82. El Concilio de Constanza

82. El Concilio de Constanza

Un Concilio, inválido en un principio, pero legitimado después por el Papa verdadero, iniciado en Noviembre de 1414 y acabado en Abril de 1418, puso fin al Cisma de Occidente y trajo la ansiada paz.

 

Era emperador el rey de Hungría, Segismundo. Magnífico cristiano, tomó muy a pechos el defender a la Iglesia como era su deber, y ese servicio debía ser, ante todo, el acabar con el cisma. Todos veían que al no ceder ninguno de los tres papas ni por la renuncia ni por el diálogo mutuo, no había otra solución que un concilio. Y así se hizo. Se iniciaba en Noviembre de 1414 en la ciudad de Constanza, la antigua ciudad imperial alemana en las orillas del lago de Constanza, con la asistencia de 29 cardenales, 3 patriarcas, 33 arzobispos, unos 150 obispos, más de 100 abades, 300 doctores, muchos teólogos y canonistas, varios miles de eclesiásticos, y representantes de todas las naciones cristianas. Algo nunca visto. El papa Juan XXIII llegó con gran pompa y nada digamos del emperador Segismundo. Iba a durar con sus diversas sesiones casi tres años y medio. Recordemos que Benedicto era el papa de Aviñón (antipapa, elegido por los cardenales de Clemente VII); Juan XXIII, de Roma, pero antipapa también (elegido en el concilio de Pisa), y Gregorio XII, el verdadero Papa de Roma, ausente, pero que estaba dispuesto a renunciar si lo hacían los dos anteriores para que se eligiese un solo Papa que sería reconocido por todos. El Concilio de Constanza, convocado por el emperador y Juan XXIII, ya se ve que no era de momento legítimo ni universal, pues faltaban los obispos de los dos papas Benedicto y Gregorio, pero lo sería cuando y en cuanto lo aprobara el papa que de él iba a salir. Se puede llamar legítimo al aceptarlo tácitamente Gregorio XII con su disposición interna, aunque se hallara ausente.

 

Todo empezó muy bien hasta que vino lo de Juan XXIII. Con la cantidad de cardenales y obispos que se trajo de Italia, pensó que tenía todo a su favor por la mayoría absoluta que obtendría en cualquier votación. Pero el Concilio se dividió por grupos de naciones; cada grupo discutiría los asuntos separadamente; además, votarían no sólo cardenales, obispos y abades, sino también los laicos; y la resolución de cada grupo sería UNA sola, que se llevaría a sesión plenaria de los grupos nacionales reunidos. A Juan XXIII se le acabaron todas las esperanzas. Y clandestinamente, durante una fiesta con torneo fantástico, huyó disfrazado del Concilio y de la ciudad de Constanza. Fue inútil que le siguiera el mismo emperador para atraerlo de nuevo. El Concilio se alarmó al quedar sin cabeza, pero se tomó la resolución unánime de deponer a Juan XXIII acusándolo de todos los vicios y pecados. Nada extraño sabiendo la vida que había llevado aquel militarote antes de ser papa. No hace falta que nos detengamos en el anecdotario de sus cardenales y el resto del Concilio hasta llegar a la deposición del que era antipapa aunque fuese considerado por muchos como Obispo legítimo de Roma. Fue condenado y depuesto al ser declarado “notorio simoniaco, dilapidador de los bienes y derechos de muchas iglesias, escandaloso por sus detestables y deshonestas costumbres, pertinaz, incorregible y reo de otros muchos crímenes”. Ahora podríamos seguir por cuatro años sus aventuras. Nadie lo hubiera dicho. Aquel orgulloso Baltasar Cossa = Juan XXIII aceptó humilde la condena y la deposición, vivió con resignación su encarcelamiento, entregó al Papa Martín V su anillo y el sello pontificio, el Papa le concedió el cardenalato y así murió en Florencia en diciembre de 1419.

 

El Concilio de Constanza se iba desarrollando pacíficamente, aunque acéfalo, pues no había Papa que lo presidiera, y se planteó de una vez lo más importante: ¿qué hacer, la reforma de la Iglesia ante todo y después la elección de un nuevo papa, o primero el papa y después ya con él la reforma? Tras muchas discusiones, vino ante todo solucionar el asunto del pontificado. Ya sabemos cómo cesó Juan XXIII. Y el Papa verdadero, indiscutiblemente Gregorio XII, no lo pudo hacer mejor. Aunque los conciliares no lo vieran o no lo quisieran ver, el Concilio hasta entonces no era legítimo, pues el Papa no lo había ni convocado ni presidido ni mandado ningún delegado suyo. Pero una vez depuesto Juan XXIII, Gregorio mandó sus cardenales Malatesta y Dominici con otros tres obispos al emperador Segismundo y al Concilio. Dominici, en nombre del Papa convocaba al Concilio ─¡ahora sí era verdadero y legítimo!─, autorizaba cuanto hiciera contra la herejía y por la reforma de la Iglesia, y él renunciaba al pontificado con tal que no continuaran los otros dos papas-antipapas. Aceptada su renuncia, quedó Gregorio ─Angeelo Corrario─ en simple cardenal de Porto, hasta que murió en 1917. Figura en todas las listas de los Papas legítimos.

 

Venía ahora el caso peor: el deponer a Benedicto XIII, Pedro de Luna, que no cedía por nada. Sin embargo, como su conducta había sido siempre intachable, no se le podía acusar de nada indigno, y no hubo más cargo contra él que la contumacia, o sea, su empeño irreductible en mantenerse papa, pues estaba convencido de que lo era en verdad. Por eso, no había más remedio, pues como decía Gersón, “mientras esta luna no se eclipse, no lucirá el sol de la paz y la concordia”. Ya no vivía en Aviñón. Fue inútil la visita que le hizo el emperador Segismundo en Perpiñán a donde llegó con varios obispos, muchos príncipes y una escolta de hasta 4.000 jinetes. Benedicto XIII lucía sus mejores galas pontificias. Se trataron los dos con mucha cordialidad, pero Benedicto puso tales condiciones que resultaron inaceptables del todo, y además, sin esperar el fin de todo, se embarcó en Colliure hacia el castillo de Peñíscola en la costa valenciana del Mediterráneo. El rey Fernando I de Aragón, a la vez que los otros españoles de Castilla, León y Navarra, junto con el de Escocia,  abandonaron a Benedicto y se pusieron a las órdenes del Concilio, en el que estalló un enorme grito de jubilo. El mismo San Vicente Ferrer, confesor de Benedicto y convencido de que era el papa legítimo, lo abandonó y lo dejó en paz con su conciencia. Depuesto por el Concilio, cuando le llevaron al castillo el decreto de deposición, estalló en improperios contra todos, asegurando que la Iglesia estaba en Peñíscola porque en ella estaba la cabeza de la Iglesia. En el imponente castillo acabaría su vida en Noviembre de 1422, a sus noventa y cuatro años,  aquel testarudo aragonés, que hasta el fin “se mantuvo en sus trece”, como ha quedado de refrán en España.

 

La elección del nuevo Papa se convertía ahora en la tarea más importante del Concilio, plenamente legitimado. Pero esto suscitó una discusión tremenda de los cardenales ─que querían cuanto antes un Papa─, con el emperador y el rey de Inglaterra que a todo trance estaban empeñados en empezar primero por la reforma de la Iglesia según determinase el Concilio y a cuyas normas debería sujetarse el papa elegido. Al fin llegaron a un acuerdo, y el día 11 de Noviembre de 1417 era elegido Papa el cardenal diácono romano, de 49 años, Odón Colonna ─ordenado el día siguiente como presbítero y el otro como obispo─, que tomaba el nombre de Martín V. Alegría inmensa en toda la Iglesia, y no había para menos, después de treinta y nueve años de terrible angustia. El Concilio ahora, con el Papa como cabeza y presidiéndolo personalmente, podía tratar de la reforma de la Iglesia y meterse con las herejías de Hus y de Wyclif. El Concilio concluía el 22 de Abril de 1422; los cardenales franceses querían que el Pontífice volviera a Aviñón (!), pero el Papa se despedía para Roma el día de Pentecostés en medio del espectáculo inusitado que le brindó Constanza:

“Toda la ciudad se echó a la calle para presenciar el último y más visto espectáculo. Precedían la comitiva papal doce caballos sin jinetes con gualdrapas de púrpura. Detrás iban cuatro caballeros armados de lanzas, de las que colgaban rojos capelos cardenalicios. A continuación un sacerdote alzaba un cáliz de oro. Otro, montado en caballo blanco gualdrapado de púrpura, ostentaba el Santísimo Sacramento cubierto y numerosas personas con cirios encendidos. El Papa, con ínfulas adornadas de perlas y vestimenta de oro, bajo un palio sostenido por cuatro condes, montaba una hacanea blanca, de cuyas riendas tiraban, con el emperador, varios príncipes del Imperio. Después hacían séquito los obispos, los duques y muchísimos eclesiásticos. Espléndida pompa matutina bajo un sonoro y jubiloso vuelo de campanas. Se calcularon cerca de 40.000 caballeros los que acompañaban al Pontífice hasta el próximo castillo de Gottlieben, donde le aguardaban a Martín V unas barcas. Dada la bendición al emperador, embocó la corriente del Rhin hasta Schaffhausen, mientras los cardenales y oficiales de la curia bordeaban el río” (G. Villoslada). Luego bajó por tierra a Berna y Ginebra, de donde pasó a Milán. Mantua y Florencia. En estas ciudades permaneció bastante tiempo, y el 28 de Septiembre de 1420 hacía en Roma su entrada triunfal. Aviñón, origen y sede principal del cisma ─donde querían los franceses que se instalara el Papa─ era olvidado para siempre.

 

Martín V encontró una Roma desecha por completo. Las basílicas patriarcales de Letrán, San Pedro y Santa María la Mayor amenazaban ruina completa. No había iglesia decente; los monumentos saqueados, las calles llenas de inmundicia y, lo peor, convertidas en guarida de ladrones y gentes de mal vivir. El Papa no se desanimó, y durante los once años que le quedaban de vida restauró, limpió y pacificó grandemente la Ciudad papal. Tenía además el encargo del Concilio de Constanza de reformar la Iglesia, aunque eso de “Reforma” había que entenderlo en el sentido en que lo querían los Estados, cardenales etc. etc., o sea, respecto de beneficios y cosas parecidas que afectaban siempre a la parte financiera, más que a las costumbres morales. El Papa cumplió con su deber. Pero no descuidó otra reforma mucho más importante, como fue la del pueblo cristiano. A pesar de los grandes desafíos que se presentaban en el siglo XV, a partir de ahora, con los Papas en su sede romana, se podía pensar y actuar con una libertad y seriedad de que careció el Pontificado por culpa de Aviñón y del Cisma de Occidente.

 

 

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