25. Francia, la primogénita

25. Francia, la primogénita

Los pueblos bárbaros habían abrazado también la fe cristiana, aunque la mayoría de ellos dentro de la herejía arriana, no la radical sino la mitigada. En algunas lecciones, vamos a ver cómo las nuevas naciones formadas por los bárbaros realizaron su conversión a la fe católica. Aunque lo haremos sin rigor cronológico, sino más bien mirando la importancia que tuvieron en el desarrollo de todo el conjunto.

 

Es una obligación empezar por Francia, llamada “La hija primogénita de la Iglesia”. Veremos cumplido aquello de que la religión de un pueblo es la de aquel que lo gobierna.

Nuestra mirada se dirigirá desde ahora a los bárbaros que invadieron el Imperio de Occidente. Ya sabemos algo por una lección anterior: avanzaban buscando tierras y ciudades, pero respetaban a las autoridades romanas y no desdeñaban la Religión, que desde Constantino, y más que nada desde Teodosio I el Grande, era la cristiana, aunque, debido a los godos orientales, se adhirieran lo mismo a la romana pura que a cualquiera de las heréticas. Todos los bárbaros se hicieron cristianos arrianos, aunque no con el arrianismo radical, sino el moderado, que contenía fórmulas cercanas a las ortodoxas o católicas. Los francos fueron la gran excepción.

 

Antes de hablar de la conversión de los francos, se impone dar un vistazo a los principios de la fe en las Galias. Durante las Persecuciones Romanas ya florecía allí una Iglesia muy vigorosa. Es cierto que la Galia de entonces abarcaba regiones y ciudades que hoy son de Alemania, pero en conjunto se correspondía con la Francia actual. Poblaciones como Reims y París en el norte, y Burdeos o Marsella en el sur, contaban con numerosas comunidades cristianas. Sabemos por la lección 10 lo que fue la Iglesia de Lyon, con aquella legión de Mártires ya en el siglo segundo.

 

Nada digamos de lo que fue el Sínodo de Arlés a principios del siglo IV, el año 314, apenas decretado por Constantino el edicto de Milán. Aunque restringido a la Galia, acudieron a él muchos obispos de todas partes, de Inglaterra, de Italia, de España, y hasta dos delegados del Papa. Tuvo tanta importancia, que muchos lo consideraron como Concilio ecuménico, con lo que hubiera sido el primero de todos, antes que el de Nicea en el año 325. Aunque no lo sea, hay que reconocer lo principal: la Iglesia de la Galia era importantísima, de gran relieve y pujanza.

 

Entre las figuras más destacadas de la Iglesia de la Galia en este sigo IV hay que traer a San Hilario de Poitiers, Obispo y Doctor. Gran biblista, teólogo y escritor, defendió como nadie la fe católica contra el arrianismo, enfrentándose con valentía al mismo emperador arriano Constancio. San Jerónimo lo llama “trompeta contra los arrianos” y “cedro trasplantado por Dios a su Iglesia”. Desterrado al Asia Menor, iba a su fatal destino con la alegría de un viaje de bodas. Muerto Constancio regresó a Poitiers, donde murió el año 366 cargado de méritos ante la Iglesia.

 

Si saltamos en la Iglesia de la Galia al siglo V, nos encontramos con un hecho singular. Hablando de los bárbaros cristianos que ya existían allí, hay que decir que Francia tuvo una suerte enorme. Fuera de raras excepciones, prácticamente abrazaban la fe católica sin mezclas del fatídico arrianismo, gracias a los soldados romanos asentados en sus tierras y que eran cristianos católicos de verdad.

 

Valga por todos el ejemplo de San Martín de Tours. Más bien alemán, de Panonia, estaba en la Galia como soldado. Simple catecúmeno, aún no había recibido el bautismo, e iba un día montado en su caballo, luciendo su manto militar, cuando ve a las puertas de la ciudad a un pobre tiritando de frío por su desnudez. Martín baja de su cabalgadura, corta con el sable en dos su rozagante vestidura, y cubre con la mitad la desnudez del pobre. Por la noche se le aparece Jesucristo, vestido con aquella capa, y diciendo gozoso:

-¡Martín, catecúmeno, me ha vestido con este manto!

Bautizado Martín, se hace monje; funda varios monasterios; es nombrado obispo de Tours, y se convierte en uno de los santos más admirados y queridos de la Iglesia gala, ya por aquel entonces con muchos cristianos, y a la que Martín difunde por doquier.

 

En éstas van a aparecer los bárbaros, y en primer lugar los borgoñones. Llegados del norte de Europa, traspasan el Rhin y se establecen en el sureste, por la actual Suiza. Abrazan la fe cristiana, pero la salpicada de arrianismo. Muchas luchas entre ellos mismos, sobre todo por causa de su rey Gundebaldo, malo de veras, que asesinó a dos hermanos suyos, uno de ellos Chilperico II, exiló a dos hijas suyas, a otra la obligó a meterse monja en un monasterio, pero la otra, Clotilde, refugiada con su tío Godegisilo, llegó a ser la esposa de Clodoveo, rey de los francos, en un matrimonio que sería decisivo dentro de la Iglesia.

 

Se presenta ahora Clodoveo, rey de los francos, que, venidos también del norte de Europa, se establecieron en todo el noroeste de Galia. Y de los “francos” le vendrá a las Galias romanas el nombre de Francia. Por el contacto con los soldados romanos llegaron los francos a convertirse paulatinamente al cristianismo puro, sin herejías, aunque la conversión total no llegaría hasta Clodoveo. Los francos ensancharon sus dominios hacia el este de Francia, dominaron a todos los otros pueblos, vencieron en los Pirineos a los visigodos que eran arrianos, y los borgoñones, ya totalmente católicos, se incorporaron a los francos.

 

Clotilde, venerada como Santa, era una borgoñona hondamente católica. Quería la conversión de su marido, pero Clodoveo era difícil de conquistar, lo mismo en las batallas que en sus convicciones religiosas. Había permitido el bautismo de sus hijos, pero él se mantenía obstinado en su incredulidad. Tenía bastante con aceptar y favorecer en su reino a los cristianos. Hasta que en la batalla contra el valiente pueblo de los alamanes se vio en peligro serio de derrota. Fue entonces cuando gritó al Cielo, dicen que de rodillas:

-Si venzo, abrazaré la religión de mi esposa Clotilde.

La batalla cambió de signo, y Clodoveo se hacía dueño de toda la Galia. Ocurría esto en el año 496.

 

Clotilde encomendó la instrucción religiosa de su marido al obispo San Remigio. Y la historia de la conversión del gran rey franco ─escrita por San Gregorio de Tours cien años después─, es aceptada por todos como cierta en su esencia, aunque esté rodeada de detalles que la hacen realmente hermosa. Como cuando Remigio le explicaba la Pasión de Jesucristo y el rey, dando un fuerte golpe con su lanza en el suelo, exclamó:

– ¡Ah, si yo llego a estar en el Calvario con mis francos!…

Vino la Navidad de aquel año 496, y Clodoveo, con su hermana y con tres mil hombres más de sus mejores soldados, recibía en la catedral de Reims el bautismo de manos del obispo San Remigio. El acontecimiento fue celebrado solemnemente. Todo el camino hasta el templo estaba engalanado y ornamentado con flores y florones. El recinto sagrado, ricamente adornado, brillaba a la luz de una infinidad de velas en medio de nubes de incienso. El rey bárbaro, emocionado, preguntó a San Remigio: -Padre santo, ¿es éste el Cielo?…

Y dicen que al bautizarlo, le dijo San Remigio aquellas palabras:

-Agacha tu cabeza, bárbaro rey; adora lo que quemaste, y quema lo que adoraste.

 

Nada más bautizado, fue también consagrado como rey. Y vino el cuento bonito. En medio de la multitud que llenaba la iglesia, no era posible ir a buscar el óleo en la sacristía, pero apareció de pronto aquella paloma blanca, trayendo en el pico una ampolla con el crisma sagrado. Esa ampolla sirvió para la consagración de todos los reyes franceses hasta Luis XVI, último que la pudo utilizar, porque fue destrozada por un diputado durante la Revolución Francesa.

Leyendas aparte, el Bautismo de Clodoveo resultó un hecho trascendental para la Iglesia. Naturalmente, todo el reino abrazó la fe católica, incluidos después los borgoñones, y el arrianismo de los demás pueblos bárbaros recibió con esto un golpe mortal.

 

Fuera de esto, Clodoveo fue un conquistador con gran acierto político. Usó de mucha comprensión para con los pueblos conquistados. Tomó para si y sus guerreros solamente las propiedades que pertenecían al emperador o al Estado. Con eso, fue bien recibido por todas las poblaciones conquistadas. Un conocido historiador belga resume así la acción del rey:

“Como estadista, consiguió lo que no alcanzó ni Teodorico el Grande, ni ninguno de los reyes bárbaros: sobre las ruinas del Imperio Romano, construyó un poderoso sistema, cuya influencia dominó a la civilización europea durante muchos siglos”.

 

Convertido París en la Capital del Reino, Clodoveo murió joven: a los 45 años de edad. Sus despojos reposaron durante siglos en la hermosa iglesia de Santa Genoveva, hasta que la Revolución Francesa destruyó aquella joya histórica, sobre la que se construyó un Panteón pagano, e hizo desaparecer los restos del gran rey (lección 126). Este hecho será todo lo vergonzoso que queramos. Pero esa indignidad revolucionaria no le quitará jamás a Clodoveo la gloria de haber extendido su reino a casi todo el territorio que ocupa la Francia de hoy, y haber hecho de ella el primer Estado católico en medio de los reinos paganos o arrianos de Occidente, hasta merecer el glorioso título de “Hija Primogénita de la Iglesia”.