75. Aviñón. Una mirada sintética

75. Aviñón. Una mirada sintética

Nos conviene, pues nos esperan casi setenta años muy especiales en la Historia de la Iglesia. ¿Quiénes y cómo fueron los Papas de Aviñón? ¿Qué problemas principales se debatían en la sociedad?

 

Miramos muy mal el “Destierro de Aviñón”, comparado siempre con el bíblico “Destierro de Babilonia” porque uno y otro oscilaron en los setenta años. Políticamente, durante estos años los reyes de Francia, Italia, Alemania e Inglaterra estaban enredados en contiendas continuas, y una de las causas era la corona del emperador. Los Papas, franceses todos, se inclinaban por darla al que más favoreciera a Francia. Después de mil aventuras, al fin vino a parar en Carlos IV de Moravia, pero con él, una vez muerto el papa Clemente VI, vino el Sacro Imperio Romano a ser un mero simbolismo. Al emperador ya no le importaba nada la defensa de la Iglesia, que, alejada de Roma en su cabeza, era mirada siempre como una aliada de Francia. En 1337 empezaba entre Francia e Inglaterra la llamada “Guerra de los cien años” ─en realidad fueron 116─ la cual sembró de desgracias el suelo francés. Damos una mirada a los Papas de Aviñón, todos franceses.

Clemente V (1303-1314), al que ya conocemos, y se sucedieron seis Papas más:

Juan XXII (1316-1334), sucesor de Clemente V, fue el más notable de todos.

Benedicto XII (1334-1342), que pensó volver a Roma, pero no lo hizo.

Clemente VI (1342-1352), derrochador, fiestero, muy amigo del lujo y el boato.

Inocencio VI (1352-1362), humilde, piadoso, pacífico.

Urbano V (1362-1370). Se decidió a volver a Roma en 1367, y volvió. Pero se regresó.

Gregorio XI (1370-1378). El Papa que, contra el parecer de sus cardenales franceses, se decidió, ¡por fin!, a regresar a Roma donde hacía su entrada el 17 de Enero de 1377.

En esta lección y la siguiente nos fijaremos algo en cada uno de ellos.

 

Clemente V fue el Papa del Concilio de Vienne el año 1311-1312, Concilio Ecuménico porque fue convocado y presidido por el Papa, aunque fue manipulado por el indigno rey Felipe el Hermoso, que jugó con el Papa como quiso. No fueron llamados todos los obispos de la Iglesia, aunque la bula se había dirigido a todos; llamó sólo a 231, y, leída la lista ante el rey Felipe, quedaron reducidos a 172 entre cardenales, obispos, abades y los Generales franciscano y dominico. Concilio ecuménico, pero con muy poca relevancia. Ya sabemos en qué pararon los Templarios. Y lo de la Cruzada, el asunto más importante, quedó en nada. Los obispos se comprometieron a contribuir para ella con el diezmo de todos los beneficios eclesiásticos durante seis años consecutivos, de 1313 a 1319. Felipe se congratuló con esa disposición, y prometió tomar las armas para ir a Tierra Santa. Ante la promesa del rey, Clemente V amplió a otros cinco años más los diezmos de Francia, y, como Felipe no fue a la Cruzada, el enorme beneficio de los diezmos fue a parar en las arcas del rey, el cual, por otra parte, murió en una cacería al cabo de dos años.

 

Juan XXII (1316-1334), pequeñito, feo, sin apariencias físicas ─pasó falsamente como hijo de un zapatero, pero era de familia rica─, erudito y enérgico, desarrolló una actividad casi asombrosa. Extendió las misiones al extremo Oriente. Y aunque no se dejó dominar por nadie, favoreció siempre la política francesa. De los 28 cardenales que llegó a crear, 23 eran franceses. Por fuerza serían franceses todos los Papas siguientes.

 

Los franciscanos “Espirituales” merecen mención especial durante el pontificado de Juan XXII. Fueron un quebradero de cabeza para los Papas desde mitades del siglo anterior, pero con Juan XXII en Aviñon llegaron al colmo. No sólo fueron indisciplinados, sino que llegaron a verdadera herejía. La Orden, tan queridísima en la Iglesia, experimentó pronto, muerto ya San Francisco de Asís, una gran división por los frailes que enseñaban y querían una pobreza total, absoluta, sin propiedad alguna para vivir, ni casas, ni vestidos, ni alimentos, sino la limosna que recibieran cada día espontáneamente de los fieles. Y enseñaban esto como doctrina irrefutable del Evangelio, de manera que Jesús y los Apóstoles no poseyeron nada como propio. Formaron entonces como dos Órdenes distintas: la Comunidad y los Espirituales. Se dividieron algunos teólogos, aunque los más grandes, como San Buenaventura (franciscano) y Santo Tomás (dominico) y todos los consultados por los Papas, estuvieran en contra de semejante doctrina. Cabecillas de los Espirituales, como Ockham y Miguel de Cesena, resistieron al Papa, se aliaban con reyes amigos, e hicieron un mal grande entre los fieles y en la misma sociedad civil. Ni documentos del Papa, ni la cárcel, ni las excomuniones, doblegaban a los frailes rebeldes. Hacemos una simple referencia a los Espirituales o “fraticellos”, aunque en las Historias de la Iglesia ocupan muchas páginas.

 

Este papa Juan XXII era bueno, y predicaba al pueblo con frecuencia y sencillez. Pero una vez cometió un grave error doctrinal. Dijo que después de la muerte, las almas, aunque purificadas del todo en el Purgatorio, no veían a Dios ni lo verían hasta el Juicio final. Los demonios y los condenados, igual: Dios los guarda en lugar tenebroso, pero no entrarán en el infierno hasta la sentencia del día del Juicio. Todos los teólogos se le echaron encima al Papa. Vinieron las discusiones acaloradas e interminables. Al fin el Papa cedió, y dijo, como era cierto, que no había hablado como Papa, definiendo una verdad, sino como simple predicador popular. De hecho, ya a punto de morir, declaró ante los cardenales que le rodeaban: “Confesamos y creemos que las almas separadas de sus cuerpos y plenamente purificadas están en el cielo, en el reino de los cielos, en el paraíso y con Jesucristo, en compañía de los ángeles, y que, según la ley común, ellos ven a Dios y la esencia divina cara a cara y claramente, conforme al estado y condición de las almas separadas”.

Digamos que este hecho reviste una gran importancia para la Historia de la Iglesia. Ni los mayores enemigos del papado reclaman un error a Juan XXII. En una opinión particular, el Papa puede equivocarse. Y aquí se equivocó. Como ejemplo muy positivo, miremos en nuestros días el hecho de Benedicto XVI. Su magnífica obra sobre Jesucristo la ha escrito siendo Papa. Y, con todo, él mismo dijo al presentar el volumen segundo que le podían criticar y contradecir, porque escribía Ratzinger, el teólogo de siempre, y no el Papa como Maestro de la Iglesia universal.

 

La magnífica organización de la Curia de Aviñón se debe a este papa Juan XXII, que repartía diariamente de 6.000 a 10.000 panes, y a muchos además un vaso de vino, un plato de guisantes o habas, y algunos días carne o pescado. Con él empezó aquella organización económica maravillosa, pero que al fin, con Papas sucesivos, se convirtió en un escándalo y fue causa de males muy graves en muchos Estados. La centralización de la Curia pontificia se hizo cada vez más fuerte después de este Papa, y en lo que más se notó fue en la adquisición de los diezmos, encomiendas, anatas (lo que producía un cargo en el primer año), rentas de los Estados, contribución de las diócesis, impuestos de todas clases, donaciones “voluntarias” para la caridad (¡con excomunión incluso para quien no las daba!), las tasas injustas de la Curia etc. etc…

Fue notable el “despojo” de los obispos, es decir, el derecho a quedarse con todos los bienes de un obispo o sacerdote cuando moría, y que los legados habían de requisar para mandarlos a Aviñón. Los Papas recomendaban a los legados que obraran con moderación: primero, pagar las deudas pendientes del obispo; hacerle un digno funeral; recompensar a sus servidores; no incautarse de los aperos de labranza para los campos… Pero, lo demás, todo requisado. Este sistema trajo a la Curia de Aviñón grandes sumas de dinero, muchas joyas, objetos de arte, ornamentos, libros y todo lo que significase algún valor. Si no fueran odiosos, habría para reírse de casos que acontecieron con algunos legados. Muere aquel sacerdote, lo ve el legado pontificio en pleno funeral, y manda quitarle la buena casulla con que iba a ser enterrado… Otro peor. Muere el obispo de Mondoñedo en 1326, y el colector prohíbe enterrar el cadáver hasta que sus familiares, parientes y amigos no pagasen la gran suma de 18.852 maravedíes que debía. No se cumplió el funeral hasta doce años más tarde, cuando enterado el bondadoso papa Benedicto XII mandó darle cristiana sepultura. Y el otro. El obispo había hecho una rica puerta para el palacio episcopal, muere antes de colocarla en los goznes, y la arrebata sin escrúpulos el legado…

 

Los legados pontificios se derramaban por toda la Cristiandad y exigían con severidad todo lo establecido. Es cierto que, sin las arcas llenas, la Curia aviñonesa no podía atender a los gastos necesarios, pero eso de necesarios se convirtió pronto en un derroche insostenible de lujo que hizo odioso en todas partes al pontificado aviñonés. Aunque ─hay que decirlo también─, los Papas perdonaban los diezmos a los Estados que por causas justas estaban en graves apuros económicos y hasta mandaban a los legados dar grandes sumas para necesidades reales. Y no se cometían precisamente injusticias, sino que fallaban las leyes, pues, de no existir de aquella manera, se hubieran evitado semejantes excesos.

 

Los males ocasionados con semejante sistema fueron muy graves. Clemente V poseía 200.000 florines, cuando con la mitad había suficiente para mantener modestamente la Curia. Al morir, poseía 1.040.000 florines de oro, dejó 70.000 a su sucesor y los otros los repartió en donaciones testamentarias. Juan XXII recibía al año 228.000. y dejó al morir 750.000. Las guerras de Italia se habían comido ingentes cantidades. El mal peor era que toda la Cristiandad estaba disgustada y acusaba a la Curia de avara, corrupta y simoníaca. Mejor le hubiera ido más austeridad, menos derroche inútil y no tanta ostentación en algunos de sus Papas. La humildad y la pobreza es lo que mejor cuadra a la Iglesia.