24. San Benito y sus Monasterios

24. San Benito y sus Monasterios

Si era grande el problema que se le echó encima a la Iglesia con las invasiones de los Pueblos del Norte, fue también grande la Providencia de Dios al suscitar a San Benito como el formador de aquellos bárbaros que llegarían a crear la Cristiandad de la Edad Media.

 

Tenemos que recordar la lección 16 sobre los monjes del desierto, que produjeron frutos de santidad eximia en toda la Iglesia. Naturalmente, que había siempre abusos, y el Concilio de Calcedonia en el 451 dictó severas penas contra los monjes giróvagos, ambulantes vagabundos que engañaban a las gentes buenas con aires de oración y penitencia. El mismo Concilio sujetó los monasterios existentes a la inspección del obispo. En realidad, había monasterios en todos los países donde estaba asentada la Iglesia, fundados o regidos por Santos tan grandes como Pacomio, Atanasio, Basilio, Jerónimo, Agustín, Gregorio de Tours, Patricio y otros…

 

Pero a finales del siglo V, el año 480, nacía en Italia el Santo que un día sería el Patriarca de todo el monacato de Occidente: San Benito de Nursia. Muchacho joven, se retiró a la Soledad en Subíaco, a unos cincuenta kilómetros de Roma. Después, dejaría aquella austerísima soledad y partiría más hacia el Sur, a Montecasino, para fundar el Monasterio más célebre en la Historia de la Iglesia. Cerca del suyo para varones, allí instaló el de su hermana Santa Escolástica para unir y formar a las vírgenes consagradas.

 

Multiplicado Montecasino en incontables monasterios después de Benito, muerto el año 547, de ellos saldrían los mejores obispos; en ellos se forjaron los catequistas que adoctrinaron y convirtieron a los bárbaros; los monjes cultivaron y enseñaron a los bárbaros a hacer productivas las tierras, antes estériles o abandonadas por las invasiones. En los claustros de los monasterios se salvó la ciencia antigua. En muchas partes, allí donde se fundaba un monasterio, surgía un poblado que aglutinaba y civilizaba a las gentes dispersas.

 

¿Y cómo lo hizo Benito? La Regla que escribió para sus monjes es suave, práctica, pues toda se reduce a desarrollar el lema que inscribía en el monasterio: “Ora et labora”, es decir, “Reza y trabaja”. Dios lo llenaba todo, conforme también a otro de sus lemas: “Ut in omnibus glorificetur Deus”, o sea, “Que Dios sea glorificado en todas las cosas”. La vida del monasterio se reducía entonces a la oración y al trabajo. El monje quedaba comprometido de manera fija en su monasterio. Hacía los votos de pobreza, castidad y obediencia, y se sujetaba a la autoridad del Abad, que tenía como ayuda al Prior.

 

Como la mayoría de los monjes eran laicos, se dedicaban a los trabajos manuales más diversos. El cultivo de la tierra era normal, y tuvo suma importancia para la formación de los bárbaros. Otro trabajo que resultó imponderablemente beneficioso para la conservación y el progreso de la cultura (¡faltaban nueve siglos para la Imprenta!) fue el copiar a mano escritos antiguos, los de los filósofos griegos y escritores latinos, la multiplicación continua de las copias de la Biblia, los escritos de los Santos Padres y los libros de oración para el culto. Sin los monasterios benedictinos se hubieran perdido los mayores tesoros de la cultura antigua. La ciencia occidental tiene una deuda impagable con la Orden Benedictina.

 

Y a todo esto, ¿qué sabemos de la vida de San Benito? Pocas, muy pocas cosas, de manera que su vida se pierde casi en una niebla impenetrable. Prácticamente, todo lo que sabemos de él se lo debemos al papa San Gregorio Magno, que fue monje benedictino y después, siendo ya Papa, escribió sus Diálogos en el 593-594, unos cuarenta y siete años más tarde de la muerte del Santo, en los que nos dejó “recuerdos”, no una biografía, del fundador y padre San Benito. Sin embargo, esos recuerdos son de un valor inapreciable, edificantes hasta lo sumo y tomados de testigos presenciales.

 

El monasterio de Vicóvaro, vecino a Subíaco, se quedó sin el Abad, y los monjes, conocedores de la santidad de Benito, le piden que acepte el cargo del monasterio. Lo aceptó Benito; pero los monjes poco observantes y rebeldes, incapaces de seguir aquel ejemplo de vida, se quieren deshacer del Superior que ellos mismos habían llamado, y le presentan una jarra de vino con buena dosis de veneno: ‘¡Bebe! ¡Bebe!’… Benito, según su costumbre, hace la señal de la cruz antes de probarlo, y la jarra se rompe en un montón de pedazos…

 

Abandona Benito aquel monasterio relajado, y ante los muchos discípulos que se le acercan y confían, funda doce monasterios, construidos de madera, de doce monjes cada uno, agrupados en aquella soledad, al frente de cada cual coloca a un Prior. Viven según alguna Regla anterior, que podría haber sido la de Basilio o la de Pacomio, pero más que todo se sirven como norma de vida de los ejemplos de su Padre Benito.

Un sacerdote malvado atenta contra la vida de Benito y además le hace la vida imposible con sus calumnias. Benito organiza y asegura su obra de Subíaco, al frente de la cual deja a Mauro su discípulo mimado, y, como iluminado con luz repentina, toma consigo a algunos de aquellos jóvenes estupendos, entre ellos a su querido Plácido, y se marcha muy lejos, hacia el Sur, abajo de Roma y Nápoles, a la comarca de Montecasino.

 

En aquella montaña se levanta un templo pagano; deshace la construcción idolátrica; expulsa con su tenacidad a los sacerdotes de aquel culto supersticioso, y da origen al Monasterio que será la cuna de la gloriosa Orden Benedictina y de la cual arrancará la nueva civilización europea. En la iglesia, lo primero que se levanta, empiezan a sonar los cantos sagrados; los monjes eran asiduos a la “lectura divina”, ya que la Biblia era su único libro de oración; se cultivan los campos vecinos; se trabaja en códices con afán y verdadero primor; se acoge a los peregrinos que llegan, recibidos desde ahora en los monasterios benedictinos como al mismo Jesucristo que pide hospedaje… Esta es la vida de unos monjes que parecen caídos del cielo para transformar la tierra.

 

Benito, el Abad y padre de todos, es benigno. Se entera de que un monje, para no verse en la tentación de regresar al mundo del que había huido para salvarse, se ha atado a un árbol saliente de la roca con una cadena. Y Benito le manda un mensaje:

– Si eres siervo de Dios, no te encadenes con hierro, sino con la cadena de Cristo.

Benito sabía qué hacía con aquel solitario temeroso. Los historiadores resaltan lo que le había ocurrido al joven Benito en su soledad de Subíaco donde experimentó los peligros de la vida totalmente solitaria. El joven Benito, de familia noble y acomodada, había huido de la corrupción de Roma ante los peligros que adivinaba para su salvación. Pero en aquella soledad de Subíaco, al sentir todos los empujes de la sensualidad, mira unas zarzas espinosas, se desnuda y se revuelca entre ellas para matar la pasión desbordada… Esto le servirá después para alertar a sus monjes: la vida en común, el vivir juntos, es el mejor medio para vencer al demonio. Por eso, cada monasterio será un ejemplo de vida fraterna.

 

Aquí en Montecasino escribió Benito la famosa Regla que regirá sus monasterios; tan suave, tan sensata, tan práctica, la cual se irá imponiendo a las antiguas Reglas de los demás monjes. Prácticamente, es la única Regla que queda vigente en toda la vida monástica después de mil quinientos años.

 

Aquel centro incomparable de vida espiritual, científica y humana, se va a ver durante los siglos objeto de persecución lo mismo que lo era de admiración universal. Fue destruido por los lombardos en el año 589; por los sarracenos en el 844; y en nuestros días, destruido totalmente por un bombardeo de los Aliados en persecución del ejército alemán el alío 1944 durante la Segunda Guerra Mundial. Previamente, y ante el peligro que pudieran correr, habían sido trasladados al Vaticano los restos de San Benito y de Santa Escolástica, aquella hermana suya que vivía en el cercano Monasterio de las vírgenes consagradas. Mirando un día Benito hacia él, vio salir de la ventana una paloma blanca que se subía hacia arriba y se perdía en los cielos: era el alma de Escolástica, cuya inocencia de vida ilustraba Dios de esa manera tan idílica.

 

Los inquietos, trashumantes y belicosos bárbaros aprendieron de los Monasterios benedictinos la agricultura, ya que ellos despreciaban el cultivo de la tierra. Y, como la agricultura, tenía importancia grande cualquier otro tipo de trabajo manual.

Se dieron cuenta de que la fraternidad imperante entre los monjes era mejor que las guerras continuas mantenidas entre ellos.

Vieron con sus propios ojos cómo la oración era la vida de aquellos hombres admirables. Porque el trabajo y la oración eran dos elementos inseparables en la Regla benedictina. La oración, el “Opus Dei”, se anteponía a cualquier actividad, y todo trabajo paraba sin más en otro acto de oración. El “Ora et labora” benedictino, el “reza y trabaja”, fue el resorte que forjó la civilización europea.

 

Decir que San Benito ha sido uno de los hombres de la Iglesia más influyentes en la civilización occidental, no es decir nada. Es la figura cumbre del primer milenio del Cristianismo. A él se deben las tan comentadas “raíces cristianas” de muchas naciones europeas. Por algo San Benito fue proclamado Patrón de Europa por el Papa Pablo VI.