Desembarcan en la Decápolis, por tierras de Gerasa, y les sale al encuentro el endemoniado más famoso de todo el Evangelio. La narración de Marcos es espeluznante.
El pobre hombre, que, como se verá al final, no era malo, “tenía la morada en los sepulcros, y no se le podía sujetar ni con cadenas, ni con grillos ni con esposas, pues lo rompía todo. De noche y de día andaba por los sepulcros y por los montes gritando e hiriéndose con piedras”. Ve a Jesús, se postra delante de él, y entablan un diálogo patético, empezado por el demonio a todo grito:
-¿Qué tengo que ver yo contigo, Jesús, hijo del Dios altísimo? Te conjuro por Dios que no me atormentes.
-¡Sal de este hombre, espíritu inmundo! Y dime: ¿cómo te llamas?
-Me llamo legión, porque somos muchos.
“Legión”. Había para aterrarse, pues todos sabían que la legión romana contaba hasta de seis mil soldados. Y como la Decápolis no era judía, sino pagana, el cerdo era carne común para comer, y allí había hozando con sus guardianes una enorme piara de puercos. El demonio entonces pide desesperado a Jesús:
-No nos eches de aquí, pero si nos arrojas, déjanos meternos en esa manada de cerdos.
-Conforme. ¡A meterse en ellos!…
Y sigue Marcos: “Salieron los espíritus inmundos y entraron en los puercos, y la piara entera, unos dos mil, se precipitó por la pendiente en el mar y allí se ahogaron”.
Los porquerizos, aterrados, contaron lo ocurrido por toda la comarca, cuyos habitantes asustados y egoístas -¡qué pérdida los dos mil puercos!-, pedían a Jesús:
-Marcha, marcha de aquí.
Y eso que al endemoniado de antes lo veían ahora en su sano juicio, y pidiéndole a Jesús:
-Déjame ir contigo…
Pero Jesús, amable y comprensivo:
-Vete a tu casa con tus parientes, y cuéntales lo que el Señor te ha hecho, compadecido de ti.
No obstante esta despedida tan poco elegante de los gerasenos, veremos de nuevo a Jesús en la Decápolis haciendo milagros con su bondad de siempre.