien años entre Francia e Inglaterra, es una muchachita quien salva a su patria y le inspira para siempre un alto ideal. Campesina, que no sabía ni leer ni escribir, oía voces desde sus trece años: “Tú vas a salvar a Francia”. Hasta que a los diecisiete, vestida de soldado y no de mujer ─cosa que hará siempre para defender su castidad virginal─, se presenta al Delfín ofreciéndose para luchar contra los borgoñones y sus aliados los ingleses, a la vez que le asegura la victoria y le profetiza que será el rey de Francia.

Costó a los jefes convencerse de la misión que encerraba aquella muchachita encantadora. Pero al fin la pusieron al frente de las tropas. Aunque ciñera la espada, ella no luchaba: en medio de la refriega enardecía a todos con el estandarte en alto. Y  los franceses liberaron Orleáns en Mayo de 1429; en Junio vencían a los ingleses en Patay, y en Julio, el Delfín era coronado como Rey de Francia en Reims, Carlos VII. París no fue conquistado, y la “Doncella” caía herida al pie de sus murallas. En una escapada que hacía de Compiegne, caía en manos de los borgoñones, los cuales la entregaron a los ingleses. Hecha prisionera en Rouen, nadie en la corte del rey ni en el ejército se interesó por liberarla. Al revés, la Universidad preparaba contra ella un juicio como hereje y hechicera. La muerte estaba a la vista. Porque si no se le probaba nada contra la fe, aquellas “voces” que sentía desde los trece años serían signo de hechicería y brujería. Y las brujas y hechiceras, que tanto se propalaron durante aquellos tempos, paraban en la hoguera sin misericordia.

Se formó el tribunal, presidido por el obispo de Baeuvais, Pierre Cauchon, y entre las cuestiones presentadas, el astuto presidente le hace una pregunta asaz comprometedora:

-¿Estás en gracia o en pecado?

Respondiese lo que quisiera, no había escapatoria posible, como en el Jesús del Evangelio ante la adúltera o con el tributo del César. Si contestaba: “en pecado”, era evidente su brujería y pacto con el diablo; si decía: “en gracia”, le caía encima el texto de San Pablo que enseña no saber si se está justificado ante Dios, y entonces resultaba hereje manifiesta. La analfabeta pastorcita de Domrémy, sonríe, y da su respuesta inmortal:

-Si estoy en gracia, que Dios me conserve en ella; si no estoy en gracia, que Dios me ponga en ella. Sería yo la peor de las criaturas si supiera que no estoy en gracia.

A Pierre, que tenía la sentencia de condenación en los labios, le salieron todos los colores a la cara. La acusada sabía más teología que todos sus jueces y acusadores juntos. Y esa contestación de Juana se repite hoy como un consuelo enorme entre los cristianos, cargada como está de esperanza inefable.

Pero la condenación injusta fue irremediable. Juana, la que tuvo en sus manos la salvación de Francia, fue condenada a la hoguera. Atada al poste, y antes de que prendieran el fuego, pidió a un Padre dominico que le tuviera el Crucifijo alzado a la altura de los ojos para dirigirle su última mirada. Era el 30 de Mayo de 1431. Se cuenta como verídico que los ingleses, consumado el crimen, exclamaron con gravedad: “Estamos perdidos, hemos matado a una santa”.

Y algo digno de tenerse en cuenta. Veinticinco años después, el papa Calixto III hizo revisar el proceso de Juana de Arco y declaró su invalidez. Francia veneró y amó siempre a su heroína, la jovencita de veinte años, por su  fe, su valentía y su pureza virginal en medio del ejército del que formaba parte. En 1908 la beatificaba el papa San Pío X, y en 1920 la canonizaba Benedicto XV.

 

Sólo hemos traído el ejemplo de tres mujeres que tanto influyeron en el Pueblo de Dios durante aquella prueba tan dura que sufrió la Iglesia en los siglos XIV y XV. Cuanto mayores eran las calamidades, tanto más grandes eran también las bondades del Señor.