Son el saludo o el exordio que puso Jesús a todo el Sermón. Y hay que decir ante todo que son desconcertantes. Jesucristo nos ofrece alegría, felicidad, dicha, y empieza por revolver y trastocar todo lo que el mundo enseña y quiere:
¡Dichosos los pobres!…
¡Dichosos los mansos!…
¡Dichosos los que lloran!…
¡Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia o santidad!…
¡Dichosos los limpios de corazón!..
¡Dichosos los pacíficos y que trabajan por la paz!…
¡Dichosos los que sufren por la justicia o su fidelidad a Dios!…
¡Dichosos los que padecen por mi causa!…
¡Dichosos todos éstos, porque de ellos es el Reino de los cielos!…
Todas estas bienaventuranzas se reducen a la primera: “los pobres”, que, sin nada en este mundo, no tienen más apoyo que Dios.
Y para que el contraste sea más inconcebible, viene ahora Lucas y opone a tanta belleza las maldiciones, que casi dan pavor, pues añade Jesús:
¡Pero, ay de ustedes los ricos, porque han recibido su consuelo!…
¡Ay de ustedes los que están hartos, porque tendrán hambre!…
¡Ay de los que ríen ahora, porque tendrán aflicción y llanto!…
¡Ay cuando todos los hombres hablen bien de ustedes, pues de ese modo trataban sus padres a los falsos profetas!…
Es la suerte de los autosuficientes, que no tienen necesidad de Dios para nada. Orgullosos, se bastan a sí mismos, no les dice nada la vida eterna, y no tienen más ley en la vida que el egoísmo opresor.
Para entender las bienaventuranzas en la vida cristiana, sin quitarles nada de la literalidad que tienen en el Evangelio, hoy se usa en la Iglesia la expresión muy acertada de “El espíritu de las bienaventuranzas”, que compagina de manera admirable la alegría del Evangelio con la seriedad, compromiso y fidelidad de la vida cristiana.