La Jerarquía de la Edad Antigua no podía cambiar pero en sus formas se acomodó a los tiempos nuevos. Miramos solamente algunos aspectos.
El Papa, Obispo de Roma, era admitido en la Edad Media ─salvo por la envidiosa, rebelde y al fin cismática Iglesia de Oriente a causa de los Patriarcas de Constantinopla─ como Pastor universal indiscutible, Vicario de Jesucristo, y cabeza y Primado de todos los obispos. Hincmaro, teólogo y obispo de Reims, lo llamaba “Padre de los padres, Papa universal de la primera y suprema sede apostólica”. Y Teodoro Studita, bellamente: “Santísimo y sublimísimo padre de los padres, Papa apostólico”. Así era la incontrovertida fe de la Iglesia, que contó en la alta Edad Media con Papas de tanta altura como San Nicolás I (858-867) y un San Gregorio VII (+1085). Dejamos a otros Papas muy beneméritos.
Los Cardenales nos merecen una atención especial. ¿Cómo nacieron? Modernamente los escoge y nombra el Papa, libremente y cuando quiere, entre los obispos de todo el mundo. No tienen hoy límite en cuanto al número. Únicamente existe una norma: pueden ser muchos; pero, cuando hay que elegir Papa, los electores son únicamente, a lo más, 120, y menores de ochenta años. El papa Sixto V en 1586 los fijó en setenta nada más: 6 obispos, 50 presbíteros, y 14 diáconos; de este número no se pasaba nunca, pero todos eran sin distinción de edad electores del nuevo Papa. Para elegir Papa no hacía falta que llegaran antes a 70 cardenales ni ahora a 120: estos son números tope, pero electores son los que existan entonces, aunque formen un grupo pequeño. Hecha esta observación para evitarnos confusiones, miremos el origen y formación del cardenalato.
Hay que remontarse al papa Nicolás II (1059-1061), que determinó la elección del Papa quitando toda injerencia al emperador o cualquier otro rey, o simplemente al clero romano en general y al pueblo. El Papa debía ser propuesto por los Cardenales obispos y confirmado por los Cardenales diáconos; entonces tenía que ser reconocido y aceptado por el clero y fieles de Roma. Sólo por este decreto trascendental se inmortalizaba el Papa Nicolás II.
Sabido esto, ¿quiénes eran los Cardenales? Como todos los obispos, el Papa, Obispo de Roma, tenía su “Presbiterio”, su clero propio y sus consejeros y asistentes directos. Los del Papa eran: desde el siglo VI, los presbíteros encargados de las 28 cuasiparroquias de Roma, y se llamaban “Cardenales presbíteros” (cardenal es lo mismo que eje o quicio de una puerta sobre el cual ella gira). Estaban también los 14 diáconos encargados de asistir el Papa en sus funciones sagradas y en la administración, sobre todo de la caridad, de la diócesis de Roma. Éstos se llamaban “Cardenales diáconos”. Se les añadían los 4 encargados del palacio del Papa en Letrán, y se llamaban “Cardenales palatinos”. Formaban un total de 48 Cardenales de la ciudad de Roma. Y venían después los 7 obispos de las diócesis vecinas o suburbicarias: Ostia, Porto, Albano, Santa Rufina, Sabina, Frascati y Palestrina, que oficiaban, turnándose semanalmente, en Letrán la catedral de Papa, y se llamaban “Obispos Cardenales”. Tenía el Papa desde entonces un total de 53 Cardenales, si es que estaban provistas todas las sedes, parroquias o cargos. El Papa ya no sería elegido en adelante sino por los Cardenales, y en “cónclave”, instituido entonces, sin injerencia de nadie más.
Y para entendernos también con lo que es en nuestros días. Todos los Cardenales, elegidos de todo el mundo por el Papa, al ser creados Cardenales y para que pasen a ser parte del clero de Roma la diócesis del Papa, aunque no sea más que simbólicamente, a cada Cardenal se le asigna una iglesia titular propia de entre las muchas que hay en Roma.
Metropolitanos y Arzobispos. Nos salen continuamente en la Historia, y queremos evitar confusiones. Aunque ya lo insinuamos en la Edad Antigua, como obispos, todos los obispos son iguales, con la misma consagración y dignidad. Lo demás no es sino título honorífico. Se llamaron “Metropolitanos” los obispos de las ciudades que en el Imperio Romano eran capital de una Provincia, y obispos eran los pastores de las ciudades del Imperio, y había tantos obispos cuantas eran las ciudades romanas. “Metropolitanos” se llamaron después aquellos obispos a los que el Papa les mandaba como distinción el “pallium”, una franja blanca adornada con cruces negras, distinción que sigue hasta nuestros días. Los Metropolitanos no tardaron en llamarse Arzobispos, como hoy. Son la cabeza de los obispos de las diócesis “sufragáneas”, es decir, de los otros obispados de la Provincia hoy llamada “eclesiástica”. No mandan, sino que tienen un primado de honor. Pero en la Edad Media que nos ocupa tenían mucha importancia: ellos aprobaban y consagraban a los que habían propuesto para obispos de la Provincia, convocaban y presidían los concilios o sínodos provinciales o regionales, los cuales eran totalmente distintos de los Concilios Ecuménicos de toda la Iglesia y convocados por el Papa, etc. Se llegaron a tomar tales prerrogativas, que el gran Papa Nicolás I les ató seriamente en el siglo IX sus poderes.
Los obispos medievales ofrecen muchas facetas en la Historia. Junto a los simoníacos creados por las Investiduras y que tan malos recuerdos han dejado, la mayoría eran los dignos pastores que merecía la Iglesia. Muchos, santos de verdad. Otros, grandes constructores de sus catedrales y palacios. Y no pocos ─aunque tuvieran prohibido ir a la guerra─, luchadores distinguidos, como aquel cuya bravura canta el Mio Cid: “Obispo Don Jerome, coronado leal. ¡Dios, qué bien lidiaba!”…
Canónigos, así llamados por el “canon” o reglamento a que vivían sujetos, eran los sacerdotes que hacían vida en común dentro del obispado o en casa al lado de la catedral. Tienen un origen muy interesante. San Crodegango (+766), obispo de Metz, recibió el palio del Papa que le daba la dignidad de Arzobispo, organizó a su clero imponiéndole un reglamento, estilo de los monasterios de monjes, que obligaba a los sacerdotes a vivir en comunidad, a una misma mesa y dormitorio, a rezar el Oficio divino juntos en el coro, a emplear el tiempo libre en el estudio o en la enseñanza. Al emperador Carlomagno le encantó semejante régimen de vida y lo extendió a todas partes. Se llamó en un principio “Capítulo” o “Cabildo” porque empezaba el rezo del coro leyendo un capítulo de la Biblia. El número de canónigos variaba según la importancia de las diócesis; Chartres tuvo hasta 72; Lyon, 52; Barcelona, 40; y algunas apenas 12. Vivían bajo la autoridad del obispo, que formaba parte de la comunidad, por más que se movía mucho más, aunque fuera para salir a la guerra… Así vivieron muchos años, pero al llegar el fatal siglo X se relajaron; ya tenía cada uno su casa, y hasta mandaba a rezar en el coro a un suplente… Sabemos cómo por San Norberto vinieron después los Canónigos Regulares que hicieron con su vida tan ejemplar muchísimo bien. De los canónigos vienen esas palabras tan eclesiásticas que leemos muchas veces: “Preboste”, o “Prepósito”, el primero, el que presidía. “Dean”, o decano, el más antiguo; “Canciller”, el que hacía o vigilaba los documentos…, y otros parecidos.
Los Párrocos se llamaron así por regir las iglesias parroquiales que se formaban en las ciudades aparte de la Catedral, y se multiplicaron mucho más en los campos, cuando éstos se poblaron tanto al decaer el Feudalismo. Podían administrar los sacramentos, sobre todo el bautismo y presidir el matrimonio. Además de donativos en dinero, percibían los llamados “derechos de estola”, primicias de las cosechas, diezmos del campo, animales como bueyes y ovejas, etc. Todo eso se dividía en cuatro partes: una, entregada al obispo para las necesidades de la diócesis; otra, para los pobres de la misma parroquia; la tercera, para la iglesia parroquial; y la cuarta, para las necesidades propias del cura.
Los simples Sacerdotes abundaban mucho, como podemos suponer. Era el clero inferior que cuidaba de capillas propias de los señores, los cuales las encomendaban a estos curas de formación muy escasa. Los sacerdotes de las catedrales y parroquias tenían buena preparación, pero el bajo clero la tenía pobre de verdad. Se les exigía únicamente que supieran las oraciones elementales como el Padrenuestro y el Credo, las plegarias de la Misa y las fórmulas de los Sacramentos. Es natural que este clero, de formación tan inferior, fuese aquel que vivía de manera moral también tan desdichada cuando venía la relajación de costumbres en el alto clero, como ocurrió en el siglo X, el de hierro del Pontificado.
Conocemos las costumbres de los clérigos. Se les exigía la homilía en los domingos y fiestas solemnes, para lo cual los obispos ya tenían libros apropiados, con lecturas de la Biblia y comentarios de los Santos Padres. Hubo concilios o sínodos que exigían la santidad de los sacerdotes, imponiéndoles el vivir célibes y tener en casa únicamente a la madre, hermana o una tía. Les encargaba que en la casa tuvieran cilicios y otros instrumentos de penitencia para los días de Cuaresma, días de Rogativas y para todos los miércoles y viernes. Las iglesias antiguas tenían un solo altar, pero vinieron los laterales cuando empezaron las Misas privadas, para las que sólo hacía falta un monaguillo. Se les aconsejaba el celebrar la Misa cada día o al menos oírla si estaban impedidos por enfermedad. Las Misas se solemnizaban con el órgano, “el rey de los instrumentos”, introducido en Occidente a finales del siglo VIII. Las campanas, instrumento imprescindible para el culto en todas las iglesias, parece que fueron invento de Italia, en la Campania, y de ahí su nombre.
Cuando hablamos del siglo de hierro del Pontificado, el siglo X, pudimos sacar la impresión de que en la Jerarquía de la Iglesia no existían sino males. Y eran éstos muy ciertos y muy graves. Pero no hay que exagerar. Junto con ellos, había mucho bien entre el clero, en el más alto como en el más humilde. De no haber sido así, no se hubieran dado en todos estos siglos tantos Santos y Santas reconocidos por la Iglesia como tales. Lo de siempre: en la Historia resalta siempre el mal; el bien sigue su caminito silencioso.