83. Problemas y herejías

83. Problemas y herejías

El Concilio de Constanza se enfrentó con problemas muy graves de doctrina, aparte del tremendo conflicto de los tres Papas. Les damos un vistazo sintético.

 

El siglo XIV comenzaba muy mal en 1305 al establecerse en Aviñón el Papa, juguete, queramos que no, en manos del rey francés Felipe IV el Hermoso. De ahí arrancaban dos males muy serios: el galicanismo y el conciliarismo. Con el galicanismo, aunque francés, empezaban los Estados a independizarse del Pontificado. Y con el conciliarismo se introducía la opinión de que el Concilio estaba sobre el Papa. Estos dos males se agravaron con la aparición de dos herejes muy peligrosos, Wyclif y Hus, semilla los dos de lo que será finalmente el protestantísimo.

 

El Galicanismo no era ninguna herejía, sino la ideología que se metió en Francia de la independencia que debía tener el rey respecto del Papa, el cual es para la Iglesia universal, pero la Iglesia de Francia es para Francia y nada más. Todo nacía del interés económico, pues los nombramientos, beneficios etc. los debían hacer los obispos franceses, y, por lo mismo, los tributos debían ser también para la Iglesia de Francia. Esto creó con el tiempo un nacionalismo exacerbado que duraría muchos siglos. Desde Felipe el Hermoso, se pretendía en Francia la superioridad del rey sobre el Papa: era primero y más importante obedecer al rey antes que al Papa, al cual, por otra parte, se le debía quitar todo poder temporal. La misma ideología y práctica se observaba sobre todo en Inglaterra, especialmente cuando a partir del Statute of Previsors en 1351 y del Statute of Praemunire en 1453 el Parlamento limitó mucho la injerencia del Papa en los asuntos eclesiásticos ingleses. Con el galicanismo, imitado en otras partes, venía prácticamente a enseñarse y exigirse: el Papa no puede meterse en las tradiciones y costumbres de las Iglesias particulares, y la provisión de los beneficios eclesiásticos pertenece a los obispos locales, a los patronos, y no a la Curia romana. Porque el Papa está en la Iglesia, pero no sobre la Iglesia a no ser con una potestad moral a lo sumo, ya que en lo temporal no posee más autoridad que la concedida por los reyes, emperadores ─hoy, para entendernos, añadiríamos la Constitución o la Asamblea─. Por lo mismo, no puede poseer nada para sí o para la Iglesia ni mandar nada si no le es concedido por las potestades civiles.

 

El Conciliarismo era peor que el Galicanismo, porque es verdadera herejía, pues niega el Primado sobre toda la Iglesia. Si se le quitaba al Papa la autoridad suprema, había que buscarla en otra parte, y se llegó así al Concilio, interpretado muy diferente a como venía desde los Apóstoles. Aunque la idea era expuesta en Francia desde todo el siglo XIV, fue con el Concilio de Constanza donde se manifestó en toda su crudeza, defendido por las dos grandes figuras Pedro de Ailly y Gersón. Los puntos fundamentales de su enseñanza, son:

-el Concilio es superior al Papa; y así, es la última instancia doctrinal y disciplinar;

-como el Concilio es la expresión popular de la Iglesia, el Papa, aunque es de institución divina, sólo viene a ser un delegado del pueblo, por lo tanto no hará sino lo que el Concilio le mande o autorice;

-la Iglesia, de este modo, no es institución jerárquica, sino democrática, y lo que legisle debe estar en conformidad con lo determinado por el Concilio;

-naturalmente, el Papa no es infalible, y sus decisiones, por eso, pueden ser modificadas.

Estas ideas tan erróneas dominaron gran parte del Concilio de Constanza y lo harán después, como veremos, en el de Basilea. Imponían unos deberes a los que el Papa debería someterse ─y no veían los conciliares, o no querían ver, mejor dicho─, que el Papa elegido no tenía ninguna obligación de sujetarse a ellos. Semejantes doctrinas fueron sancionadas en Francia como ley en 1438 por la Pragmática Sanción de Bourges, y durarán hasta que acabe con ellas el Concilio Vaticano I en 1870. Serán un latiguillo para toda la Iglesia durante casi cinco siglos.

 

Juan Wyclif (c.1320-1384) se presenta ahora como el gran hereje del siglo XIV. Inglés de una familia hondamente católica y eximio profesor de la Oxford, se puso al lado del rey cuando Inglaterra se negó a pagar las tasas debidas y muy retrasadas a los Papas de Aviñón. Comprensible, por la antipatía de los ingleses a los franceses enredados en la Guerra de los cien años. Pero Wyclif no se contentó con el asunto financiero, sino que aplicó a la Iglesia de Inglaterra las nacientes teorías galicanas y conciliaristas con errores totalmente heréticos, que los podemos resumir en algunas afirmaciones.

1ª. La Iglesia no es una sociedad visible, compuesta no por los fieles y la Jerarquía, sino sólo por los predestinados a la gloria, los cuales son todos sacerdotes, sin otra fuente para conocer la verdad que la Sagrada Escritura. Ni papa, ni obispos, ni sacerdotes, ni monjes, ni los cristianos corrientes forman la Iglesia, sino únicamente los creyentes que viven en gracia. Por lo mismo, la Iglesia no es visible sino invisible, y sólo Dios sabe quiénes son los que la forman. Por eso también, los sacramentos celebrados por un ministro en pecado son inválidos del todo. Igualmente, la excomunión ejercida por el Papa no importa nada, pues solo Dios sabe quién está en pecado y por eso mismo excomulgado.

2ª. Jesucristo no está realmente presente en la Eucaristía; la confesión es algo diabólico, y el celibato sacerdotal y de los monjes es perjudicial a la Iglesia, en la que deben ser suprimidas las indulgencias, el culto de los santos y las misas por los difuntos;

3ª. Solamente los que viven en gracia pueden tener dominio de las cosas, mientras que los que están en pecado no pueden poseer nada; el mundo es de los que están en gracia, de lo cual se sigue que quien se siente en gracia puede adueñarse de algo y puede igualmente quitar al que posee si éste está en pecado.

Estos errores ─muy resumidos─ corrieron por toda Inglaterra, difundidos sobre todo por los discípulos de Wyclif, los “sacerdotes pobres”, llamados por el pueblo “lolardos” o “sembradores de cizaña”. El arzobispo de Canterbury reunió en 1382 dos sínodos en los cuales fueron condenadas 24 proposiciones de Wyclif; los profesores de la Universidad que no se sometieron fueron expulsados, y Wyclif se retiró a su parroquia de Lutterworth donde murió en 1384. El Concilio de Constanza lo condenó también sin más en 1415 y declaró hereje a Wyclif aunque hacía treinta años que había muerto.

La herejía de Wyclif fue extirpada de raíz en Inglaterra, de donde desapareció del todo. Lo malo fue que saltó al continente, concretamente a Bohemia, donde se adueñó del pueblo y causó verdaderos estragos.

 

Juan Hus (1369-1416) fue el encargado de difundir el wyclefismo, amparado por el rey Wenceslao de Bohemia, hermano del emperador Segismundo. Hus, rector de la Universidad de Praga y confesor de la reina Sofía, predicaba con ardor todos los errores de Wyclif, menos el de la Eucaristía, pues admitía plenamente la presencia real de Jesucristo en ella. Como difusor de la herejía, su vida es una aventura. Por consejo del emperador Segismundo fue admitido en el Concilio de Constanza para exponer sus ideas y allí las defendió sin retractación alguna. Condenado como hereje, fue entregado al brazo secular y la autoridad civil le aplicó la sentencia de muerte en la hoguera.

 

La muerte de los dos herejes Wyclif y Hus causa pena. Wyclif acabó con muerte natural por un ataque de apoplejía, pero sin retractación alguna. Condenado por el Concilio de Constanza, se determinó que su cadáver fuera exhumado, quemado y sus cenizas arrojadas al río Swift. Así se hizo posteriormente por decreto del Papa Martín V, que aprobó la resolución Conciliar.

El fin de Hus fue muy diferente. Condenado por el Concilio, iba desde la iglesia hasta el lugar de la hoguera con una serenidad pasmosa, vestido de los hábitos rituales negros y largos. Al verlo, cualquiera pensaría que iba a presenciar el martirio de un santo. Repetía sin cesar la invocación: “¡Jesucristo, Hijo del Dios vivo, que padeciste por nosotros, ten compasión de mí!”. Se le ofreció la última oportunidad de reconciliarse con la Iglesia:

-¿Quieres un sacerdote para la confesión?

-Sí.

Y el sacerdote checo, autorizado para ello:

-Antes de la absolución, ¿retractas tus errores?

-No. Yo no tengo necesidad de confesión, porque yo no tengo pecado mortal.

El orgullo fue su perdición. Con un poco de humildad nada más, reconocidos sus errores, ni hubiese muerto en la hoguera ni excomulgado como hereje. Se había enfrentado en el Concilio contra los teólogos más sabios que entonces tenía la Iglesia, pero él solo, Hus, el fiel discípulo de Wyclif, tenía la razón. Prefirió atenerse a su nación, Bohemia, que le estaba mirando, como él mismo había dicho: “Estos obispos me incitan a abjurar y retractarme, pero yo no lo haré, porque sería mentir a la faz de Dios. Y otro motivo que me impide la retractación es el escándalo que yo daría a las grandes multitudes a quienes he predicado”. Sucedía esto el año 1416, en pleno Concilio de Constanza. La secta husita ─dividida entre los utraquistas moderados y los fanáticos taborinos, se enzarzará en guerras fratricidas. El emperador Segismundo, que había sucedido como rey a su hermano Wenceslao, muerto sin hijos, derrotó completamente a los taborinos en 1434.

Ni en Alemania, la vecina de Bohemia, ni en Inglaterra persistieron en adelante herejes tan perniciosos. Un siglo más tarde, Lutero y Enrique VIII repetirán muchos de los errores wyclefitas y husitas, pero independientemente de los que acabamos de historiar.