Después de los fallidos intentos de Inocencio VI y de Urbano V, al fin Gregorio XI respondió a los deseos unánimes de toda la Iglesia y regresó a Roma, de donde los Papas no debieran haber salido nunca.
Los cardenales franceses nos han causado mala impresión en las lecciones anteriores; pero, hay que decir la verdad, escogían siempre para Papa a uno que fuera verdaderamente digno, aunque después ellos vivieran muy ligeramente. Y lo hicieron muy bien el 30 de Diciembre de 1370 al elegir al joven cardenal Pedro Roger, de sólo cuarenta y un años, que se llamó Gregorio XI, piadoso y cargado de buenas cualidades. Se propuso desde el primer día volver a Roma y, aunque por circunstancias adversas no lo hará hasta 1376, cumplió fielmente su palabra, en un viaje lleno de dificultades y peripecias.
La primera dificultad la sospechamos todos: los cardenales franceses, y lo eran casi todos, y el rey de Francia fueron los primeros en oponerse a esta decisión papal. El rey esgrimía una razón que a él no le convencía, pero le convenía. Francia e Inglaterra, enzarzadas en la “Guerra de los cien años”, acababan de pactar una tregua, y podía ser decisivo el papel del Papa. El rey, por su hermano Luis de Anjou, habló patético al Papa: “Padre santo, ¿por qué queréis ir a Roma? En atención a estos reyes ─el de Francia e Inglaterra─ que durante tanto tiempo se han hecho la guerra, con destrucción de casi todo el mundo, y que ahora tratan de ponerse en paz y concordia, no solamente no debéis alejaros, sino que deberíais volver de Roma, si allí os encontraseis, con el fin de reconciliarlos”. En realidad, Gregorio pensaba igual. Este motivo retrasó el propósito firme del Papa y no lo pudo realizar de momento, pero contestó al rey: “Por nada del mundo renunciaré al viaje, y sólo por razón de la paz, dilataré por algún tiempo mi partida”.
Los cardenales obraban por puro egoísmo, y los argumentos que esgrimían eran lo revuelta que estaba Italia, el clima insalubre de Roma en comparación de las delicias del clima y salubridad de Aviñón, el peligro que corría el Papa en su salud, como le ocurrió a Urbano V, que hubo de volver a su antiguo puesto; y los cardenales contaban además con el apoyo de los familiares del Papa, su padre, hermanos y sobrinos. Todos ellos constituían una auténtica tentación, como le expresaba en carta aquella condesa de Suecia que vivía en Roma retirada y haciendo penitencia, Santa Brígida, la cual le escribía una carta:
-Traslade su sede a Roma. Pero el diablo y algunos consejeros le han persuadido a quedarse donde está, y esto por amor carnal a sus parientes y amigos, que proceden guiados sólo por intereses humanos.
Gregorio XI escuchaba muy humilde las reconvenciones de Brígida, ya que él había sido testigo de la profecía severa, y que se cumplió, que le había hecho en Montefiascone a Urbano V sobre su muerte si regresaba a Aviñón. Brígida, la noble condesa y madre de ocho hijos, murió en 1373; pero ahora venía otra gran Santa, la jovencita Catalina de Siena, a escribir cartas al Papa, llenas de amor y de unción, rogándole con insistencia que volviera de una vez a Roma. Como la muchacha no sabía ni escribir, le dictaba a su director espiritual, el dominico Padre Raimundo de Capua, lo que había de transmitir al Sumo Pontífice:
“A vos, dilectísimo padre en Cristo Jesús, vuestra indigna y miserable hija Catalina, os escribe con el deseo de veros como árbol lleno de frutos. ¡Oh Padre mío, dulce Cristo en la tierra!, yo quiero y ruego que obréis en adelante varonilmente, como hombre fuerte, siguiendo a Cristo, de quien sois vicario. Y no temáis, Padre, por ninguna cosa que suceda a causa de esos vientos tempestuosos que ahora soplan, quiero decir, de esos miembros podridos que se han revelado contra vos. No los temáis. Por los malos pastores y rectores ha surgido la rebelión”.
Conmueve la reacción de Gregorio XI ante los avisos de estas dos mujeres que todos admiraban y llamaban santas, anciana y grave la una como Brígida, y llena de encantos la muchachita hija del tintorero de Siena. Las cartas de Catalina las leía con respeto, y le mandó a su vicario Alfonso de Jaén a Italia, como cuenta la misma Catalina, “pidiendo que yo hiciese oración especial por el Papa y por la santa Iglesia, trayéndome en prenda la santa indulgencia”. Catalina fue aún más audaz, y no se contentó con escribir cartas al Papa, el cual las recibía con gran humildad, sino que se decidió a ir hasta la misma Aviñon para entrevistarse con el Vicario de Cristo, el cual la recibió complacido. Se ha exagerado el papel que Catalina tuvo en la vuelta del Papa a Roma. No se debió a Catalina la decisión de Gregorio, el cual estaba plenamente determinado a cumplir su propósito; pero es cierto que el Papa leía con gusto las cartas de Catalina y que la trató con gran amor en la visita que aquella joven tan ejemplar le hiciera. Cuando ya faltaba poco para que Gregorio emprendiera el viaje, Catalina le escribía en Marzo de 1376 sobre muchos curiales que le rodeaban en Aviñón y los obispos franceses que habían colocado en las diócesis italianas:
“Os digo de parte de Cristo que arranquéis del jardín de la santa Iglesia las flores malolientes, llenas de inmundicia y de codicia, inflados de soberbia, que son los malos rectores y pastores. Lanzadlos fuera y que no gobiernen”.
Mientras Catalina escribía cosas semejantes al Papa, ella se dedicaba a predicar a la gente, que se apiñaba en multitud alrededor de una muchacha sin letras y que tenía que ir acompañada de un buen puñado de sacerdotes para oír las confesiones de los pecadores arrepentidos. Lo que ella no escribía, lo copiaban otros y pasaría a la posteridad como enseñanzas de la que hoy es Doctora de la Iglesia. Murió pronto, con el consuelo de ver en Roma al “dulce Cristo en la tierra”.
La dificultad máxima que se le ofrecía al Papa era la situación política de Italia, revuelta hasta lo sumo. Milán con los Visconti estaba siempre en guerra contra la Iglesia. Gregorio XI los venció por fin; pero vino entonces Florencia a preocuparse por su situación, y la emprendió contra los Estados Pontificios. Poco a poco levantó a las ciudades del Papa contra la Iglesia suscitando el patriotismo italiano, y daba como razón el que cada ciudad pontificia estaba gobernada por un eclesiástico, aunque fuera incluso obispo, que era extranjero, ya que todos los Papas anteriores de Aviñón colocaban en ellas a un francés. Por más que Gil de Albornoz había pacificado muy bien los Estados Pontificios, éstos empezaban a sentirse más italianos que otra cosa. No les faltaba razón a causa de aquellos obispos, que gobernaban como franceses y no como italianos. Florencia se alzó contra el Papa al grito de “¡Libertad!”, y la guerra se hacía por ambas partes insostenible. Roma no se sumaba a Florencia, pues sabía que, de hacerlo, se acababan los Estados Pontificios y se corría el riesgo de que el Pontificado se quedase definitivamente en Francia. Gregorio XI daba seguridades a Florencia, pero al fin hubo de excomulgar, poner entredichos, luchar hasta con las armas, y la orgullosa ciudad toscana se vio obligada a rendirse.
Gregorio XI se impuso a todas las contradicciones, y el 13 de Septiembre de 1376 dejaba Aviñon y emprendía aquel viaje memorable, en el que Dios le protegió de manera visible contra unas dificultades que parecían suscitadas por el Maligno para hacerlo retroceder. Se terminaba aquel día el “destierro de Babilonia”. En Marsella celebró un último consistorio, y allí se quedaron seis cardenales franceses que no le quisieron acompañar para embarcarse en la flota que le esperaba, compuesta por veinticinco galeras al mando del almirante Juan Fernández de Heredia. Nada más hecha la embarcación al mar, vino una tempestad furiosa que la puso en peligro grave. Otra tempestad igual, ante las costas de Toulon, y una tercera más grave ante Mónaco. Una más, que dispersó a los navíos, al partir de Villefranche. Hasta el 18 de Octubre no llegaban a Génova. Salen de Livorno, desaparece por otra tempestad una nave de Marsella, y la “Santa María” aragonesa, en la que viajaba el Papa, hubo de refugiarse en la isla de Elba. Ni que fuera todo obra del diablo. Pero al fin, el 14 de Enero de 1377, la embarcación estaba en la desembocadura del Tíber, y el 17 hacía Gregorio su entrada triunfal en el Vaticano, iluminado al atardecer con 18.000 antorchas llameantes. No había para menos con tanto gozo de los romanos y de la Iglesia entera.
En la misma Roma o desde Anagni, el Papa empezó las tareas de organizar su diócesis. Florencia no tardó en apaciguarse ante la autoridad que significaba el Pontificado en Roma. Para arreglar toda aquella cuestión italiana, prácticamente internacional, se celebró un congreso al que asistieron representantes del emperador, de Francia, de España, de Hungría… Todo iba muy bien encarrilado, cuando la muerte vino a arrebatar a un Papa tan querido, y todavía muy joven, pues no tenía sino cuarenta y siete años, el día 27 de Marzo de 1378. Providencia de Dios que no entendemos.
Algo se debía temer Gregorio XI cuando tenía determinado que, al morir él, los cardenales celebraran pronto el cónclave y eligiesen a su sucesor sin esperar a los cardenales que estuvieran ausentes. Con la mayoría de los cardenales franceses, temía con razón el pueblo de Roma que volvieran a poner otro Papa francés y se repitiera la historia de una nueva huida a Aviñón. Por eso se comenzó a propagar por toda la Ciudad el grito furioso de “¡Queremos un Papa romano, o al menos italiano!”. El cónclave estuvo lleno de peripecias, que podremos relatar en la lección siguiente.
Lo importante ahora es detenernos y esperar, con temor, lo que va a ocurrir. Había terminado el destierro de Aviñón. Lo que nadie podía sospechar entonces es que se avecinaban días muy amargos para la Iglesia, todo porque Gregorio XI se había ido al cielo antes de hora… De todos modos, sabemos que Jesucristo estaba al tanto de su Iglesia.