72. Final del siglo XIII y de la Edad Media

72. Final del siglo XIII y de la Edad Media

Con el 1303, caracterizado por el primer Año Santo de la Historia, termina la Edad Media, según la cronología adoptada en nuestro Curso. Se acaban los esplendores del siglo XIII y empiezan los grandes problemas de la Iglesia moderna.

 

Empezamos viendo a un gran Papa, aunque muy calumniado, Bonifacio VIII, que abre el nuevo siglo con el primer Año Santo, gracia inmensa de Dios a su Pueblo.

Celestino V es el primero de quien hay que hablar, antes que de Bonifacio. En Julio de 1294, después de veintisiete meses de cónclave (!), los cardenales no se ponían de acuerdo y la Iglesia estaba sin Papa. Un monje casi octogenario, Pedro de Morrone, piadoso, sencillísimo, muy austero, con fama de santo, escribió una carta a los cardenales para que eligieran pronto al Pastor tan esperado por la Iglesia. Y los cardenales, sorprendidos, elegían por unanimidad a aquel viejo santo que así les escribía desde su soledad. Le llevan la noticia y el nombramiento a la celda de su pobre convento en Morrone, se echa el pobrecito a llorar, pero no tiene más remedio que aceptar la voluntad de Dios. Carlos de Anjou rey de Nápoles y su hijo Carlos, rey titular de Hungría, llevaban las bridas del burro que montaba el pobre Papa cuando se dirigía a Áquila donde iba a ser consagrado. Más de doscientas mil personas habían acudido a la ciudad, le aclamaban enloquecidas y le pedían su bendición.

Ya en Roma, el gobierno del pobre Papa resultaba nulo y hasta muy perjudicial. Santidad extraordinaria, eso sí, pero sin nada de cualidades humanas para el cargo supremo de la Iglesia. Con muchos remordimientos de conciencia y añorando su soledad, se aconseja de algunos cardenales más serenos, sobre todo de Benedicto Gaetani, y renuncia al Pontificado en el que sólo llevaba cinco meses. Estupor universal. Era el primer Papa que renunciaba.

A los diez días, era elegido Papa ese Benedicto Gaetani que elegía el nombre de Bonifacio VIII, el cual cuidó con esmero de Celestino, que volvió a llamarse Pedro de Morrone, y lo obligó a vivir custodiado como simple monje, con todas las precauciones ante los peligros de desunión y rebeldías que podían sobrevenir. Pero las calumnias han llovido implacables por este hecho sobre Bonifacio, el cual actuó con bondad y prudencia. Su inocente antecesor, muerto en Mayo de 1296, es venerado en la Iglesia como “San Celestino V”.

 

A Bonifacio VIII le esperaba un pontificado muy duro, aunque, por más barro que le echaran encima, se haría inmortal en la Iglesia. El problema iba a venir del rey de Francia Felipe el Hermoso, de alma villana, “príncipe de talento, pero sin conciencia, hipócrita, inmoral y déspota insaciable”, como lo describe el historiador acatólico Gregorovius. Su figura resulta repugnante. Por una discrepancia entre él y Eduardo de Inglaterra, el año 1298 los dos reyes acudieron al Papa como árbitro, pero no como Papa sino como persona particular y la de más confianza. Bonifacio se inclinó por Eduardo, y Felipe se enfureció contra el Papa, al que empezó a hacer una guerra sin cuartel.

En Francia se dividieron los obispos y los fieles por aquella contienda en la que el rey defendía absurdamente sus derechos sobre los del Pontífice, llegando a meterse en doctrinas erróneas, negando dar al Papa los tributos debidos, prohibiendo a sacerdotes y obispos salir para Roma aunque llamados por el Papa, y acusando a éste de mil delitos, empezando por el de la nulidad de su elección al pontificado. Cayó la excomunión sobre el monarca, la absolución del juramento de fidelidad a sus súbditos y el entredicho sobre Francia.

Felipe y los romanos Colonna, excomulgados y refugiados en París, tramaron el último crimen. Mientras el Papa estaba en su palacio de Anagni, sur de Roma, los emisarios del rey y de los Colonna, a cuyo frente iba el siniestro canciller Guillermo de Nogaret, bajaron a Italia en Septiembre de 1303, rodearon militarmente Anagni, y el Papa, viéndose perdido, se vistió de pontifical, se sentó en su trono rodeado de dos cardenales fieles, entre ellos el próximo papa Benedicto XI (¡recordémoslo!), y esperó tranquilo a los asaltantes, que entraron furiosos en la estancia gritando; “¡Viva el rey de Francia! ¡Muera el papa Bonifacio!”. Pero él, sereno: “¡Aquí está mi cabeza! Por la libertad de la Iglesia, yo, Vicario legítimo de Cristo, sufriré ser condenado y depuesto y aun martirizado por vuestras manos”.

No se llegó al asesinato del Papa porque el pueblo de Anagni, al saber lo que ocurría, se alzó contra los cobardes asaltantes, que, al cabo de tres días, dejaban libre al Pontífice, el cual fue llevado a Roma por cuatrocientos caballeros y recibido triunfalmente en Letrán, aunque aquí le traicionaron los Orsini, la familia rival de los Colonna, de modo que Bonifacio cayó con alta fiebre y moría santamente el 11 de Octubre de 1303.

Sobre la muerte de Bonifacio se lanzaron las más groseras calumnias. Porque la historia va a seguir cuando Felipe el Hermoso exija el juicio contra el Pontífice muerto, cuya indomable valentía no pudo doblegarle en vida. Lo malo es que todavía hay historiadores sin escrúpulos que hacen circular esas mentiras aún en nuestros días.

 

Hemos dado un salto cronológico al hablar del Papa Bonifacio, dejando para el final lo que ocurrió tres años antes: la celebración del primer Año Santo de la Historia. La gente más popular se había imaginado muchas cosas cuando el nacimiento del nuevo siglo y acudió al Papa pidiendo bendiciones especiales y, sobre todo, indulgencia plenaria por los pecados. Había en Roma por esto verdaderos tumultos, y el Papa, por su cuenta y con plena responsabilidad, el día 22 de Febrero de ese 1300, con dos meses casi de retraso del 25 de Diciembre, promulgaba el gran Jubileo para toda la Iglesia en conmemoración del décimo tercer Centenario del nacimiento de Jesús.

 

La noticia se expandió con rapidez inusitada y el entusiasmo en toda la Cristiandad fue indecible. Sin los medios de locomoción de nuestros días, ¿cómo llegaron a movilizarse aquellas multitudes para acudir de toda Europa a Roma, en la que habían de permanecer los italianos un mes por la cercanía, y los extranjeros quince días? Se conservan testimonios como el del cardenal Stefaneschi, que habla de “muchedumbres como ejércitos o como enjambres”.  Para esas multitudes estaban día y noche siempre abiertas las Basílicas de San Pedro y San Pablo.

Villani y Ventura son tenidos como fieles en sus crónicas, y dan detalles emocionantes. Ventura afirma: “Varias veces vi hombres y mujeres que caían y eran pisados por los demás; yo mismo, hallándome en semejante peligro, hube de hacer lo imposible para salir ileso”. Guittone d’Arezzo asegura que el Puente Milvio quedó obstruido por la multitud y la gente había de dar la vuelta a la Ciudad para poder entrar en ella.

El mismo Dante dice en la Divina Comedia que para evitar tanta confusión se tomó la decisión de dividir con estacas a lo largo el puente de Sant’Angelo en dos partes, una de ida y otra de vuelta. Parece que Ventura no exagera ─aunque hoy sostienen algunos que es casi un imposible─ al decir que fueron unos dos millones los peregrinos, pues dice Villani que llegó a Roma “una gran parte de los ciudadanos que entonces vivían, tanto hombres como mujeres, desde remotos y diversos países y de lejos y de cerca”. Y sigue: “Sin interrupción todo el año había en Roma, además del pueblo romano, una población flotante de doscientos mil peregrinos, sin contar los que iban y venían por los caminos”.

Aunque hay que rebajar mucho los 200.000 visitantes diarios, digamos que Europa se despobló para ir a Roma y ganar la indulgencia plenaria. Peregrinaban por primera vez las mujeres, pues antes sólo les era permitido peregrinar a los hombres.

 

¿Y cómo hacían el viaje aquellas gentes de tanta fe? Es cierto que muchos a pie, pues iban expresamente para hacer penitencia de sus pecados, cuya remisión buscaban con la indulgencia plenaria. Los nobles viajaban en caballos, pero la gente más sencilla ─que fue la inmensa mayoría─ en carreta o asnos, y dieron prueba de que eran pobres porque el dinero que dejaron en la Ciudad era en monedas pequeñas, aunque dejaron como donación cantidades enormes, tanto es así que aquellos Colonna acusaron al Papa de haber promulgado el Jubileo por sórdida avaricia para hacerse enormemente rico.

Sólo que el cardenal de San Giorgio, al ver pocos ricos entre los peregrinos, apostrofa: “Vergüenza habrían de sentir al verse aventajados en el fervor y en los dones por la gente humilde y de pocos recursos”. Los ricos se dejaron vencer en su fe por los pobres, pero no faltaron hombres ilustres como Dante o Giotto, que dieron después testimonio del Año Santo en sus obras inmortales. 

 

Roma se portó bien, aconsejada por el Papa, pues, como dice Ventura, “el pan, el vino y la carne se hallaban a precios relativamente bajos”. El problema eran los hospedajes, para las personas y para las caballerías, de las cuales dice con gracia el cardenal de Giorgio que “se obligó a las pobres bestias a llevar cargas mucho más pesadas que de costumbre”.

El Año Santo quedó como institución perpetua, primero cada cien años, pero se pasó ya en el siguiente a los cincuenta, para quedar en los 25 actuales, a fin de todos tuviéramos la suerte de participar de él al menos una vez en la vida.

 

Acabamos el siglo XIII y la Edad Media con una visión que fluctúa entre la preocupación por lo que se adivina en el porvenir y el gozo por las grandes virtudes cristianas que hemos visto florecer en la Iglesia durante estos tiempos de tanta fe. El Año Santo ─¡tan impensable como fue!─ con que se abren los nuevos siglos, es todo un augurio feliz. Puede abundar el mal en el mundo, pero Jesucristo sabe por dónde y cómo guía a su Iglesia, la cual no le fallará nunca a su divino Fundador.

 

 

 

 

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