84. El Papa Martín V. Roma para siempre

84. El Papa Martín V. Roma para siempre

 

No es que fuera un Papa de relumbrón, pero amerita que nos fijemos en su pontificado para situarnos en Roma después de tantos años de triste inseguridad.

 

En la lección 82 hemos dejado al Papa Martín V instalado en Roma. No pensemos que fue la cosa tan fácil. Acabado el Concilio de Constanza, y con él el Cisma de Occidente, el emperador Segismundo, tan benemérito ciertamente de la Iglesia, quiso que el Papa estableciera su residencia en Alemania, y para ello le ofreció las ciudades de Basilea, Maguncia y Estrasburgo, mientras que los franceses se empeñaban en que se instalara de nuevo en Aviñón. Cualquiera de las dos opciones hubiera sido fatal para la Iglesia, y Martín V se mostró afortunadamente inflexible: ¡Roma, y nada más!…

El Concilio de Constanza, además, quedaba aceptado como ecuménico y legitimado, cuando quedó subsanado en lo defectuoso e incluso inaceptable. Ya lo dijimos: era ilegítimo en un principio, porque no lo había convocado ningún Papa; se convirtió en legítimo cuando lo aceptó Gregorio XII; al renunciar este Papa, quedaba otra vez inválido por no tener el Concilio a su cabeza; elegido válidamente Martín V y aceptado por él, el Concilio se convertía en totalmente legítimo.

Pero el nuevo Papa no lo aceptaba sin más plenamente en todas sus partes. Rechazó las proposiciones conciliaristas de la superioridad del Concilio sobre el Papa o las que negaban el primado del Pontífice como de institución divina, lo cual hará igualmente su sucesor Eugenio IV al aprobar también ese mismo Concilio de Constanza, pero, advirtiendo: “sin perjuicio del derecho, de la dignidad y preeminencia de la Santa Sede Apostólica”. Eliminó además aquella disposición conciliar que daba a los cardenales autorización para limitar las disposiciones del Papa que ellos creyeran exageradas o gravosas.

Antes de llegar a Roma, y mientras permanecía en Florencia, Martín V tuvo la satisfacción de acoger al arrepentido antipapa Alejandro V, Baldasare Cossa, y acoger a la caprichosa Juana II de Nápoles, por cuya culpa no juzgaba prudente Martín dirigirse a Roma. Ahora, después de tres años de elegido Papa, podría al fin hacerlo sin peligro.

 

Desde que en 1303 había muerto Bonifacio VIII, hacía ya 117 años, Roma no había visto a su soberano el Papa dentro de la Ciudad y ésta ofrecía un aspecto desolador. Los testimonios de todos los historiadores llenan el alma de tristeza, “con casas que se tambaleaban, templos derribados, barrios desiertos, una ciudad inmunda y olvidada, sin amor y carente de todo”. Los Estados Pontificios eran un simple aglomerado de municipios y provincias cada uno con sus estatutos independientes.

El Papa trató de someter buenamente a los poderosos de la Ciudad y para ello no dudó en aprovechar a los miembros de su ilustre familia de los Colonna, aunque quizá exageró los favores que brindó a los suyos. Valiéndose del ascendiente de santidad que resplandecía en Bernardino de Siena, ante la inmoralidad que se había apoderado de los ciudadanos, organizó una especie de misión abierta durante ochenta días; asistía el Papa en persona a los sermones, escuchados por una verdadera multitud, y acabó todo con un acto simbólico en el Capitolio, en el que se amontonó una ingente cantidad de instrumentos de diversión, naipes, pelucas y adornos de mujeres, con todo lo cual se formó una hoguera inmensa.

Reformó la Curia, empezando por los canónigos, y eligió nuevos cardenales prestigiosos por su saber, por su conducta y adictos incondicionales al Papa. Cuidó con esmero de los sacerdotes, pues había muchos que vagaban por las calles hambrientos y mal vestidos.

La reconstrucción tanto material como moral de Roma fue eficaz, de manera que se dirá muy pronto de ella: al llegar el nuevo Papa, “encontró una ciudad pacífica, aunque de tal manera empobrecida que no tenía tan siquiera aspecto de ciudad. Pero finalmente, por obra del Pontífice se fue poco a poco mejorando de tal manera que podía contarse entre las primeras ciudades de Italia en cuanto a riquezas y a ciudadanos ilustres; el pontificado de su tiempo bien podía considerarse meritísimo, todo por obra y gracia del Sumo Pontífice, que tanto como Pastor podría llamarse Padre de la patria”.

 

Cuando la peste negra que asoló toda Europa por el año 1447, la gente, supersticiosa, echó la culpa en gran parte a los judíos, los cuales eran odiados desde entonces en muchas partes de Europa, pero Martín V asumió su defensa como no lo había hecho antes ningún Papa. Prohibió bautizar a niños hebreos menores de doce años sin el permiso expreso de sus padres. En España, donde gozaban de especial libertad dentro de las juderías, tenían permiso los fieles para acudir a la medicina ejercida por los judíos, especialistas en ella. El Papa les permitía ejercer de banqueros e intercambiar mercancías con los cristianos, sin aceptar el segregacionismo de otras partes.

 

Martín V tenía delante de sí un compromiso muy delicado: por decreto del Concilio de Constanza, el año 1423 debía convocar otro Concilio. Como Papa, no estaba obligado a hacer caso de semejante disposición, pero, ya se ve, no tenía más remedio que convocarlo, y lo organizó en la ciudad de Pavía, donde se inauguró con escasísima asistencia de obispos, y sin ningún italiano fuera de los delegados del Papa. ¿Qué podía esperarse de Concilio semejante? Y para colmo de desdichas, la peste obligó a trasladarlo a Siena, donde continuó durante seis o siete meses. Todo se fue en repasar decretos del Concilio de Constanza. Se procedió contra el antipapa Clemente VIII, sucesor en el castillo de Peñíscola del obstinado Benedicto XIII ya difunto. Clemente, gracias a Dios, se humilló y se sometió al Papa Martín V, el cual lo destinó al obispado de Mallorca en las Baleares. Concilio tan exiguo como el de Pavía-Siena tomó sin embargo unas decisiones drásticas: el Papa tendría que someterse a las decisiones del concordato francés; no podría conceder encomiendas; tenía que aceptar un candidato para cardenal por cada nación; no debería imponer ningún nuevo tributo al clero; y, en especial, no podría cambiar los decretos de los concilios generales.

Todo esto era inadmisible. El Papa se convertía en un juguete del Concilio y de los obispos de cada nación, de Francia sobre todo, que era quien promovía estas resoluciones. Los legados del Papa no toleraron imposiciones semejantes, que deberían cumplirse antes del próximo Concilio determinado por el de Constanza para siete años más tarde. Los legados fueron suficientemente listos para enredar entre sí a los italianos y franceses, de manera que el Concilio se volvió un imposible y fue disuelto en Febrero de 1424. Aunque convocado por el Papa, no tuvo este Concilio ninguna importancia y ni es considerado entre los ecuménicos. Estaba a la vista el próximo Concilio determinado también por el de Constanza, que debería celebrarse en 1431, convocado, pero ya no celebrado, por Martín V.

 

En realidad, los principales conflictos que le traían al Papa esos Concilios provenían de los franceses, pues los profesores parisienses se cuidaban muy bien de mantenerse en la fe con mil argucias, pero sin declararse herejes. Además, estaban muy enredados con las guerras continuas civiles y con la inacabable “Guerra de los cien años” con los ingleses, a pesar de que Dios les había puesto la victoria y solución en la querida Juana de Arco.

 

El Papa Martín siguió con su reforma espiritual para la cual contó con grandes santos que Dios había suscitado en su Iglesia, y que veremos en lecciones siguientes. Se le achaca su notable nepotismo, pues enriqueció mucho a su familia, pero hay que excusarlo. La familia Colonna era demasiado influyente en la sociedad romana y el Papa hubo de apoyarse en los suyos para las reformas materiales de la Ciudad y de los Estados Pontificios, aunque esto trajera después desagradables consecuencias, que las podemos adelantar aquí. Cuando muera Martín V, los suyos se rebelaron contra el nuevo Papa y le hicieron toda la guerra porque pensaban que les iba a quitar todos los privilegios que habían adquirido con su tío. Saquearon el tesoro pontificio, pretendían conservar la propiedad del Castillo Sant’Angelo, de Ostia y de otras tierras. El nuevo Papa (se llamará Eugenio IV) excomulgó a los Colonna y los privó de toda dignidad. Con la ayuda de la reina Juana de Nápoles, de los florentinos y de los venecianos, los Colonna se vieron reducidos a la impotencia, pero ellos juraron odio implacable al Papa sucesor de su pariente. Todo esto, sin embargo, fue ajeno al difunto Papa Martín V, el cual dejó tan grato recuerdo como primer Papa en Roma después del calamitoso destierro de Aviñón y del Cisma de Occidente.

Un cronista refiere que su muerte produjo un dolor grande y sincero, como si la ciudad de Roma y la Iglesia de Dios hubiesen perdido con el Pontífice el único y el mejor de los padres. No había para menos. Con el Renacimiento que se avecina vendrán Papas que dejarán muy mal recuerdo por las costumbres desagradables que se introducirán en la Iglesia. Pero ya no se dará ni un destierro voluntario del Pontificado ni una división como los que nos ha tocado vivir durante más de cien años. Roma será la “Ciudad Eterna” que debe ser.

 

La vuelta de los Papas a Roma con Martín V quedó sellada con su sucesor, el monje agustino Gabriel Condulmaro, elegido rápidamente por los cardenales presentes en Roma. Gabriel era de familia rica. Poseía como propios 20.000 ducados que distribuyó entre los pobres y entró en el convento, en el cual, mientras ejercía el cargo de portero, se le presentó un monje al que acompañó a la iglesia para sus devociones, pero el visitante le predijo: “Tú serás cardenal y papa, y en tu pontificado ocurrirán muchas adversidades”. La profecía se cumplió al pie de la letra en Eugenio IV, elegido Papa el 1 de Marzo de 1431, hombre “alto, de hermosísimo semblante, macilento y grave; su vida inspiraba respeto”. Resultó perfecta la semblanza del Papa que Dios regalaba a su Iglesia.