No resulta agradable esta primera y obligada lección sobre la Edad Nueva. El asalto de Anagni y el proceso contra el papa Bonifacio VIII tuvieron muy graves consecuencias, igual que el establecimiento de los Papas en Aviñón.
Nos vamos a meter en la Edad Nueva con un hecho concreto muy aleccionador. A lo largo de toda la Edad Media vimos como el Papa era el regulador de toda la vida religiosa y civil de la Iglesia y de los Estados, aunque el Papa no se metiera a rey ni el rey se metiera a Papa. Sin embargo, ahora vamos a ver cómo la mentalidad va cambiando. Ni el rey ─es decir, la sociedad─ se somete al Papa fácilmente ni el Papa ─o sea, la Iglesia─ es lo absoluto en el mundo. El Estado y la Iglesia van a seguir cada uno por su camino, aunque deberán respetarse si quieren que haya paz y el hombre se perfeccione a sí mismo sin por eso prescindir de Dios.
No queremos con esto filosofar demasiado. Queremos solamente decir que aquella unión entre Iglesia y Estado tan característica de la Edad Media ya no se va a dar en adelante. Porque va cambiando poco a poco, pero firme e irreversiblemente, la manera de pensar y de actuar. Caído el sistema feudal, los reyes se fortalecen y se hacen con el poder absoluto. Al entrar la filosofía en aquel terreno que antes era exclusivo de la teología escolástica, la Iglesia pensará también de manera distinta. Y Estado e Iglesia andarán cada uno por su camino, a veces unidos en el respeto y la colaboración como debiera ser siempre; otras, distanciados para perjuicio de todos.
Todo esto empieza a manifestarse con ese hecho particular que ya hemos narrado en la lección 72, avanzándolo para acabar bellamente el siglo con la esplendidez del primer Año Santo y la gloria del papa Bonifacio VIII, tan calumniado, aunque se dijo de él con justicia: “Piden algunos que se canonice a Celestino V ─el bendito Papa que renunció al Pontificado─; pero con mayor razón se debería canonizar a Bonifacio VIII, que, además de confesor, fue mártir de Cristo, pues murió por la libertad de la Iglesia”. Antes de ser Papa, el cardenal Gaetani, Legado del papa Martín IV en Francia, se entrevistó con el rey Felipe IV el Hermoso, de quien sacó la impresión que era “como un animal salvaje, y del que siempre guardó desagradable memoria”; mientras que el papa Martín IV describía a su Legado como “hombre de gran juicio, fiel, agudo, ingenioso”. Ya Papa Gaetani, su gran enemigo va a ser el rey Felipe cuyo recuerdo repugna en la Historia. Este odioso rey francés quiso adueñarse de todas las rentas de la Iglesia, que el Papa, los cardenales y obispos le negaron en absoluto. Felipe entonces convoca un concilio de arzobispos y obispos franceses, adictos a él, y se le someten todos cabizbajos menos los monjes cistercienses y los frailes franciscanos y dominicos, los únicos valientes ante el monarca. Para que ese concilio grotesco aprobara la propuesta del rey y condenara a Bonifacio VIII, el nefasto ministro Nogaret presentó algunas acusaciones contra el Papa: reo de herejía, y por lo tanto dejaba de pertenecer a la Iglesia, perdía su dignidad pontifical, no hacía tan siquiera falta deponerle, y así dejaba de ser Papa. Desde Anagni, Bonifacio rechazaba todas esas acusaciones absurdas, y, después de varias tentativas bondadosas, excomulgaba al rey Felipe, acusándolo de lo que sabía del rey muy bien el Papa: de tiranías, injusticias, violaciones del foro eclesiástico, intrusiones anticanónicas en la entrega de los beneficios, atropellos, despojos y expoliaciones.
El rey Felipe quedaba malparado ante toda la Cristiandad. Pero Nogaret, mucho más audaz, concibe secuestrar al Papa. Y el rey lo manda “a ciertos negocios”, con poderes absolutos para tratar oficialmente “con cualquier personaje eclesiástico o laico a fin de estipular cualquier pacto o alianza”. Nogaret marcha entonces a Italia al frente de una mesnada de bandoleros. La bula de excomunión del rey iba a publicarse y entrar en vigor el 8 de Septiembre, pero la víspera entraba Nogaret en Anagni sembrando el terror, como ya sabemos por la lección 72. El Papa se vio abandonado de todos, y sólo le quedaron fieles dentro del palacio el cardenal Pedro de España y el obispo de Ostia cardenal Nicolás Boccasini, el cual, muerto Bonifacio VIII en Roma el 12 de Octubre de 1303, le sucedía como Papa con el nombre de Benedicto XI. Ahora vendrán los intentos despiadados de Felipe y su ministro Nogaret para difamar y hundir la memoria del gran Bonifacio VIII. El nuevo Papa Benedicto, ex General de los Dominicos, ejemplarísimo, bondadoso, hábil, venerado hoy como Beato, por el bien de la paz absolvió de la excomunión al rey Felipe IV ─a quien no se le hacía por algunos responsable directo de lo sucedido─, pero la aplicó implacable a Nogaret y a todos los que participaron activamente en el atentado de Anagni. Felipe, a pesar de verse absuelto, exigió al Papa un concilio que debía condenar y juzgar la memoria de Bonifacio VIII, acusado de “falso Papa” y hereje, a lo que Benedicto XI contestó indignadísimo y se negó del todo, pero el rey supo esperar para después.
Muerto el Papa en Perugia antes de un año, los cardenales se reunieron en cónclave en la misma Perugia, pero se dividieron en dos facciones irreconciliables: contra los partidarios de un Papa italiano que rehabilitase la memoria de Bonifacio VIII, estaban los franceses y otros que acariciaban halagar a Felipe el Hermoso. Nogaret, con una propaganda furiosa, proponía: o eligen a un francés o a un amigo de Felipe IV, que convoque un concilio para condenar como hereje, simoniaco e idólatra, a Bonifacio VIII, o apelaremos a otro Papa de la Iglesia universal. Los cardenales temían, y después de once meses de espera por no entenderse, propusieron a un candidato fuera del cónclave, el arzobispo francés de Burdeos, Bertrán de Got. Comunicó su aceptación a los emisarios que le llevaron la noticia, se puso el nombre de Clemente V, y será Papa desde 1305 a 1314. El rey Felipe, contentísimo. Y el nuevo Papa, en vez de ir a Roma para la coronación, se quedó en su Francia y al fin se realizó todo en Lyón. Allí se entrevistó con Felipe, al que le concedió favores, mientras que el rey le proponía la condenación de Bonifacio VIII y ─¡al tanto ya desde ahora!─ le pedía la supresión de los Templarios. De momento, el nuevo Papa no le prometía nada, aunque hay que estar al tanto con esas primeras proposiciones.
Clemente V no era malo, pero sí diplomático, amigo de enriquecer a los suyos, y lo primero que hizo fue crear diez cardenales: ningún italiano, un inglés frente a nueve franceses, cuatro de ellos parientes suyos y los otros cinco amigos del rey Felipe. Los pocos cardenales italianos pedían al Papa regresar con urgencia a Roma, Felipe lo retenía distraído en Francia, y el Papa iba visitando ciudad tras ciudad, francesas todas, para establecerse, finalmente, en Aviñón. Era en 1309 y el llamado “Destierro de Aviñón” durará hasta 1377. El Papa fue creando más cardenales, casi todos franceses, y la corte pontificia, totalmente afrancesada ─aunque los Papas franceses no fueran malos, sino más bien buenos─, dejó de inspirar a toda la Iglesia la confianza de la Curia romana y se creó poco a poco una división que desembocará en el Cisma de Occidente, como veremos en otra lección.
Vale la pena que acabemos con el odioso proceso del papa Bonifacio VIII. Clemente V no lo quería, y hasta en una bula de 1310 alababa “la ortodoxia, buenas costumbres, piedad y ejemplar vida de Bonifacio VIII”. Pero, aunque dando largas y largas, hubo de ceder ante las acusaciones que formularon Felipe el Hermoso y Nogaret: ese odiado Papa había sido hereje, idólatra, sexualmente pervertido, sodomita, y había tenido trato con el demonio, lo cual podían probar con “testigos” serios y con casos “concretos y ciertos”.
Ninguno de los Estados de Europa, fuera de los títeres del rey francés, creía en semejantes barbaridades del Pontífice difunto. Pero, ante denuncias semejantes, el Papa debía intervenir con un proceso, que se abrió en Aviñón en Marzo de 1310. Por estar excomulgado, no podía presentarse allí Nogaret, pero lo hizo, y exigió ante todo que, así como había sido desenterrado el Papa Formoso para aquel “proceso cadavérico” (lección 46), ahora debía ser desenterrado Bonifacio y “echado su cadáver a las llamas purificadoras”. No se le consintió de ningún modo. Acusaciones, defensa, “testigos verdaderos”…, todo se esgrimió en aquellas sesiones, pero no se llegaba a ningún considerando serio. Sobre todo porque el papa Clemente V, indeciso y diplomático, alargaba el asunto sin cesar. El proceso se suspendía el año 1911 sin llegar a ninguna conclusión. Pero Felipe IV no lo daba por cerrado definitivamente y lo guardaba como su “arma secreta” para exigir su reapertura cuando el Papa dudase en el asunto de los Templarios.
Para acabar de una vez, el Papa levantó las excomuniones pendientes de Nogaret y los demás con algunas condiciones que los absueltos nunca cumplieron: lo cual fue una auténtica humillación del Papado. Y cuando se pregunta quién venció en el proceso, la respuesta es: Nadie. Ni el Papa, ni Felipe IV ni Nogaret… El triunfador, sin que lo declarasen oficialmente inocente, fue Bonifacio VIII, santo verdadero, aunque se reconoce que no fue diplomático, pues su energía lo llevaba a resolver los asuntos rápidamente y por sí mismo. En algunos historiadores de poco peso, sigue su leyenda negra. Si Bonifacio hubiera muerto dos años antes, acabado el Año Santo, hoy pasaría como uno de los Papas más gloriosos.
Con este asunto del proceso de Bonifacio VIII se echa de ver en seguida el primer mal que traerá la estancia de los Papas en Aviñón: dependencia y sujeción del Pontificado a los reyes de Francia. No podemos decir que Clemente V fuera un mal Papa, pero, débil y enfermizo, le faltó energía y libertad para obrar en conciencia sobre aquel proceso, para retornar a Roma como era su deber, para hacer una corte austera en vez darle cariz de mundanidad, para afrancesar a la Iglesia en vez de universalizarla como hacía Roma por tradición imperial. Todo el siglo XIV se va a caracterizar por estos inconvenientes tan manifiestos y que se podían haber evitado con sólo salir de su tierra los Papas franceses.