Vino la leyenda bonita. Aquel monje diácono del monasterio de San Andrés iba por las calles de Roma y vio a unos jóvenes altos, rubios, de ojos azules, encantadores. Se los presentaron como “anglos”, y se dijo: ¡Pero, si son unos “ángeles”!… Aquel monje, ya Papa Gregorio, se dijo: ¡Hay que llevar el Evangelio a su tierra!… De la leyenda, a la historia. El gran Papa se empeñó en la evangelización de Inglaterra, y esta es una de las mayores glorias de su inmenso pontificado. Aunque para nosotros es toda una proeza el resumir en pocas líneas aquella aventura misionera.
Para entendernos, hay que empezar por situarse en el pueblo de la Gran Bretaña.
En el norte encontramos siempre a los escoceses. En el centro y sur, a los bretones. Los romanos invaden la Isla en dos expediciones ─la primera, la de Julio César─, fracasan, y la conquistan definitivamente el año 43 después de Cristo. Frecuentes luchas con los bretones, y los romanos nunca dominan a los escoceses. Con el emperador Constantino el Grande llegan a hacerse amigos los bretones y romanos. Pero, ante las invasiones de los bárbaros, los romanos retiran de Inglaterra sus legiones para defender las tierras del continente.
Los escoceses estaban al tanto, y, al verse libres de la defensa que los romanos daban a los bretones, se lanzaron sobre ellos. El rey bretón llamó en el año 449 en su ayuda a los anglosajones, que habitaban la Bretaña, península noroeste de Francia. Entraron los anglosajones en la Isla, todos ellos paganos; al principio eran amigos de los bretones, pero después se dieron a una feroz conquista durante siglo y medio.
Los bretones se replegaron en Gales y Cornuailles al oeste, y ambos pueblos, bretones y anglosajones, fueron desde entonces enemigos irreconciliables. Los anglosajones eliminaron hasta los últimos vestigios de cristianismo, mientras que los bretones, católicos casi todos, mantuvieron íntegra su fe.
Los anglosajones se dividieron en siete reinos, la famosa Heptarquía: Kent, Sussex, Wessex, Essex, Northumbria, Anglia y Mercie. Sería la tierra de los anglos: England, Inglaterra. Estos siete reinos se unían o luchaban entre sí, y el último vencedor de turno se llamaba Bretwald, o rey de los británicos.
Los orígenes del cristianismo en Inglaterra resultan algo misteriosos. Pero ciertamente que había allí cristianos en el siglo II, como atestigua Tertuliano, y consta que tuvo mártires en las Persecuciones, como San Alban bajo Diocleciano por el año 303. Al famoso sínodo de Arlés en Francia el año 314 asistieron como representantes de Britania tres obispos, lo cual indica que había allí Iglesias florecientes.
Entre los bretones se había propagado el cristianismo merced a las legiones romanas. Replegados en Gales, allí tenían el gran Monasterio de English Bangor, filial del de Irlanda, y del cual salieron grandes misioneros para el Continente. Conviene tener clara esta situación demográfica de Inglaterra.
Empezamos por la conversión de Escocia, que permanecía pagana, aunque había algunas comunidades cristianas. Los monjes irlandeses eran misioneros por naturaleza y empezaban su apostolado fundando monasterios, que se poblaban pronto y de ellos brotaba la irradiación del cristianismo a toda la región. Así iba a ocurrir con la conversión de Escocia, que hay que atribuirla ante todo a Columkill, conocido como San Columba, monje irlandés, cuya vida es toda una aventura.
Noble y emparentado con reyes, era alto, fornido, imponente, con una voz de trueno que se le oía desde una gran distancia (!). Por causa de él, se armó una revuelta en que perecieron más de 3.000 hombres. Por milagro se libró de la excomunión, y, aunque no fuera el culpable de aquella carnicería, Columba no tenía tranquila su conciencia. Entonces, prefirió un destierro voluntario. “Y, como una expiación de las ofensas que he cometido, he de procurar la salvación de tantas almas cuantas víctimas causé con la batalla de Cuil Dremne”. El año 563 se embarcaba en un bote con doce compañeros más, y fue a parar a las costas escocesas de Inglaterra. El terrible rey pagano Brude había dado la orden estricta: -Aquí no entran esos misioneros… Pero una señal de la Cruz que trazó Columba causó tales destrozos que el rey, atemorizado, le dio en posesión la isla de Hi o Iona, en la que el monje fundó el monasterio de donde partió la fe a toda Escocia.
Iona fue el cuartel general de aquel monje misionero y conquistador a lo divino. El hombrón tan brusco de antes se convirtió en un santo al que describieron después como quien tenía “un rostro de ángel, que aparecía siempre como quien va guiado por el Espíritu Santo en lo más profundo de su corazón”. El monasterio se convirtió para toda Europa en centro insigne de espiritualidad y de ciencia durante los siglos siguientes, conforme a la profecía del mismo Columba poco antes de morir en el año 597: “En este lugar, pequeño y pobre, se rendirá mucha gloria al Señor, no sólo por parte de los reyes y pueblos escoceses, sino también por parte de países bárbaros muy lejanos. Hasta los santos de otras Iglesias lo mirarán con respeto y reverencia grandes”.
¿Y los anglosajones, los invasores venidos de Bretaña? Durante siglo y medio permanecieron paganos del todo, pero al fin les llegó la hora de Dios. El año 596, la reina Brunequilda de Bretaña, profundamente adicta al papa San Gregorio Magno, le facilitaba el paso de los misioneros hacia Inglaterra. El Papa envió al monje benedictino de Roma San Agustín con 39 compañeros más. Era cuestión de ganar para Cristo los reinos de la Heptarquía. Kent fue la primera conquista. El rey Etelberto salió a recibir en persona a los misioneros. Agustín alzaba una gran cruz, y ante todos los nobles expuso en breve síntesis la doctrina de Cristo. ¿Quieren? ¿Aceptan?…
Berta, hija del rey franco y gran católica, había dispuesto de maravilla al rey, el cual respondía: -Tienen abiertas todas las puertas del reino… El primer bautizado, en la fiesta de Pentecostés, el rey en persona. Y detrás del rey, la nobleza y una gran masa del pueblo, calculada en unos 10.000, recibían el bautismo en la Navidad del mismo año 597, cuando hacía 101 años exactos que en la Navidad se había bautizado Clodoveo de Francia; ocho años justos después que la España visigoda se declaraba totalmente católica; el año mismo en que San Columba moría en la norteña Escocia después de convertida en gran parte, y mientras el monje irlandés San Columbano realizaba masivas conversiones en Europa.
La conversión de Kent entusiasmó al Papa San Gregorio, que pronto mandaría dos expediciones más de misioneros. Agustín era consagrado obispo en Arlés de Francia. El rey Etelberto (¡como siempre, con una mujer detrás, su esposa Berta!) donaba al obispo su palacio para monasterio y residencia, a la vez que construía la catedral de Canterbury que sería la primada de Inglaterra. Y venían después unas normas, sabias por demás, del Papa sobre lo que había de hacerse con los templos paganos y fiestas de los sajones. No derriben los templos paganos, sino sólo las estatuas de los ídolos. Exorcicen la construcción y que pase a ser templo del Dios verdadero… Respeten las fiestas y costumbres del pueblo, dándoles sentido cristiano a sus celebraciones paganas.
Pensando San Agustín y el mismo Papa que los demás reinos de la Heptarquía se harían cristianos con la misma rapidez que lo hiciera Kent, se precipitaron al dejar establecida la Jerarquía para toda Inglaterra. Había que esperar. Los bretones, escoceses e irlandeses de la isla vecina eran enemigos irreconciliables de los anglosajones. Se suscitaron guerras con matanzas muy serias. No eran admitidos los misioneros llegados de esos pueblos enemigos ni se aceptaban costumbres, aunque legítimas, de las Iglesias vecinas. Había que dar tiempo al tiempo. El papa San Gregorio Magno moría el año 604 y San Agustín el 605. Pero la semilla estaba echada en Inglaterra y poco a poco llegará el árbol a cubrir el país entero.
Las conversiones seguían en los reinos de la Heptarquía. Comenzaron en Kent, y el rey católico Sabereth, del Essex, construía en Londres la catedral de San Pablo y su monasterio, que sería después la célebre Abadía de Westminster. Pero ese crecimiento se desarrollaba en medio de tan graves dificultades que el obispo Lorenzo de Canterbury se marchaba ya de su sede, cuando, según tradición fidedigna, se le apareció el apóstol San Pedro y le reprochó severo: ¡Cobarde!…
Todo se calmó, y vinieron una tras otra las conversiones. Northhumbria, gracias a la conversión de su rey Edwin, que, impulsado por su esposa Ethelberga, ferviente católica, abrazaba en el 627 con sus nobles el cristianismo por la actividad del monje y obispo Paulino, el cual desarrolló una gran actividad en York. Siguieron Mercie, Wessex, Estanglia, y Sussex, último en ser evangelizado, hacia el año 680, por el gran misionero San Wilfrido.
Mucho antes se hubiera hecho católica Inglaterra si los misioneros y evangelizadores no hubieran tenido que venir de Roma enviados por el Papa. Tenían a los católicos irlandeses, escoceses y bretones en su misma tierra; pero el odio que se tenían mutuamente con los invasores anglosajones hacía imposible toda comunicación. Sus pueblos se unieron después de ochenta años de evangelización heroica, sistemática y bien pensada, con una Jerarquía en todo conforme con el plan de San Gregorio Magno.
El último gran apóstol y organizador, enviado por el papa Vitalino el año 668 como Arzobispo de Canterbury, fue el famoso monje Teodoro de Tarso, que morirá el año 690. Inglaterra quedaba sembrada materialmente de monasterios, formadores durante toda la Edad Media de santos, sabios y misioneros insignes. En la Historia de la Iglesia durante aquellos siglos medievales merecerá, con toda justicia, el nombre glorioso de “La Isla de los santos”.