Esta lección tiene tres puntos muy distintos, y son de gran importancia porque nos disponen para entender lo que va a ser la Edad Media, que se configura originariamente durante esta segunda mitad del siglo octavo en Francia (751-800).
Vimos en la lección 34 ─“La Iglesia merovingia”─, cómo Francia, la primera nación católica que se formó con los pueblos bárbaros invasores del Imperio Romano, se había ido relajando hasta necesitar una reforma profunda. Pero sus reyes no cambiaron de costumbres, pues se daban a una vida vergonzosa de ocio, de diversión, que les valió el sobrenombre de “los reyes holgazanes”. Aquel estado de cosas no podía continuar así.
1º. Quienes mandaban en el palacio eran los Mayordomos, hasta que uno de ellos, Pipino, hijo del que fue mayordomo Carlos Martel, acabó con aquella cuestión degradante. En vez de contentarse con ser mayordomo, el año 751 echó fuera a Childerico III ─todo un “golpe de Estado”─, se proclamó Rey, acción aprobada por el papa San Zacarías, y comenzó la prosperidad de la era carolingia, que desembocaría en el Sacro Imperio Romano.
2º. Pipino, agradecido al Obispo de Roma, ayudó al Papa Esteban II, atacado siempre por los lombardos. Vencidos éstos, entregó oficial y jurídicamente al Papa las tierras conquistadas que acrecentaban el que se llamaba y era “Patrimonio de San Pedro”.
Quedaban constituidos oficialmente “Los Estados Pontificios”, que veremos de modo especial en una lección aparte.
3º. El Papa, en agradecimiento, ungió como Rey a Pipino y nombró “Patricios de Roma” a sus hijos Carlos y Carlomán. En el 771, Carlos ─Carlomagno como se llamará en adelante─, quedó único rey de Francia al morir su hermano y usurpar los territorios que correspondían a sus sobrinos. Después de varias luchas, venció definitivamente en Italia a los lombardos; se hizo imponer la Corona de Hierro; donó al Papa nuevas tierras de las conquistadas a los lombardos, y, por fin, el día de Navidad del 800 fue coronado en Roma Emperador por el Papa León III.
Había nacido el “Sacro Imperio Romano”. Pero esto nos llevará a una lección especial, igual que el punto anterior sobre los Estados Pontificios.
Cabe preguntarse: ¿Y por qué los Papas habían de entrometerse en asuntos estrictamente civiles? No es nada extraño. Para aquel entonces, en las jóvenes naciones constituidas por los pueblos bárbaros convertidos, las autoridades civiles actuaban en unión estrecha con los jerarcas de la Iglesia. Todos veían en los obispos, sacerdotes y monjes de los monasterios a unos hombres superiores por su ciencia, su santidad y su beneficencia.
Por su saber, superaban a todos en cultura, y por eso eran los consultores natos de los príncipes y reyes, a veces con puestos destacados en los palacios.
A pesar de los defectos que esta situación de privilegio trajo en numerosa parte del clero, había en la Iglesia muchos y esclarecidos santos, que eran ejemplo de vida cristiana.
Por el trabajo de los monasterios, como sabemos bien, salieron de su incultura las gentes más sencillas.
Y no debemos olvidar que, en los clérigos especialmente, el pueblo encontraba la protección de sus intereses mientras los príncipes se hacían guerras continuas con las cuales saqueaban a las poblaciones indefensas.
Decimos esto sobre todo el clero en general.
Pero en especial fue notable la enorme influencia de los Papas. ¿Por qué? Desde los tiempos de Constantino, el Papa recibía muchas donaciones para la Iglesia, lo mismo en dinero que en tierras, casas, inmuebles, por toda Italia y en otras naciones. Toda esa riqueza constituía lo que se llamó el “Patrimonio de San Pedro”. En tiempos de San Gregorio Magno, al que ya conocemos bien (lección 33), el Papa era el hombre más rico de Italia. El mismo Gregorio, que era de familia opulenta, antes de hacerse monje había repartido todos sus bienes para la Iglesia: sustento del clero, monasterios, templos, y, sobre todo, los pobres. Estaba todo bien organizado, y, por cierto, San Gregorio Magno fue un organizador magnífico y un distribuidor generoso. Por este motivo, el Papa era siempre muy apreciado.
Viene ahora Pipino el Breve, y, con las tierras arrebatadas a los lombardos, establece oficialmente la donación al Papa, que se convierte en un señor temporal, como rey, como un monarca, o, si queremos, como Jefe de un Estado o de una república cristiana.
Pasamos a Carlomagno, figura central de la alta Edad Media. Fue para la cristiandad una gran providencia de Dios. No era ningún santo, sino un hombre de grandes cualidades: guerrero magnífico y bastante brutal ─como vimos y volveremos a ver al hablar de sus luchas con los sajones─; varios matrimonios a su manera; cariñoso con sus hijos; ignorante que se empeñó en aprender y logró imponerse con una cultura notable, hasta soñar y decir: “¡Ojalá tuviera yo conmigo doce clérigos tan doctos y sabios como Jerónimo y Agustín!”. Un rey semibárbaro, hijo de su tiempo, pero de una gran fe, mucha piedad, leal con todos, grande y sincero bienhechor de la Iglesia, a la que quería conforme al ideal trazado por San Agustín en la Ciudad de Dios, obra que leía asiduamente con verdadera pasión.
Celoso del bien de la Iglesia, se metió mucho más de lo que debía en la organización de obispados, parroquias y monasterios, y en el desarrollo del culto, algo que no era propio de la autoridad civil; procuró la reforma de las costumbres; y, sobre todo, defendió con mucha valentía al Pontificado de Roma. Podemos probar todo esto en muchos detalles de su actuación, que hoy nos resulta extraña y hasta inadmisible en un rey.
Por ejemplo, su corte de palacio la constituían en gran parte clérigos, sacerdotes y obispos, que eran sus consejeros natos. Por eso, concedía a los obispos autoridad civil al mismo tiempo que a los condes. Con ello subordinaba de hecho la Iglesia a la voluntad real, pues, ¿quién se atrevería a contradecir al rey?…
Como el pueblo estaba ya muy compenetrado con la Iglesia, Carlomagno empezó por reestructurar los obispados, creando muchos arzobispados, sobre todo entre los sajones. De uno que había, llegaron a ser veintiuno para cuando murió el rey; los arzobispos tenían muy definidos sus deberes y sus privilegios, aunque llegaron a ser después unos príncipes con autoridad muy grande. Los obispos ya no eran elegidos por el clero, sino que los designaba el rey aunque tuvieran que ser aprobados por la Iglesia. Para la reforma de la Iglesia, comenzó por exigir una conducta ejemplar en los obispos, para lo cual retiró a todos los indignos y los nuevos eran escogidos entre los clérigos mejores. Asimismo, fortaleció la Regla de los Canónigos en las catedrales y, aunque no lo consiguió, tenía la intención de conseguir que todos los sacerdotes de las sedes episcopales viviesen como los monjes en comunidad, bajo el mismo techo y sentados a la misma mesa, para rezar también juntos el Oficio divino, la oración oficial de la Iglesia.
Las parroquias campesinas se multiplicaron mucho, pues el obispo residía en la ciudad y por los corepíscopos, sus auxiliares, atendía a los pueblos de la comarca. Estas parroquias se multiplicaron mucho por las villas y aldeas, y, aunque ligadas siempre al obispo, llegaron a independizarse mucho en asuntos importantes, como fue el poseer pila bautismal propia y cementerio particular.
Sin embargo, el obispo tenía que visitar regularmente toda su diócesis y debía además convocar sínodos o reuniones con todo el clero, con sus deanes y arcedianos, y examinar a los clérigos y monjes a ver si vivían conforme al derecho canónico y a su regla. Tenían obligación también de averiguar si los seglares rezaban rectamente sus oraciones, ya que exigía a todo cristiano el saber el Credo y el Padrenuestro, el observar el domingo con el descanso y la asistencia a la Misa dominical y a las otras funciones religiosas de los días de precepto.
Por la enorme influencia que tenían debido a su cultura y a su riqueza, los monasterios de monjes estaban especialmente bajo la mira del rey. En tiempos anteriores habían llegado a una gran relajación y Carlomagno siguió adelante con la reforma emprendida hacía ya muchos años por Carlos Martel cuando dio aquel “golpe de estado”, por su hijo Pipino y ahora por Carlomagno.
Como se ve, el rey venía a ser una especie de soberano dentro de la Iglesia, por más que nunca se puso sobre el Papa; hablaba en los sínodos como un santo Padre; las leyes del rey, aunque justas, pasaban a ser orden para la Iglesia, y, a su vez, las leyes de la Iglesia se convertían en leyes civiles también. Todo esto, hecho con gran rectitud ante su conciencia, pero…, a todas luces Carlomagno pecaba por exceso, aunque estaba convencido de que su principal deber era proteger, desarrollar y cuidar a la Iglesia esmeradamente.
Aunque Carlomagno no tuvo éxito en la empresa y fracasó en los desfiladeros navarros de Roncesvalles, quiso ayudar a los reyes de España en la expulsión de los musulmanes que desde el año 711 se habían apoderado de la Península.
Con un rey así ─que pasaría a la posteridad como el prototipo del príncipe cristiano─, las nuevas naciones, formadas por aquellos bárbaros invasores del Imperio Romano, se iban preparando, junto con sus reyes, para alumbrar la Europa que se vislumbraba en el horizonte. Carlomagno, bajo la mirada atenta del Papa, iba a ser el instrumento en manos de la Providencia para la empresa que se estaba echando encima de la Cristiandad.