81. En medio del cisma, la santidad en la Iglesia

81. En medio del cisma, la santidad en la Iglesia

Nos conviene una lección como ésta. Tal como estaba la Iglesia en su cabeza, el Pontificado, ¿dejaba de haber santidad en el pueblo cristiano? Veremos que no.

 

Los dos Papas con los que se inició el cisma, Urbano VI, Papa legítimo en Roma, y Clemente VII, el antipapa de Aviñón, no eran ciertamente ningunos santos. Al antipapa Clemente le siguió el obstinado antipapa Benedicto XIII. Aunque no se les pueda achacar mancha en su moralidad personal, no fueron nada ejemplares. Urbano VI, un anormal, que acabó su vida quizá demente, víctima de una crueldad que le hizo matar a varios de sus cardenales. Y Clemente VII, al instalarse en Aviñón, imitó aquel lujo escandaloso que ya conocemos de los Papas franceses. En Roma ocuparon la sede de San Pedro los Papas Bonifacio IX, Inocencio VII y Gregorio XII, buenos los tres, pero que no supieron o no pudieron acabar con el Cisma de Occidente, y fueron seguidos por los antipapas Alejandro V y Juan XXIII. Así la Iglesia en su cabeza, ¿podía ser fiel el pueblo cristiano?

 

Ya vimos cómo el cisma no era herético: nadie negaba al Papa su calidad de Vicario de Jesucristo y todos querían saber cuál era el Papa verdadero. Y todos ellos ─Papas verdaderos y antipapas─ tuvieron súbditos fidelísimos y grandes santos que enorgullecieron a la Iglesia. Pero antes que señalar a algunos en particular, miremos cómo se celebró el Año Santo de 1400 bajo el Papa Bonifacio IX.

Como toda la Iglesia anhelaba la paz bajo el Vicario de Cristo, los cristianos se dieron a la oración y al sacrificio para conseguir la unión tan anhelada por todos. Venían a Roma grandes multitudes de toda la cristiandad.

Aquel Jubileo del 1400 se caracterizó por el espíritu de penitencia, y fue precedido por el movimiento de “Los Blancos”, así llamados por la túnica y capuchón blancos con que se vestían. Eran hombres y mujeres del pueblo, que bajaban a la plaza pública orando en voz alta y azotándose con disciplinas hasta sangrar, mientras clamaban: “¡Paz y misericordia!”.

De momento levantaron grandes sospechas, porque hacía bastantes años había sido condenada la secta de los flagelantes, fanática, que había cometido graves excesos y caído incluso en herejía. Pero los de ahora, no. Los blancos hacían aquella penitencia para obtener de Dios la anhelada paz. Quizá nacieron en Provenza del sur de Francia, pero invadieron Italia entera y se les sumaron muchos del resto de Europa, de manera que llegaron a Roma unos 120.000 de tales peregrinos, entre ellos unos 20.000 alemanes. Con el pueblo más sencillo se mezclaban hasta príncipes y obispos, y se citan con su propio nombre personajes ilustres, que a pie descalzo llegaban a Roma para ganar el jubileo así adelantado.

Por el escarmiento de aquellos flagelantes antiguos, el Papa Bonifacio IX los miró al principio con un justificado recelo, hasta que se convenció plenamente de la sinceridad con que procedían. Cardenales de Roma y príncipes seguían descalzos la cruz que llevaban alzada los blancos. El Papa, tiernamente conmovido por aquellas demostraciones de piedad, los bendecía de corazón y les adelantaba la indulgencia plenaria del Año Santo. Se conservan algunos himnos que cantaban con gran compunción: “¡Misericordia, Dios eterno; paz y paz, Señor piadoso!”. “¡Oh dulce Virgen María, nuestra guarda y compañía, por nos ruega al Salvador, ya que estás en su presencia!”…

A pesar de la prohibición del antipapa Clemente VII y del rey de Francia Carlos VI, llegaron a Roma muchos peregrinos franceses con grandes dones, aunque lo mejor era que ganaban muchas adhesiones al Papa de Roma quitándoselas al antipapa de Aviñon. A pesar de la calamidad del cisma, se daban en la Iglesia esas manifestaciones de fe, imposibles sin una santidad grande del pueblo de Dios. Y es una nota muy singular que destacan todos los historiadores ─y a la que antes hemos aludido─, la cantidad de grandes Santos que hubo durante el cisma, partidarios unos de un papa y otros del papa rival, prueba de que toda la Iglesia actuaba de buena fe.

 

Miramos primero a Aviñón, donde estaba el antipapa Clemente VII, por el que estaba el gran San Vicente Ferrer, y en donde brilló el jovencito que se hizo célebre, el Beato Pedro de Luxemburgo. Hijo de condes y huérfano a los cuatro años, estudiaba en París y a sus diez años fue nombrado canónigo de la catedral de Notre Dame. Un disparate si queremos de aquellos tiempos, y aún fue peor cuando Clemente VII le nombró obispo de Metz a los quince años y a sus diecisiete era elevado al cardenalato. Como no tenía la edad, no pasó de diácono, y para ejercer su autoridad de obispo, se le dio un Padre Dominico como obispo Auxiliar. Llamado por Clemente a Aviñón, se dio a una vida austera en aquella corte pontificia de tanto lujo; el Papa le mandó moderación en sus penitencias, y el muchacho se contentó con responder: “Santo Padre, yo voy a ser toda mi vida un siervo inútil, y hago lo único que puedo hacer, como es obedecer”. Como se le prohibieron las austeridades, se dijo el chico: “La penitencia será suplida por la caridad”. Todo su dinero paraba en manos de los pobres, mientras llevaba la vida más humilde conforme a un su programa espiritual, que se fijó después de su muerte en un cuadro de la colegiata de Autun: “Desprecio del mundo. Desprecio de mí mismo. Me alegro de ser despreciado, pero yo no deprecio a nadie”. Murió a los dieciocho años el 2 de Julio de 1318. Su sepulcro se hizo famoso por los milagros que en él se realizaban. Y esto dio razón para argumentar: -¿Papa legítimo? Clemente el de Aviñón. Está claro cuando así lo autoriza Dios… Eso decían en Francia los de Aviñón.

Bajo Benedicto XIII, el otro antipapa aviñonés, sobresalió Santa Coleta, una vida maravillosa. Joven francesa de humilde familia, y huérfana de padre y madre a los diecisiete años, fue encomendada al abad del monasterio benedictino de Corbie. Ingresada en la Orden Tercera de San Francisco, su confesor tuvo una hermosa visión: Coleta sostenía un manojo de pámpanos verdes de una vid, pero sin fruto alguno.  Se los alarga a Coleta, y los pámpanos echan de repente uvas sazonadas. Se le aparece San Francisco a Coleta, y le manda que restaure los monasterios de sus monjas Clarisas. Las dos apariciones significaban lo mismo. Coleta deja su soledad, emprende la reforma de los conventos de las Clarisas y ella misma funda sus propios conventos. Pero antes quiere la bendición del Papa, y. considerando legítimo al aviñonés, acude a Benedicto XIII, el cual le encarga: -Vete, hija mía, y cumple bien tu excelsa misión… Los conventos de Coleta, empezando por el de Besançon, se expendían por toda Francia, Flandes y España. Su vida mística fue extraordinaria, sobre todo en la meditación de la Pasión del Señor y de la Eucaristía: comulgaba, y se mantenía fuera de sí largas horas como arrebatada en el Cielo. Moría en Gante, Holanda, acabado ya el Cisma, la que había seguido a un Papa que ella creía ser el verdadero.

 

En Roma, se desarrollaban otros prodigios de santidad. Es natural que Dios velase por la Sede Primada de Pedro. Santa Catalina de Suecia, se hallaba en Roma trabajando en la canonización de su madre Santa Brígida durante los principios del cisma, y optó sin dudas por Urbano VI, lo mismo que hizo Santa Catalina de Siena.

Si miramos al verdadero Papa Urbano VI, a pesar de lo mal que acabó, tuvo unos principios admirables arrastrado por la joven Santa Catalina de Siena, la cual le impulsó a instalarse en el Vaticano. La misma Catalina ─¡qué autoridad moral la de esta joven!─ organizó la procesión en que debía trasladarse el Papa a su residencia, para mantenerlo humilde y austero, como nos narra la Historia de los Papas: “Precedía al Pontífice el clero todo de Roma a pie descalzo; seguía Urbano, el cual contra toda la costumbre, y dando, antes que todos, ejemplo de cristiana humildad, anduvo también descalzo desde el lejano Trastévere al Vaticano. El pueblo de Roma siguió espontáneamente al Vicario de Cristo. Solemne espectáculo fue aquel y tanto más maravilloso cuanto era insólito que un pontífice descendiese a tan gran humillación en las pompas eclesiásticas” (Capecelatro; Saba-Castiglione).

No es venerado en los altares, pero es tenido por verdadero santo como lo era tenido por tola la Iglesia durante su vida entera, Fray Pedro de Aragón, miembro de la familia real aragonesa, que renunció a todos los honores y delicias de la vida, se vio enriquecido por continuas apariciones de Dios, dotado de insigne don de profecía, gran orador, y, celosísimo partidario del legítimo Papa de Roma, tronaba contra los cardenales que habían elegido y sostenían al antipapa aviñonés Clemente VII.

 

Era todo esto una gozosa, dolorosa y enigmática realidad, las tres cosas. Los Papas, el de Roma y el de Aviñón, podían presumir los dos de grandes santos que los apoyaban, lo cual era de gran alegría para la Iglesia; pero también de pena por la angustia que causaba en todos: quién era el Papa verdadero si los dos estaban rodeados de cristianos tan insignes…

 

Por estos mismos años del Cisma de Occidente ─podemos contar globalmente los cien años que van de 1350 a 1450─ se desarrollaba, prescindiendo de los diversos Papas, una reforma interna de la Iglesia que sólo se puede atribuir al Espíritu Santo, con hombres y mujeres de vida espiritual la más extraordinaria. La lista de los Santos de esta época es muy larga, aparte de los ya citados: Tolomei, Enrique Susón, Juan Colombini, Urbano V, Andrés Corsini, Gerardo Groote, Juan Ruysbroeck, Rita de Casia, Lorenzo Justiniano, Pedro Regalado, Fray Angélico, Antonino de Florencia…  Se estaba incoando en este siglo y se desarrolló después ampliamente ─con estos Santos citados y otros muchos─ la llamada “Devoción Moderna”, de la que tendremos lección aparte, y hubo Santos que empezaron la reforma de las Órdenes religiosas con gran influencia en el pueblo cristiano.

Si era necesaria la reforma en el Pontificado y en los obispos, y si el Cisma provocó muchos problemas, no por eso dejaba el Espíritu Santo de realizar su obra en la santificación de las almas. Aunque sin ruido, como siempre…