79. El cónclave más crítico del papado

79. El cónclave más crítico del papado

Una lección sólo con el cónclave de 1378. Casi una curiosidad. Pero vale la pena relatarlo entero a fin de entender mejor el consiguiente Cisma de Occidente.

 

Todo lo que viene sobre la página más discutida de la Historia de la Iglesia arranca del cónclave de 1378. Tiene una luz u otra según quién la cuente: italianos, franceses, españoles o alemanes. Afortunadamente, el cónclave y el cisma que le siguió tienen muchísima documentación. Quizá la más valiosa, la de España; y los historiadores más independientes y serenos, los alemanes. Franceses e italianos son demasiado interesados y, por lo mismo, menos fiables. Empezamos con un italiano.

En Roma había dieciséis cardenales: nueve franceses, cuatro italianos, y un español. Seis cardenales franceses se habían quedado en Aviñón, y el séptimo estaba en aquel arreglo internacional de Florencia. Los nueve franceses estaban a su vez divididos, aunque eran mayoría. El pueblo, temiendo eligieran a un francés, que podía volver a instalarse en Aviñón, se manifestó clamorosamente por la ciudad: “Lo queremos romano o italiano”. Los cardenales se pusieron de acuerdo para elegir un italiano pero que no fuera de entre los mismos cardenales. El más apto era el arzobispo de Bari, súbdito del rey de Nápoles, prácticamente un francés, y muy bien visto en Francia por el cargo que había desempeñado en Aviñón. Entrados en cónclave el 7 de Abril, el día 8 era elegido efectivamente Bartolomeo Prigiani, y, como no estaba presente, al saber la turba que había Papa y no se lo presentaban, pensando que era un francés, irrumpió en el Vaticano y se le calmó diciendo que era el anciano cardenal Tebaldeschi. La gente lo quiso entronizar, pero él les dijo la verdad: el elegido era el arzobispo de Bari, el cual cuando llegó y supo su elección aceptó con el nombre de Urbano VI; los diez cardenales que no habían huido o regresado, lo entronizaron el día de Pascua 10 de Abril. Los cardenales comunicaron oficialmente a toda la Cristiandad la elección, aceptada por todos, y hasta los seis cardenales de Aviñón reconocieron a Urbano y le prestaron obediencia (Historia de los Papas, Saba-Castiglione).

 

Según esto, muy bien todo.  Pero la cosa no fue tan fácil. Resumimos la narración del español García Volloslada, ni italiano ni francés, y que sigue la documentación alemana.

Entrados los cardenales en cónclave, algunos de la multitud lograron asaltar el piso primero del Vaticano exigiendo un Papa romano o italiano; fueron arrojados a la fuerza, los conclavistas aseguraron que obrarían en conciencia y para seguridad se tapiaron las puertas. El obispo de Marsella, acercándose a una ventanilla, comunicó a los cardenales Orsini y Agrefeuille: “Dense prisa, porque corren peligro de ser descuartizados si no eligen pronto un papa italiano o romano; los que estamos fuera juzgamos del peligro mejor que vosotros”. Reunidos todos los cardenales en la capilla, Orsini sugiere salir del paso con una farsa indigna, rechazada unánimemente por todos: entronizar ante el pueblo a algún sencillo fraile franciscano de Roma. Los cardenales querían obrar en serio. Sonó el nombre del arzobispo de Bari, sostenido especialmente por el español Pedro de Luna. Se aceptó la propuesta: “No podemos contentar al pueblo dándole un papa romano, porque se diría que la votación ha sido forzada; pues de los dos romanos que hay entre los cardenales, uno, Tibaldeschi, es decrépito y enfermo, y el oro, Orsini, demasiado joven e inexperto; no hay ningún romano apto para el papado”.

Casi todos entonces dieron el voto al arzobispo de Bari, menos Orsini, que se negaba a votar “hasta que tuviera total independencia”. La realidad es que Orsini era un ambicioso y quería ser elegido él. Bastaban doce votos para la mayoría, y el arzobispo de Bari obtuvo quince. Pero surge la duda: ¿siete o nueve de los votantes, lo hicieron con absoluta libertad? Aquí está todo el problema que va a venir.

 

Como el elegido estaba fuera del cónclave, para disimular fueron llamados siete obispos, entre ellos el de Bari. La multitud se aglomeró ante el Vaticano, y ahora estaban todos furiosos: “¡Romano, lo queremos romano!”. “O lo eligen romano, o les matamos a todos”. Orsini, a pesar de ser romano, salió enojadísimo: “Marchaos de aquí, cochinos romanos. Que nos acogotáis con vuestras importunidades”.

Comieron los obispos llamados al Vaticano, y después los cardenales se dirigieron a la capilla, todos, menos tres, que se quedaron en la mesa, o sea, trece, para hacer la “reelección”. Se necesitaban ahora diez votos para tener la mayoría. Pero todos dijeron que SÍ. Por más que pronto empezaron los enredos.

 

A un clérigo se le ocurre la idea de presentar al viejo cardenal Tibaldeschi como verdadero pontífice, y los cardenales conclavistas, atemorizados, le obligan a sentarse en la silla papal y le colocan la mitra en la cabeza. Tibaldeschi no aguanta semejante comedia, y grita con todas sus fuerzas: “Yo no soy papa ni quiero serlo, sino que lo es el arzobispo de Bari”. Llevado al altar, los romanos le piden la bendición, pero el viejo responde furioso con maldiciones. Entre tanto, se propaga la noticia verdadera: “Papa es el arzobispo de Bari”. Italiano, pero el pueblo se indigna: “¡No lo queremos! ¡Nos han traicionado!”. Y cuando le sugieren al arzobispo, ya Papa, que renuncie, responde con decisión: “No me conocen; aunque yo viera mil espadas dirigidas contra mí, no renunciaría”.

El día 9 por la mañana llegaban varios cardenales a cumplimentar al elegido, el cual les preguntó a ver si habían obrado libremente. A lo cual le responde Pedro de Luna: “Sí; quítese cualquier escrúpulo que pueda tener”. El nuevo Papa llamó a los seis cardenales refugiados en el castillo de Sant’Angelo para que vinieran a la entronización, pero se contentaron con enviar a sus delegados. Salen, sin embargo, por la tarde, y, juntos los doce cardenales, se reúnen secretamente en la capilla. Era el momento de declarar, si así lo creían, que la elección había sido inválida. Pero llaman a Bartolomé Prignani, al que le dicen: “Sí, nosotros te hemos elegido Papa”. Y él, con la misma resolución: “Me han elegido, aunque indigno, y yo consiento en la elección”. Le hacen la reverencia de rúbrica, y el cardenal Vergne, abriendo la ventana, anuncia a todo el pueblo: “Yo os comunico un gran gozo: tenéis un Papa y se llama Urbano VI”.

 

Nadie podía dudar de la verdad. El cardenal de Ginebra se dirigía a la multitud después del cónclave: “Gritad cuanto queráis; tenemos Papa, si no queremos ser todos herejes”. Y el opositor cardenal Orsini confesaba a un doctor: “Si alguno dice que Urbano no es Papa, miente descaradamente; él es tan Papa como usted es doctor en medicina”.

Hay que decir que los cardenales estaban ya acordes del todo. Porque si hubieran dudado de la validez de la votación, tenían ahora tiempo tranquilo, con el pueblo ya calmado, para reunirse y hablar sin temor y corregir si era necesario. No hicieron tal cosa, sino todo al revés: prestarle obediencia, pedirle favores, beneficios… Hubo algo más: la carta que dirigieron a los cardenales que se quedaron en Aviñón para comunicarles la elección, firmada por los dieciséis que estaban en Roma: “Dimos el voto libre y todos a la persona del Reverendísimo en Cristo Padre Bartolomé Arzobispo de Bari”. La “reelección” hecha después de aquella comida deja la ligera duda de si estaban las dos terceras partes necesarias de los cardenales. Pero su actitud posterior no deja dudas. Puede quizá decirse que en la elección, ante el tumulto del pueblo, algunos cardenales votaron con miedo, pero no por miedo. De haber sido por miedo podían actuar de manera muy diferente en los días, semanas y hasta meses siguientes. Y su actitud fue contraria del todo, como les echaba en cara oratoriamente Pedro de Aragón cuando empezaron a manifestar que no querían a Urbano VI:

“¿Quién les obligó a entronizarlo, echarle encima la capa de púrpura y comunicarlo a los reyes y a todos los pueblos católicos como sumo Pontífice y Pastor? ¿Quién os forzó a pedirle para vosotros la remisión de todos vuestros pecados? ¿Quién os impulsó a pedirle beneficios para vosotros mismos? ¿Quién os incitaba a todos vosotros el pedir con suma instancia el título de Ostia para aquel a quien va dirigida esta carta? Con perdón vuestro, o sois todos ahora unos mentirosos, o mentisteis desde el principio”.

Y se citan las palabras textuales del cardenal español Pedro de Luna ─el que tanto quehacer dará después─, y que en un principio obró con conciencia limpia, dichas a quien le pregunta como lo haría hoy un periodista: “Reverendísimo Sr. Cardenal: Este Señor Urbano, ¿ha sido bien elegido y es verdadero Papa?”.

Y él, con respuesta nítida:

“Es un Papa tan verdadero como San Pedro. Y sabed que yo entré en el cónclave con la intención de elegirle a él”.

 

Vistos todos estos testimonios, que se pueden multiplicar por bastantes más, no cabe duda de que la elección fue premeditada y libre, aunque subsisten ligeras dudas a causa del miedo que pudo infundir a los electotes aquel desenfreno del pueblo romano. ¿Y por qué se fijaron en Bartolomé Prigiani? Los electores franceses, aunque con mayoría absoluta, estaban divididos y no acordes con un determinado francés. Y de ser italiano, como no había apto ningún cardenal romano, trataron previamente de elegir a un obispo italiano que diera muestras de valer. Y el arzobispo de Bari era un italiano semifrancés por haber nacido en Nápoles y ser súbdito de los Anjou; había permanecido varios años en Aviñon al lado del vicecanciller; tenía buena experiencia de gobierno por haber desempeñado mucho tiempo en Roma la Cancillería; y era, además, piadoso y serio en su conducta. Lo que pasó después con su mal carácter, es punto aparte. Nosotros no dudamos de que Urbano VI era verdadero Papa, aunque sea inexplicable todo lo que va a ocurrir a partir de este momento.