74. La supresión de los templarios

74. La supresión de los templarios

Llegamos a una de las lecciones más trágicas de la Historia de la Iglesia, y la culpabilidad del hecho recae plenamente sobre Felipe IV el Hermoso, rey de Francia, que contó con la debilidad del Papa Clemente V. No hay modernamente ningún historiador serio que crea en la culpabilidad de la Orden Militar del Temple.

 

Sabemos por la lección 59 quiénes eran los Templarios ─“guerreros intrépidos” y “atletas del Señor”, como los había llamado el papa Bonifacio VIII─ tan beneméritos de la Iglesia por la cual habían luchado y a la que habían servido tan fielmente durante dos siglos. Al cesar las Cruzadas y no tener que guerrear, se dedicaron a la beneficencia y competían con los judíos y lombardos en las finanzas, ya que todos les confiaban su dinero como los depositarios de más confianza. Eran admirados de todos y se habían hecho riquísimos, pero aquí estuvo su mal, porque excitaron la avaricia de Felipe IV el Hermoso de Francia, el cual los acusó falsamente de los crímenes más horrendos a fin de conseguir del Papa la supresión de la Orden y hacerse con todos sus enormes bienes.

Es natural, y no puede negarse, que algunos de sus miembros, como ocurre en cualquier institución humana, se dejaron llevar del orgullo y se dieron a la vida fácil, pero sería una injusticia acusar a la Orden de inmoralidad y sobre todo de herejía y defección en la Iglesia. Pues esto es precisamente lo que hizo el canalla rey Felipe, acumulando sobre ellos las calumnias más atroces. El año 1308 había en Francia 2.000 templarios, y otros 2.000 estaban esparcidos por las demás naciones. Acabar con los 4.000 resultaba muy grave para la Iglesia, pero la sentencia estaba echada. Para acertar, Felipe IV empezó por introducir en la Orden doce espías que le informaran de los beneficios económicos de la misma.

 

Felipe se iba a valer, como en el proceso de Bonifacio VIII, de su criminal ministro Nogaret, que formuló estas cinco acusaciones concretas contra los Templarios:

-Al ingresar en la Orden reniegan por tres veces de la fe en Cristo.

-Además, por otras tres veces blasfeman ante el Crucifijo.

-Practican el homosexualismo, o al menos no lo pueden impedir a los demás.

-En la Misa, los sacerdotes omiten las palabras de la consagración.

-Adoran a un ídolo, Bafonet.

De ser ciertas esas prácticas, la Iglesia debía intervenir, examinar, juzgar y condenar. Fueron difundidas por todas partes. El gran Maestre, Jacobo de Molay, sabiendo que la Orden era inocente, y que fuera de Francia ningún Estado creía en tales infamias, pidió al Papa que abriera la investigación. Clemente V tampoco las creía, pero al fin aceptó, y Felipe, con un golpe maestro, encarceló a los 2.000 templarios que tenía en sus territorios antes de que hubieran de comparecer en los tribunales de la Inquisición. Los que confesaran como ciertas las acusaciones, quedarían libres, pero sin volver a la Orden, y mucho menos los condenados. Entonces, se les arrebatarían sus enormes riquezas, inmuebles y dinero, que pararían en las propiedades del Estado y en el tesoro del rey. El decreto inquisitorial del Papa alcanzaba a todas las naciones, que se portaron bien y no creyeron en la culpabilidad de los acusados. Pero los templarios franceses estaban ya presos a merced del rey.

 

Y comenzaron las torturas para arrancarles a las víctimas la “verdad”. Eran pocos los que preferían morir antes que declararse inocentes, pues, ante los tormentos, muchos aceptaban todas las acusaciones. De los 140 que comparecieron ante el Inquisidor, todos, menos cuatro, aceptaron ser culpables y fueron absueltos. Todos admitieron sus blasfemias ante Cristo al ingresar en la Orden; dos terceras partes confesaron que se besaban “contra la naturaleza”; una cuarta parte confesó que sí, que se habían comprometido a la homosexualidad, pero que no la habían practicado. El mismo gran Maestre Molay confesó sus blasfemias contra Cristo y exhortó a todos a que admitieran la culpabilidad de la Orden.

Aparentemente, el triunfo del indigno rey Felipe IV el Hermoso (¡qué hermosura de alma!…) parecía seguro. Sólo que al verse libres de Felipe, fueron también muchos los que se retractaron y confesaron la verdad, como aquel ante el mismo tribunal que le había juzgado:

-¡Todo lo que declaré ante la Inquisición era inválido!

-¿Fuiste torturado?

-Sí; tres meses antes de mi confesión me ataron las manos a la espalda tan apretadamente que saltaba la sangre por las uñas, y sujeto con una correa me metieron en una fosa. Si me vuelven a someter a semejantes torturas, yo negaré todo lo que ahora digo, y diré todo lo que quieran. Estoy dispuesto a sufrir cualquier suplicio con tal que sea breve; que me corten la cabeza o que me hagan hervir por el honor de la Orden, pero no puedo soportar suplicios a fuego lento como los que he padecido en estos años de prisión”.

Y como éste, muchos se retractaron noblemente.

 

Los tribunales de la Inquisición funcionaron en los demás Estados debidamente, y los acusados no eran condenados, por la sencilla razón de que todos se declaraban inocentes a sí mismos y defendían a la Orden contra unas acusaciones tan criminales como absurdas.

Y no creamos que el proceso contra los Templarios fue cosa de días o meses. Duró cinco años. Cuando el Papa dudaba, el rey y Nogaret sacaban a relucir el proceso contra Bonifacio VIII, que ellos lo daban por no cerrado, y lo guardaban para el próximo Concilio, decretado por el Papa en 1308, pero dilatada su celebración hasta Octubre de 1311 y finalizado en Mayo de 1312. Aparentemente, se trataba de organizar una Cruzada que resultase definitiva. Felipe IV y Nogaret, instigadores del papa Clemente V, pretendían otra cosa: la supresión definitiva del Temple y también la condenación póstuma de Bonifacio VIII. 

 

Efectivamente, el Concilio se celebró en Vienne. A decir verdad, no tuvo ninguna importancia doctrinal. La Cruzada, programada como prioritaria, no logró organizarse, pues ninguna nación estaba ya por ella. Como algo disciplinar, se estableció que en las Universidades se enseñara el latín, griego y hebreo para el mejor conocimiento de las Sagradas Escrituras. Igualmente, condenó a los seguidores de Pedro Juan Olivi, jefe de la facción radical de los franciscanos “Espirituales”, cuya doctrina se basaba en una vida de pobreza extrema.

Lo importante para el rey Felipe IV y Nogaret, que no cesaron en sus presiones, eran los Templarios y la memoria de Bonifacio VIII. El Concilio se negó a condenar al papa Bonifacio VIII, y lo del Temple era en realidad mucho más serio. Clemente V, como siempre, débil y diplomático, no se atrevió a condenar como herejes ni inmorales a los templarios. Los Padres conciliares, a pesar de las presiones del rey y de Nogaret, no los creían culpables de herejía. En todos los Estados habían sido declarados inocentes, y sólo en Francia se habían cometido aquellas barbaridades para acabar con ellos. No fue condenada la Orden, pero se decretó la supresión de la misma aunque se la reconociera inocente.

La sentencia se pronunció de la manera más solemne e indigna. Se hizo presente en el Concilio el rey Felipe el Hermoso con un séquito fastuoso de familiares y nobles. Sentado en presidencia de honor, escuchó satisfecho el decreto de supresión de la Orden, obligado el Pontífice por tantas declaraciones “fidedignas” y “espontáneas” atestiguadas en los procesos contra los Templarios, incluidas las de sus altos Jefes. La Orden ya no cumplía el fin por el que fue fundada, y por eso se decretaba “por previsión apostólica” la supresión definitiva. Felipe no logró todo lo que él quería: el hacerse con todas las riquezas de la Orden, sino sólo con las muchas que había en Francia, pues las otras pasaban a los Sanjuanistas (lección 59), aunque en la práctica pararon en manos de los reyes de los Estados donde existían los suprimidos Templarios.

 

Como las acusaciones contar los Templarios eran tantas y tan graves, los tribunales de la Inquisición debían seguir contra todos los acusados. Aún quedaban por juzgar el gran Maestre Molay y el Preceptor de Normandía Godofredo Charney, que anteriormente habían declarado la culpabilidad de la Orden. Para ellos se constituyó un proceso especial, pasado ya el Concilio, en diciembre de 1313, presidido por tres cardenales, y en Marzo de 1314 daban sentencia contra ellos: cárcel perpetua. Parecía una benignidad, al no ser la pena capital. Aunque vino lo inesperado. Como vimos anteriormente, Molay aceptó su culpabilidad propia y la de la Orden y recomendaban a sus súbditos a hacer lo mismo. Pero llevados en París a la gran plaza de Notre Dame, atestada de gente, Molay alzó vigoroso su voz, y toda la muchedumbre oyó estupefacta: -Nosotros no somos culpables de los crímenes que se nos imputan; nuestro gran crimen consiste en haber traicionado, por miedo de la muerte, a nuestra Orden, que es inocente y santa; son falsas todas las acusaciones”.

El gentío quedó asombrado; los cardenales acusadores y jueces, confusos, ordenaron reabrir el tribunal el día siguiente. Pero el rey, viéndose vencido, dio orden de quemar vivos aquella misma tarde a los dos acusados en un islote del Sena cercano al palacio real. Molay, cobarde en un principio, supo morir como un caballero aunque antes por miedo había sido un traidor. Muchos de los que se retractaron con valentía, fueron, igual que Molay y Charney, quemados vivos.

 

El juicio que merece este hecho es muy severo. Un auténtico crimen. Fuera de lo que sigan diciendo algunos franceses, no hay historiador serio que crea hoy en la culpabilidad del Temple, aunque adoleciera de defectos humanos comprensibles. La responsabilidad plena recae, desde luego, sobre el rey Felipe el Hermoso. Y no se libra de críticas muy serias el papa Clemente V. Eran muy malos los comienzos del Pontificado en tierra francesa. Con el Papa en Roma no se hubiera llegado a semejantes extremos.