52. Las investiduras y San Gregorio VII

52. Las investiduras y San Gregorio VII

Gregorio VII es una figura gigante, que no se doblegó ante ninguna dificultad y elevó a la Iglesia, desde una grave postración, a una gran altura moral.  

 

Había muerto el Papa en Abril de 1073 y al monje y archidiácono Hildebrando le tocaba organizar los funerales en la basílica de Letrán. Acabados, se alzó un griterío imponente y espontáneo de la multitud: ¡Hildebrando obispo, Hildebrando obispo, Hildebrando obispo!… Reunidos después los cardenales en la basílica vaticana, hicieron caso al pueblo y le dieron como Papa aquel hombre menudito, de tan pocas apariencias y que estaba aturdido. Lo ordenan de sacerdote y obispo, y así tenemos a Gregorio VII. Se necesitaba un Papa como él. Las Investiduras ─que conocemos por las lecciones 43 y 44─, estaban causando estragos en la Iglesia, y nadie era capaz de remediar el mal. Gregorio VII se haría inmortal por extirparlas de raíz, aunque le valió un pontificado que parece de leyenda.

 

Recordamos muy brevemente, y de modo fácilmente inteligible, lo que eran las investiduras. El feudalismo (lección 44) había hecho que los reinos se dividieran en extensas  posesiones, y los reyes y los grandes señores tenían en sus dominios las iglesias y hasta los obispados como algo propio. La parte espiritual era exclusiva de la Iglesia por institución divina: nadie podía consagrar a un obispo o a un simple sacerdote si no era el obispo. Pero el rey o el señor escogían a los candidatos que habían de regir las iglesias que tenían en sus territorios. Al escogerlos les daban las insignias de su oficio: al obispo el báculo y el anillo, cosa que antes hacían únicamente el Papa y los Metropolitanos, los cuales se limitaban ahora sólo a la consagración episcopal o sacerdotal. Esto era la investidura, el acto con que se le donaba al escogido posesión de la capilla, parroquia, y hasta la misma diócesis, y que entrañaba el juramento de fidelidad al rey o señor.

Este era el sistema, y hubo reyes como San Enrique II que lo hacían con la naturalidad máxima, con plena conciencia de su deber y eligiendo a los mejores. Pero no todos eran un Enrique el Santo… ¿Cuál era el resultado con los otros reyes o señores? Que los elegidos no eran los más dignos, sino los que más provecho traían al señor o al rey. Y lo hacían, muchas veces, comprando o vendiendo los oficios a base de fuertes sumas ─el grave pecado de la simonía─, y abundaban los sacerdotes y obispos amancebados, sin guardar para nada el celibato ─el pecado del nicolaitismo o clerogamia─, causando así un grande mal a los fieles. La Iglesia era una esclava del régimen, pues no tenía libertad alguna para escoger a pastores dignos. Así en Alemania, Francia y Lombardía de Italia; y algo, aunque en grado muy inferior, en Inglaterra y España.

¿Remedio?… Parecía un imposible acabar con el mal, pues fracasaron en la reforma todos los intentos de Papas y varios Santos; pero Dios guardaba su baza en la persona del papa San Gregorio VII, aunque él temblase porque “obligado, con gran dolor y gemidos fui colocado en el trono”, “sin otra esperanza que la misericordia de Cristo”. Y se trazó un programa muy claro: “Procurar con todas mis fuerzas devolver a la Santa Iglesia, esposa de Dios, señora y madre nuestra, su propia hermosura, para que sea libre, casta y católica”.

 

El Papa empezó inmediatamente, en el sínodo cuaresmal de Roma de 1074. Exigió cumplir la ley que ya existía pero que no se cumplía: ningún clérigo elegido con simonía puede ejercer el ministerio en la Iglesia, y pierde su cargo quien lo consiguió a base de dinero. Además, los concubinarios, tanto presbíteros, diáconos o subdiáconos, deben abandonar su oficio, y los fieles no pueden acudir a las funciones celebradas por ellos.

Se armó la revolución que cabía esperar. Hubo obispos que aceptaron la decisión del Papa, pero otros muchos se mostraron blandengues y no publicaban el decreto de Papa, o lo disimulaban, toleraban que los clérigos siguieran casados, e incluso dejaban casarse a los que aún no lo habían hecho. El Papa escribe de estos obispos: “se esconden en el silencio como perros que no saben ladrar”. Muchos curas concubinarios se revelaron de manera violenta, y así, un hombre que en Cambray habló contra los simoníacos y concubinarios lo lanzaron a las llamas de la hoguera; y al abad San Gualterio, por defender la decisión del Papa, lo arrastraron violentamente y fue encarcelado por disposición del rey de Francia Felipe I, del que escribía el Papa a los obispos que era “no rey sino un tirano, que ha manchado toda su vida con pecados y crímenes, y el infeliz y miserable da pésimo ejemplo a sus súbditos con el pillaje de las iglesias, con adulterios, con rapiñas nefandas, con perjurios y fraudes continuos”.  

 

Era inútil todo esfuerzo de reforma del clero mientras no se fuera a la raíz, es decir a la simonía en las investiduras, pues la Iglesia tenía las manos atadas para elegir a pastores dignos del pueblo de Dios. Y así, el Papa, en el nuevo sínodo cuaresmal de Roma el año 1075, fue tajante en sus disposiciones: “Cualquiera que en lo sucesivo reciba un obispado o abadía de mano de una persona seglar no será tenido por obispo o abad. Perderá la gracia de San Pedro ─(es decir, la comunión con el Papa, Vicario de Cristo y cabeza de los obispos)─ y no podrá entrar en el templo. Igualmente, si un emperador, duque, marqués, conde o cualquier otra autoridad osare dar la investidura de un obispado o de otra dignidad eclesiástica, sepa que incurre en las mismas penas”.

La guerra contra el Papa vino inexorable. Y aquí aparece en la Historia el rey de Alemania Enrique IV, de tan triste memoria. Tenía buenas cualidades naturales, pero no conoció freno moral desde su juventud, y escritores contemporáneos suyos lo llaman un perfecto calavera, libertino y cruel, que tenía a la vez dos o tres concubinas y no había muchacha ni mujer hermosa que estuviese segura ante sus instintos pasionales, hasta ser, dicen unos versos crueles, “seductor adúltero de abadesas y reinas”…

No va a ser posible describir en una sola página todas las luchas que se entablaron entre Enrique IV y el papa Gregorio. Las armas estuvieron siempre a favor del rey alemán, pero la Iglesia, fuera de los obispos simoníacos y curas concubinarios, estaba con el Papa, aunque su vida será tan amarga que, soñando en la muerte, rezará angustiado: “Muchas veces le clamo a Cristo. Apresúrate, no tardes en venir a buscarme, date prisa, no te detengas; y líbrame por amor a la Virgen Santísima y la intercesión de San Pedro”. Y por más que Enrique le tenga por su peor enemigo, Gregorio le escribirá con inmensa ternura: “Al Espíritu Santo me remito, a fin de que te indique lo mucho que te quiero y amo”.

 

Lo curioso es que Enrique, al principio, se mantuvo en gran armonía con el Papa Gregorio, el cual escribía: “Ningún emperador dirigió unas palabras tan llenas de ternura y de obediencia a un pontífice como las que Enrique nos escribe a nosotros”.  Era la luna de miel que acabaría muy pronto. Vendrían después en Enrique los gestos teatrales como el arrepentirse de momento para volver inmediatamente a las andadas, las batallas sangrientas, la audacia que le llevó a escribir al Papa después de un sínodo en Worms organizado por él con obispos simoníacos: “Yo, Enrique, rey por la gracia de Dios, a una con todos nuestros obispos, te decimos: Desciende, desciende a ser condenado por todos los siglos”. 

Pero al Papa no le tembló la voz al excomulgar a Enrique en forma de oración, hablando como sucesor de Pedro: “Por tu favor me ha concedido Dios la potestad de atar y desatar en el cielo y en la tierra. Animado con esta confianza, por el honor y defensa de la Iglesia, en el nombre de Dios omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, con tu poder y tu autoridad, al rey Enrique, que con inaudita soberbia se alzó contra tu Iglesia, le prohíbo el gobierno de todo el pueblo alemán y de Italia, desobligo a todos los cristianos del juramento de fidelidad que le hayan prestado o le hubieran de prestar, mando que nadie le sirva como a rey, y le cargo de anatemas, a fin de que todas las gentes sepan y reconozcan que tú eres Pedro y sobre esta piedra el Hijo de Dios vivo edificó su Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”.

 

El efecto en toda la Cristiandad fue tremendo. El Papa juzgaba y excomulgaba a Enrique como hijo de la Iglesia a la cual estaba causando males terribles. El rey se dio cuenta de lo grave de esta situación si no se arrepentía y deba a la Iglesia la satisfacción debida, pues los cristianos no podían comunicarse con el excomulgado y las mismas leyes civiles le hacían perder el trono si antes de un año no obtenía la absolución del Papa. Vino entonces el viaje del Papa a Alemania para entrevistarse con Enrique, el cual se adelantó con un viaje a Italia y ambos se encontraron en el castillo de Canosa. Vestido de penitente ante la puerta durante tres días, el rey se humilló, pidió perdón, y el Papa lo admitió de nuevo en la Iglesia y él mismo le dio la Sagrada Comunión en la Misa. ¿Concluía todo bien?… Pura política, pura comedia, pura hipocresía de Enrique. Aunque es posible que fuera sincero de momento, y se dejase llevar después del respeto humano ante sus partidarios que le tachaban de cobarde. El caso es que la lucha siguió como si nada hubiera pasado. Las tropas de Enrique asediaron Roma, causaron estragos, el Papa se tuvo que refugiar en San’Angelo, y en Letrán era Enrique coronado emperador por el antipapa Clemente III que él había hecho elegir. Para el bien de Roma, Gregorio pudo y quiso evadirse, llegó hasta Salerno, y allí murió, en Mayo de 1085, dicen que con estas palabras en sus labios: “He amado la justicia y odiado la maldad. Por esto muero en el destierro”.

 

¿Fracaso total de Gregorio VII?… No lo creamos. La renovación de la Iglesia estaba en marcha. En medio de la simonía y de la clerogamia, florecían en aquellos días muchos santos, iba en auge la reforma de los monasterios y se estaban preparando las Cruzadas que elevarían la fe y el entusiasmo de los cristianos. Sobre todo, los obispos dejaban de ser simoniacos e iban a seguir en la cátedra de San Pedro unos Papas ejemplares, dignos de la línea que les dejó trazada Gregorio.