MEDITACIÓN DEL DÍA:
Propósitos del año 1850; en AEC p 663
Ha habido santos que han quedado en la memoria colectiva como maestros de buen humor. Entre ellos se suele dar particular relieve a san Felipe Neri, santo florentino del siglo XVI, que inició en Roma los que llamó Oratorios. Eran espacios de encuentro donde se oraba y se compartía la Palabra de Dios con sencillez y acompañada con cantos, donde reinaba el buen humor y donde tenían acogida los más pobres y humildes.
Tres siglos más tarde, en los Oratorios de san Felipe de Barcelona y Vic, el joven Claret encontró sucesivos consejeros que le ayudaron en su discernimiento vocacional. De ellos pudo aprender que el buen humor, la alegría y dulzura, son fruto de la paz del corazón (cf. Aut 386). Esta actitud lo acompañaría y confortaría en momentos duros de su misión, v. gr. el del atentado que sufrió años después en Holguín (cf. Aut 577-578).
El buen humor no nace de la superficialidad, insensibilidad o cinismo frente a las dificultades propias o ajenas. Brota del equilibrio interior. Nos acerca a la objetividad de las cosas y a la toma de las decisiones más pertinentes en cada momento. Surge de aquella paz profunda que no es sólo un saludo como el que el Señor resucitado empleó acercándose a sus discípulos sino también el don con que él los enriqueció y nos enriquece a nosotros para la convivencia y de cara a nuestra misión (cf Jn 20,19-26).
Producto del buen humor es el sentido positivo de nuestras palabras, la serenidad de nuestra mirada que, con una leve sonrisa, alivia, desde la solidaridad, los momentos difíciles de nuestros hermanos… Buenos instrumentos para la construcción del Reino.
Teniendo en cuenta la experiencia de Claret, podemos preguntarnos sobre nuestro equilibrio entre la tristeza y la demasiada alegría. Nuestro humor cotidiano ¿tiene desbordes, inocultables, de pesimismo y tristeza o de afectada y ruidosa alegría? No debemos olvidar los modelos evangélicos que Claret siempre tuvo presentes.