57. Más sobre las herejías

57. Más sobre las herejías

Esta lección, no como necesaria, sino como curiosa. Cosas que dejamos en la lección anterior sobre las herejías medievales.

 

Conocemos a los iconoclastas de Oriente por la lección 22, dados a destruir las imágenes de los Santos. La herejía no tenía base popular, ya que los fieles querían y veneraban sinceramente las imágenes. Lo malo es que se mezcló la política de los emperadores bizantinos, cuyo cesaropapismo nos es bien conocido. El emperador León III el Isáurico era un hombre dotado de grandes cualidades y defendió Constantinopla heroicamente derrotando a los árabes que la habían asediado con una enorme flota de 1.500 barcos. Pero no se sabe cómo se le metió en la cabeza el atacar las sagradas imágenes, quizá para atraer a judíos y musulmanes enemigos de su culto. El caso es que el año 727 mandó derribar la gran imagen de Cristo colocada, dicen, por Constantino ante la puerta de bronce de un palacio. Mientras Jovino realizaba la tarea, el pueblo se amotinó, derribaron la escalera, cayo el jefe con los ayudantes, las mujeres pisotearon los cadáveres, y el emperador se convirtió desde aquel momento en una furia. Orgulloso, escribía al papa Gregorio II manifestándole que acabaría con el culto de las imágenes, por ser idolátrico y contrario a las Sagradas Escrituras. Y le aseguraba al Papa: porque “Soy emperador y sacerdote”.

Nada pudo con el Patriarca San Germán, pero el Patriarca siguiente, Anastasio, fiel obsequioso del emperador, le apoyó en su lucha y comenzó una destrucción de imágenes implacable. Los héroes de la Iglesia fueron los monjes, y entonces León III les declaró una guerra feroz que produjo muchos mártires. Enterado de todo el papa Gregorio III, excomulgó desde Roma al emperador y “a todos los que destruyan las imágenes de Nuestro Señor Jesucristo, de su gloriosa Madre María, siempre virgen inmaculada, y de los apóstoles y santos”. San Juan Damasceno, en su retiro de Oriente, escribía magníficamente como gran Doctor sobre el culto de las imágenes, y, como dijimos en aquella lección, dicen que la Virgen le devolvió la mano que le cortaron para que no escribiera más.

 

Lo de San Juan Damasceno puede que sea una leyenda. Pero no es leyenda es la terrible persecución que desató Constantino V Coprónico, que sucedió como emperador a su padre León III. Hizo celebrar el concilio de Hieria, el cual no fue válido porque ni el Papa envió sus delegados ni acudieron los Patriarcas de Oriente, pero sus 338 obispos, orientales y aduladores de Coprónico, condenaron el culto de las imágenes para dar gusto al emperador, y sin embargo no se atrevieron a condenar sus ideas de verdadero hereje: negaba que Jesucristo tuviera las dos naturalezas de Dios y de hombre; le negaba también a la Virgen el nombre de Theotócos, la “Madre de Dios; a ningún hombre se le podía llamar “santo”, etc.

Como el concilio no fue aprobado, y los monjes defendieron valientes la fe, se desató la terrible persecución. Los obispos fieles, desterrados o muertos, como Juan de Monagria, a quien meten cosido en un saco y lo arrojan al mar… Los monasterios de los monjes, destruidos o profanados. Se organiza una procesión grotesca; todos los monjes, cada uno con una mujer atada al brazo, son paseados por la ciudad entre los insultos y salivazos del populacho afecto al emperador; se les ofrece la libertad a los que acepten a la mujer para casarse con ella, y, al no ceder ellos, a muchos se les sacaron los ojos, se les cortaron las orejas o las manos, o se les embadurnó de pez la barba para prenderle fuego…

Murió Constantino Coprónico, y la persecución se amortiguaba o se reanudaba o cesaba según el cariz del nuevo emperador. Y cesó con la Emperatriz Irene o con la regente Teodora, ambas muy católicas. Teodora puso de Patriarca al obispo Metodio, que tenía “los labios mutilados por el hierro de los iconoclastas, de suerte que en las funciones públicas tenía que sostener sus mandíbulas destrozadas con un vendaje blanco, pero conservaba suficiente voz y elocuencia para dictar sus himnos y sus discursos, siempre temibles a los enemigos de las imágenes”. Para finales del siglo IX la herejía había desaparecido. Si el culto de las imágenes no fuera legítimo, ¿habría dado Dios tanta gracia a tantos mártires?…

 

Los maronitas de Armenia constituyen un caso muy bello. Monofisitas y monotelitas desde aquellas herejías del siglo V, rechazaron siempre los Concilios de Éfeso y Calcedonia. Pero en el siglo XII se acercaron a Roma. No hace falta detenernos en detalles, de idas y venidas entre Roma y Armenia. En el año 1215, el Patriarca Jeremías asistió al Concilio IV de Letrán, y, regresado a su tierra, unió definitivamente bajo Inocencio III la Iglesia Maronita con la Católica, y desde entonces, a pesar de muchas persecuciones, la Iglesia en el Líbano se ha mantenido fidelísima a Roma como lo vemos en nuestros mismos días.

 

Casi para tener un rato de solaz, podríamos entretenernos con otras herejías de estos siglos XII y XIII, porque resultan curiosas, aunque causaron males serios entre los fieles.

Los luciferianos de Maestricht aseguraban que Lucifer había sido condenado en el infierno injustamente y había que rehabilitarlo condenando al Arcángel San Miguel. Además, había que adorar al demonio Asmodeo en forma de gato negro.

El loco de Tanquelino (+1115), comilón en banquetes espléndidos, se proclamaba a sí mismo Hijo de Dios con la plenitud del Espíritu Santo, y realizó una ceremonia sacrílega con la Virgen María. Sus seguidores fueron tan fanáticos que se disputaban el bautizarse con el agua en que se había bañado Tanquelino, asesinado finalmente por un clérigo.

El francés Eudo fue otro loco de remate, pues proclamó ser el Hijo de Dios y el Juez que el último día acabaría con el mundo. Murió encarcelado hacia el año 1150.

Más serios fueron los petrobrusianos, fundados por Pedro Bruys (+1138), que aseguraba: el bautismo de los niños era inútil; había que destruir las iglesias, porque los templos son prostíbulos; Jesucristo consagró solamente en la última cena, ahora ya no está presente en el Sacramento; hay que destruir las cruces, y, de hecho, hizo un día un gran montón con ellas, les prendió fuego, pero el pueblo escandalizado y amotinado acabó con él echándolo vivo en la hoguera.

Los panteístas de Amuray en París, como su mismo nombre indica, aseguraban que todas las cosas son parte de Dios y Dios mismo. Y muerto Anuray, la herejía enseñó algo más divertido: la Historia se divide en tres edades. La primera es la del Padre, que se encarnó en Abraham; la segunda, la del Hijo, que se encarnó en Cristo; la tercera es la del Espíritu Santo, encarnado en todos los fieles, y así todos somos dioses como Cristo y Abraham. Condenados estos errores en París el año 1210, el rey de Francia Felipe Augusto mandó morir en la hoguera a los principales herejes y a los demás los metió en prisión para siempre.

Los speronistas fueron desconocidos por mucho tiempo en la Historia, pero modernamente han salido a relucir con amplia y fidedigna documentación. Y hay que decir que fueron unos herejes malos de veras. Su iniciador fue Hugo Speroni, del norte de Italia, el cual aparece por los años 1160 con unas doctrinas que son un verdadero avance de lo que más tarde enseñarán por doquier los más genuinos protestantes. Que sepamos, Speroni no era sacerdote sino un magistrado muy docto, con cargo público como el de Cónsul en su ciudad natal de Piacenza. Hizo muchos adeptos a los que instruía en una espiritualidad radical, con verdadero odio a toda autoridad religiosa. Se separó de la Iglesia Católica, a cuyos sacerdotes odiaba; negaba los sacramentos, especialmente la Eucaristía; enseñaba que la santificación se obtiene sin necesidad de las obras buenas, sino simplemente por la predestinación de Dios, que a unos los ha señalado desde la eternidad para la salvación y los demás se condenan sin más. El sacerdocio no existe, pues sacerdotes verdaderos son únicamente los santos, mientras que los sacerdotes consagrados son todos unos pecadores indignos de la Iglesia. No hay distinción alguna entre sacerdotes y laicos, pues todos son sacerdotes… Puro protestantismo de Lutero y de Calvino con cuatrocientos años de anticipación. Suerte que el speronismo no tuvo duración, y antes de un siglo no aparece ningún rastro de semejante herejía, la peor de todas en este siglo XII, junto con la de los albigenses.

 

Los valdenses ya fueron otra cosa. Verdadera lástima que acabase en herejía lo que comenzó tan bien. Pedro Valdés, rico comerciante de Lyón, deseoso de seguir a Jesucristo en todo, dejó bien asegurada a su esposa y a sus hijas, y con algunos seguidores con el mismo ideal, se abrazó con la pobreza, se llamaban los pobres de Cristo, se vieron admirados y seguidos por la gente sencilla, embobada de aquella sencillez y pobreza. Lo malo es que por el año 1177 empezaron a predicar, cosa prohibida a los laicos por no estar preparados para ello, y difundieron errores que el obispo hubo de atajar. Aquí empezó el mal de aquellos reformadores. Y aunque el papa Alejandro III alabó su sincero ejemplo de pobreza, les pidió que no predicaran sino con la autorización expresa de los obispos. Engreídos, se rebelaron, se pusieron en contacto con cátaros o albigenses, y cayeron en muchos errores. Iban de tumbo en tumbo. Un concilio de Verona el año 1184 los condenó, mezclados con los cátaros y otros herejes similares. Como se extendieron fuera del sur de Francia y norte de Italia, entrando también en España, el rey Pedro II de Aragón el Católico los trató de manera brutal, con esta orden: “Sépase que si alguna persona noble o plebeya descubre en nuestros reinos algún hereje, y lo mata, o mutila, o despoja de sus bienes, o le causa cualquier daño, no por eso ha de temer algún castigo, antes bien, merecerá nuestra gracia”.

No es extraña esta manera de actuar del rey aragonés, pues años más tarde vemos el final trágico que tuvieron los albigenses o cátaros. Después de la cruzada organizada por Inocencio III contra ellos, los cabecillas con un gran grupo se encerraron en su castillo de Montsegur, pero  el senescal de Carcasona asedió la fortaleza, encendió una enorme hoguera en el “prado de los quemados”, y en ella arrojó vivos a todos los sitiados, hasta doscientos. Lo podemos creer… La civilización nuestra estaba todavía muy lejos. Y para aquellos reyes y caballeros era un honor salir por los fueros de Dios, como para los judíos del desierto con los amalecitas y otros (Dt. 25,19; Dt. 20,17). Así eran las cosas…