80. El cisma de occidente

80. El cisma de occidente

La Iglesia se desgarra. Pero no es propiamente un “cisma” lo que va a ocurrir, porque todos querían estar con el “verdadero” Papa. El caso era saber: ¿quién es el Papa verdadero? Pero no había ningún error doctrinal ni herejía alguna.

 

Todo el problema empezó por el mismo Urbano VI, el cual, una vez elegido, empezó a portarse con un carácter inaguantable. Era el momento de ganarse a todo el mundo, al ver al Papa en la soñada sede de Roma, si hubiera usado de dulzura, comprensión, condescendencia…, mientras que comenzó con improperios, amenazas, violencia. Y sus primeras víctimas fueron los cardenales: a Largier y a Cros les insulta en pleno consistorio, y Cros por poco le abofetea al Papa, el cual públicamente llama a Orsini “¡Estúpido!”; a Roberto de Ginebra, “¡Rebelde!”; al de Florencia, “¡Ladrón!”; al de Amiens, “¡Traidor!”. Predicaba ante Urbano VI un dominico inglés, y le interrumpe el Papa: “A las penas de simonía, añade ésta: yo excomulgo a todos los simoníacos de cualquier estado y condición que sean, incluso a los cardenales”. Y dio después como razón: “Yo puedo todo, y lo quiero así”.

Un cardenal lo describió muy bien: “Se envalentonaba como un loco de que él deponía reyes, daba los reinos a quien quisiera, ¡y hasta excluía a los hombres del paraíso! Como el mal carácter del Papa se hizo tan público, la buena de Santa de Catalina de Siena le escribíó: -Santo Padre, modérese y use la dulzura del Buen Pastor.

 

Los cardenales franceses comenzaron a conspirar. Reunidos en Anagni, va a calmarlos y ganarlos para Urbano VI el cardenal español Pedro de Luna, intachable en su conducta, fidelísimo al Papa que cree verdadero, pero, como buen aragonés, obstinado e inflexible en su parecer. Los franceses le exponen su opinión: todos obramos y dimos el voto por miedo; por lo mismo, la votación fue inválida. Quieren ganarse a Pedro…, y se lo ganaron para su causa. Urbano VI perdía a su mejor defensor.

Mandó el Papa a otros tres cardenales, entre ellos a Orsini, y lo mismo. Al principio, estaban de parte de Urbano contra los franceses a los que pretendieron hacer entrar en razón. Al fin, en una segunda visita, se pusieron de parte de ellos, reunidos en Frondi, cerca de Nápoles, para estar por si acaso bajo la protección de la reina Juana, que se había vuelto contra Urbano VI porque había injuriado a su marido Oton de Brunswick, el cual empezó a llamar “Turbano” al Papa porque lo turbaba y enredaba todo.

Reunidos los cardenales en Frondi, decidieron deponer a Urbano VI; los italianos no votaron, pero asintieron a los franceses que eligieron Papa a Roberto, cardenal de Ginebra, el cual tomaba el nombre de Clemente VII para instalarse en Aviñón. Era el 20 de Septiembre de 1378. El cisma quedaba consumado. Un Papa en Roma, otro en Aviñon.

Hasta Noviembre de 1417, le esperaban a la Iglesia cuarenta años de dudas angustiosas.

 

No es posible bajar a muchos detalles en lo que nos queda de lección sobre estos cuarenta años que nos faltan hasta el Concilio de Constanza en 1417, y nos vamos a contentar con unas nociones nada más, aunque en todas las Historias de la Iglesia se lleva el Cisma de Occidente muchas páginas, sobre todo por las vacilaciones de todos los reinos, que han de optar por un Papa u otro. Como algo general, digamos unas aserciones seguras.

1a. Toda la Iglesia busca al Papa verdadero: ¿cuál de los dos es? Por lo mismo, la Iglesia no cae ni en cisma verdadero ni en herejía, sino que vive en un error meramente material.

2a. Pero se divide la Iglesia al tener que optar por uno u otro Papa. Italia entera, menos Nápoles, se quedó con el legítimo de Roma, Urbano VI, igual que la mayoría de los reinos; los de España, por cautela y hasta dilucidarse la cosa, permanecían neutrales aunque más bien a favor de Roma; Francia y Nápoles, naturalmente, con Clemente VII de Aviñón.

Pero uno y otro Papa empezaron con sus diplomáticos a hacer campaña, en la cual Clemente fue muy superior a Urbano, por lo cual algunos reinos se pasaron al bando contrario, como los de España, con Castilla, Aragón y Navarra, que se fueron con Aviñón merced sobre todo a la actividad asombrosa del cardenal Pedro de Luna, el que había dicho tantas veces que al elegir a Urbano VI no había tenido ningún miedo, y confesaba ahora en Castilla: “Los cardenales que hubimos de hacer la elección tuvimos un miedo grandísimo y nos vimos forzados a actuar contra nuestra voluntad”.

No es extraño que al ser recibidos en Aviñón los legados españoles ocurriera lo que cuenta un canónigo de Zaragoza: “España, reducida a la obediencia del verdadero pastor tan ardiente, firme y diligentemente, fue recibida por el Señor Clemente y por los cardenales con gran fiesta”.

3a. La división espiritual fue peor que la material de los reinos. Órdenes religiosas, empezando por las máximas de Dominicos y Franciscanos, que tuvieron hasta dos Generales distintos, uno de cada obediencia, igual que monasterios con diversos abades, y hasta diócesis y parroquias. Lo notable es que cada Papa, el de Aviñón como el de Roma, tuvieron grandes Santos a su favor, como Catalina de Siena con Urbano VI, y San Vicente Ferrer con Clemente VII. Esto indica la fe auténtica de la Iglesia en el Papa: se puede equivocar respecto de la persona, pero no de la realidad del Vicario de Jesucristo.

4a. La Iglesia entera suspiraba por la unión, que no llegaba nunca, porque los diversos Papas jamás se pusieron de acuerdo. Pero la Iglesia quería de todos modos el fin del cisma.

 

Los sucesores de ambos Papas mantenían cada uno su propia postura, sin ceder para nada en sus respectivos derechos. A Urbano VI le siguieron Bonifacio IX, Inocencio VII y Gregorio XII, que figuran como Papas legítimos en todas las listas del Pontificado. Al morir Clemente VII fue elegido Pedro de Luna con el nombre de Benedicto XIII. Los dos son considerados antipapas. Para acabar con el cisma, se propusieron siempre tres caminos.

1°. El de cesión: que renunciasen los dos Papas, el de Roma y el de Aviñón, y se eligiera a uno nuevo. Perfecto, porque renunciaba el Papa legítimo, fuera de los dos el que fuera. Pero ninguno de los dos Papas cedió.

2°. El de compromiso: que se reuniesen los dos, hablasen, y se pusieran de acuerdo en el ceder uno u otro. Buen camino, pero ni Benedicto XIII de Aviñón ni Gregorio XII de Roma se llegaron a reunir, y falló el intento.

3°. El de un concilio, que, para ser legítimo, debía ser aprobado por el verdadero Papa, fuera el que fuera, y en este caso, para seguridad, que lo fuera aprobado por los dos, pues en uno u otro estaba el Papa legítimo.

Y sí, se celebró el concilio de Pisa, año 1409, sin la aprobación de los Papas, entre los cuales estaba el legítimo que lo hubiera hecho válido de haberle dado la aprobación. Por lo tanto, resultó un conciliábulo inútil, aunque hubiera en él muchos que actuaban con la mejor voluntad de acabar con el cisma. El concilio depuso inútilmente a los dos Papas y eligió entonces al cardenal franciscano Pedro Phlilargis, que tomó el nombre de Alejandro V. Fatal, porque ahora, en vez de dos papas había tres. Muerto Alejandro al cabo de once meses, le sucedió Baltasar Cossa con el nombre de Juan XXIII, nada recomendable por su conducta, guerrero e incontinente, pero impuesto por el rey de Nápoles a los cardenales que lo eligieron. Tanto Alejandro V como Juan XXIII son tenidos como antipapas.

 

Aunque lo hayamos insinuado varias veces, ¿quiénes fueron los grandes responsables de este cisma tan desastroso? Sin discusión, todos los Papas involucrados. Ninguno brillaba por su santidad. El mejor, el último de Roma, Gregorio XII, no tuvo la energía de entrevistarse con el astuto Benedicto XIII, aunque después, como veremos en la lección siguiente, tuvo la virtud de renunciar en el Concilio de Constanza, se retiró a la soledad y murió como simple cardenal, dando paso a la solución del cisma.

Urbano VI, el primer Papa legítimo, con aquel su pésimo carácter, echó a perder todo desde un principio. Después de mil aventuras desgraciadas, moría el año 1389, como un demente, de una crueldad inimaginable con algunos de sus enemigos, incluso cardenales. Nadie le lloró en Roma ni en toda Italia, aunque se le reconociera como el Papa verdadero.

Clemente VII, el antipapa de Aviñón, muerto en 1394, dejó también muy mal recuerdo. Amante del lujo y la buena vida, repartía beneficios a placer para ganarse a todos, y no puso nada de buena voluntad para acabar con el cisma iniciado con su elección al papado.

Los cardenales, de uno y otro Papa, fueron también los grandes responsables de la tragedia. Cuando moría uno de los Papas, el de Roma o el de Aviñón, la solución se presentaba fácil: elegir al que quedaba vivo. Si era el legítimo, quedaba naturalmente convalidado con asentimiento de toda la Iglesia. Si no era el Papa verdadero, lo empezaba a ser entonces y todo hubiera quedado resuelto satisfactoriamente. Pero esta solución, ni se les ocurría a aquellos cardenales tan interesados.

Algunos reyes, franceses sobre todo y los Anjou de Nápoles, jugaron muy mal papel al manejar a los Papas y cardenales según sus propios intereses. Los reyes españoles, siguiendo al cardenal Pedro de Luna y después antipapa Benedicto XIII, retardaron quizá bastante el fin del cisma, aunque actuaran con conciencia recta. Y hay que tener presente que la mayoría de los reinos permanecieron adictos al Papa de Roma.

 

Terminamos esta lección con una gran esperanza: el fin del cisma está a la vista. Y también con la alegría de ver cómo toda la Iglesia, aunque no supiera quién era el Papa verdadero, no dudó nunca en su fe sobre el Vicario de Jesucristo. Y esto es de un valor inmenso. Estaba próximo el tiempo en que los antipapas acabarían de una vez para siempre. Sobre los errores humanos, permanecía Jesucristo velando por su Iglesia.