51. El cisma de Oriente

51. El cisma de Oriente

Llegamos a una lección muy dolorosa en la Historia de le Iglesia. Rota la unidad por el orgullo de los Patriarcas de Constantinopla. Han pasado casi mil años y la escisión sigue. ¿Hasta cuándo?…

 

Recordemos. Bizancio era una ciudad griega a la entrada del Bósforo y transformada por Constantino en la ciudad de su propio nombre: Constantinopla, convertida en capital del Imperio Romano para el Oriente, mientras que Roma seguía como Capital del mismo Imperio en el Occidente. Al invadir los bárbaros el Imperio Romano de Occidente, el de Oriente, libre de los bárbaros, siguió llamándose de las dos maneras: Imperio Romano de Oriente o, simplemente, Bizancio. El Papa estaba en su diócesis de Roma, como es natural, y el Imperio Romano seguía con un Augusto en Constantinopla o con dos: uno en Oriente y con otro en Occidente según estuviera el Imperio en mano de un solo emperador o de dos. Cuando el bárbaro Odoacro destronó en Roma al último emperador Rómulo Augústulo el año 476, ya no quedó más Imperio Romano que el de Oriente o Bizancio.

 El papa Benedicto XVI nos ha dicho: “Se puede considerar como un hecho de la Providencia el que, en el momento en que el cristianismo alcanzó la paz con el Estado, la sede imperial se haya trasladado a Constantinopla, junto al Bósforo. Roma pasó así a una situación como de provincia. De ese modo, el obispo de Roma podía poner más fácilmente de relieve la autonomía de la Iglesia, su diferenciación respecto del Estado. No hay que buscar expresamente el conflicto, claro está, sino, en el fondo, el consenso, la comprensión”.

Magnífico esto del Papa. Aunque el resultado fue que los obispos de Constantinopla ─todos los Patriarcas, uno tras otro─ quisieron igualarse siempre con el obispo romano. Y el Papa es algo diferente: por la consagración, es igual que todos los demás obispos; pero, por disposición de Jesucristo, el sucesor de Pedro es el Vicario universal del mismo Jesucristo y cabeza del colegio episcopal. Y así, es superior a cualquier otro obispo por privilegios que ostente. Hay que tener esto claro en la Historia de la Iglesia Oriental. No puede haber más que UNA Iglesia Católica bajo un solo Obispo supremo que es el Papa de Roma.

Habían pasado seiscientos años desde la paz de Constantino a la Iglesia en el 313 y desde que el emperador fijase su residencia en Constantinopla, y, con raras excepciones ─pensemos en el magnífico emperador Justiniano─, siempre existió la lucha del Patriarca con el Papa por las ansias de igualarse con él, a pesar de que nunca se dividió la Iglesia: eran una sola fe, unos mismos Sacramentos y un solo Magisterio lo que unía a ambas partes, aunque se tuvieran diferentes modos de culto y diversa legislación en cosas accidentales. Recordemos que los grandes Concilios de Nicea, Éfeso y Calcedonia se celebraron en Oriente. Pero siempre aquejó a la Iglesia Oriental un mal muy grave: el cesaropapismo, es decir, el emperador estaba metido totalmente en la Iglesia, de modo que el Patriarca venía a ser un auténtico servidor de la autoridad civil, como vimos en la lección 22. Aquí lo repetimos de nuevo todo porque conviene tenerlo ahora muy presente.

Con el siniestro Patriarca Focio tuvo el cisma un preludio fatídico en el siglo noveno. Regía la Iglesia Oriental el Patriarca San Ignacio, el cual fue depuesto por el emperador Miguel III para colocar en la sede bizantina a Focio, laico que en tres días recibió todas las Órdenes sagradas, desde la tonsura hasta la consagración episcopal. Focio fue excomulgado por San Ignacio y por el papa Nicolás I el año 863, ya que además fue consagrado por el obispo Asbesta, que estaba suspendido y excomulgado. Hay que decir que Focio, pensador y orador brillante, poseía una preparación muy buena la cual sería aprovechada precisamente para sembrar el mal con mucha malicia. Para resolver la disputa entre sus propios partidarios y los de Ignacio y el Papa, Focio convocó un concilio en el que se establecieron las bases de una separación definitiva entre Roma y Constantinopla. Fue acusada la Iglesia romana de haber falsificado el Credo con la procedencia del Espíritu Santo en la Santísima Trinidad, y de considerar al Patriarca de Constantinopla de inferior nivel que el de Roma. ¡La cuestión de siempre! Apoyado todo por Miguel III e instigado todo por su tío el malvado Bardas, aunque fue asesinado por Basilio el Macedonio y después moría también asesinado Miguel III. Basilio se hacía con el trono imperial, deponía a Focio, reinstalaba a Ignacio, se colocaba al lado del papa Adriano II, y en el Concilio ecuménico del 869, al que asistió el emperador, se determinaba: “Teniendo por órgano del Espíritu Santo al beatísimo papa Nicolás, lo mismo que a su sucesor el santísimo papa Adriano, definimos y sancionamos todos los decretos que ellos dieron tanto para la defensa y conservación del santísimo patriarca Ignacio en la iglesia constantinopolitana, como para la expulsión y condenación de Focio, neófito e intruso”.

Pareciera arreglado todo, pero Focio se ganó con halagos y alabanzas al emperador, que lo recibió en palacio, y, al morir el Patriarca San Ignacio, logró ser repuesto en la sede de Constantinopla. Ya lo tenemos de nuevo… El papa Juan VIII admitió benignamente a Focio como nuevo Patriarca con tal que se arrepintiera sinceramente. Pero Focio, jugando siempre hipócritamente con sus cartas al Papa y con los legados pontificios, se aferró a sus ideas separatistas de Roma. Resulta casi un imposible saber cuando Focio obraba rectamente o torcidamente. El año 886 moría Basilio el Macedonio y le sucedía en el trono su hijo legal León VI, que era en realidad hijo adulterino de Miguel III y de Eudoxia esposa de Basilio. Como el nuevo emperador odiaba a su padre legal y a todos los de su entorno, desterró a Focio, lo encerró en un monasterio, y el infeliz Patriarca murió en el olvido más total lo más probable en la década del 890. Cuando se llegue a consumar el cisma definitivo, la Iglesia Oriental Ortodoxa venerará a Focio como “Santo” (!), mientras que la Iglesia Católica tiene en los altares, con harta razón, al bueno de Ignacio.

 

El cisma de Focio fue como un ensayo del que había de venir en el año 1054. Las relaciones de Constantinopla con Roma tuvieron días muy buenos y otros malos. Muchos obispos orientales, fieles al Papa, se quejaron más de una vez por medidas que no les parecían bien. Por ejemplo, el emperador León VI se casó por cuarta vez, cosa que iba contra la costumbre y hasta legislación de Oriente. El Patriarca Nicolás le prohibió la entrada en la Iglesia, pero el papa Sergio III, al que acudió León, le dio su aprobación. Otro caso, el Papa confirmó como Patriarca al indigno Teofilacto, elegido a los diez años de edad y consagrado a los dieciséis, tan loco por sus caballos que abandonó los oficios sagrados del Jueves Santo porque le avisaron que su yegua favorita acababa de tener un hermoso potro… Era el siglo X, el de hierro del Pontificado, y a Constantinopla no llegaban noticias buenas desde Roma. Total, que por los emperadores de Oriente y los Papas de Occidente, una y otra Iglesia estaban descontentas.

 

Y vino dolorosamente lo que había de venir. Miguel Cerulario, elegido Patriarca por el emperador Constantino IX, era ambicioso de manera que no se quiso contentar sino con ser el “Papa de Oriente”. El emperador quiso aliarse con el Papa ante el peligro musulmán en el sur de Italia. Cerulario vio el peligro: si los dos se hacen amigos, el Patriarca fracasaba en sus planes de grandeza. Y empezó a acusar a Roma de verdaderas tonterías: la consabida falsificación del Credo por los latinos con el “Y del Hijo” aplicado al Espíritu Santo; que los curas latinos no se dejan la barba; que en la liturgia de Cuaresma omiten el “aleluya”; que ayunan en sábado en vez del viernes… Tonterías de verdad, pero Roma envió legados a Oriente, los cuales, en verdad, fueron muy poco diplomáticos. Cerulario mandó cerrar las iglesias latinas de Constantinopla, y los encargados de cerrarlas llegaron a pisotear las sagradas formas eucarísticas consagradas por sacerdotes latinos. El Patriarca se mostró inflexible. Levantó al pueblo contra los legados del Papa, además de prohibirles a éstos celebrar la Misa en Constantinopla. Entre tanto murió el papa San León IX el día 19 de Abril de 1054, y los legados, por su cuenta, el día 16 de Julio depositaron sobre el altar de Santa Sofía la bula de excomunión contra Miguel Cerulario, el cual, a su vez, en un sínodo con bastantes obispos, excomulgaba a los legados. Todos pensaron que el emperador depondría Miguel, pero el pueblo se puso a favor del Patriarca, al que se fueron añadiendo poco a poco los Patriarcas y obispos de todo el Oriente, Asia Menor, Grecia, Serbia, Bulgaria, Rusia, etc…  El crisma se había consumado.

 

Así se ha llegado a nuestros días. La Iglesia Oriental, en aquellos primeros mil años de Cristianismo, tuvo grandes obispos y Santos, igual que escritores egregios. Conserva íntegramente la doctrina y el culto eucarísticos, y tiene una devoción tiernísima a la Santísima Virgen, la Inmaculada y la Asunta, la “Theotócos”, la Madre de Dios. La Iglesia Ortodoxa no tiene una cabeza única, pues cada Patriarca es independiente, aunque todos ellos se sienten unidos con la caridad, tan típica en su Iglesia.

No confundimos con la Iglesia Ortodoxa a la Iglesia Católica Oriental, plenamente unida al Papa de Roma, aunque conserva ritos del culto y legislación propia, muy diferentes de la Iglesia latina, pero somos la misma y única Iglesia Católica.

La Iglesia Ortodoxa, aunque tenga también ritos diferentes, conserva íntegra la fe católica. Y así, no es Iglesia hereje, sino cismática al haberse separado de la obediencia al Papa. Por eso, muchas veces a lo largo de estos casi mil años se han hecho intentos de unión, pero no han tenido nunca éxito. Hoy, con el bendito Ecumenismo, ha empezado un movimiento en el que está metido del todo el Espíritu Santo, y un día u otro llegará a término feliz. El año 1965, el Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras conjuntamente anularon aquellos documentos o bulas de excomunión, tanto de los legados pontificios como de los obispos orientales. Paz, paciencia, trabajo, ¡y a esperar! Dios se saldrá con la suya.