25. Expulsión de los mercaderes

25. Expulsión de los mercaderes

Ha llegado la Pascua el 14 de Nisán. Jesús y sus acompañantes conocían muy bien la fiesta, a la que habían concurrido durante tantos años. A nosotros nos resultan casi inconcebibles los números que se nos dan. ¿Cuántos peregrinos llegaban de fuera, de toda Palestina y de todas las naciones del Imperio Romano? El historiador judío Flavio Josefo dice de un año que sobrepasaron los tres millones. Cuando la destrucción de Jerusalén el año 70, quedaron encerrados en ella mas de un millón venidos para la Pascua.

 

Naturalmente, los corderos necesarios para la cena pascual tenían que ser incontables, y dice Josefo que un año se sacrificaron nada menos que 256.500. Todos sabemos que Josefo exagera muchísimo, aunque era testigo presencial, y hay que rebajar mucho esas cifras que nos da. Sin embargo, una cosa es cierta: que eran decenas de miles los peregrinos llegados de fuera e incontables los corderos y cabritos necesarios para la cena pascual. Si las cifras de Josefo son ciertamente abultadísimas, se han calculado prudentemente en unos 125.000 los peregrinos anuales de la Pascua, cifra de todos modos enorme para una ciudad como Jerusalén.

 

Ya nuestro grupito en Jerusalén, quizá no fueron al Templo hasta el día siguiente. Y al llegar, Jesús contempló un espectáculo que habían visto siempre sus ojos, y que le repugnaba, pero no le había llegado la hora de intervenir. Ahora, sí. En los atrios, especialmente en el de los gentiles, se aglomeraban bueyes, corderos, animales de toda especie que sirvieran para los sacrificios. Los patios del Templo se convertían en verdadero mercado, llenándolo todo de suciedad y griterío de los vendedores; allí estaban las incontables mesas de los cambistas de dinero, pues muchos peregrinos aprovechaban la ocasión para pagar su tributo anual al Templo, el medio siclo, y debían cambiar a siclos las dracmas y denarios y cualquier moneda extranjera, romana sobre todo, por ser impura al llevar la imagen del César.

 

Jesús miró lo que había visto siempre, pero aún no le había llegado la hora de presentarse y actuar como Mesías. Esta vez no aguantó más, y realizó un acto verdaderamente mesiánico, como era la purificación del Templo. Agarró cordeles o tiras de correa, hizo un fuerte látigo, y empezó a distribuir porrazos sin compasión, echando fuera a los animales, y ordenando a los vendedores de palomas que sacaran las jaulas de allí… Y sin más miramientos, siguió volcando las mesas de los cambistas, con todas las monedas rodando por el suelo, mientras gritaba enérgico pero sereno:

-¡Fuera todo esto de aquí! Y no profanen la casa de mi Padre, pues está escrito: “Mi casa será casa de oración”, y ustedes la han convertido en cueva de ladrones.

 

María y los seis primeros discípulos, que habían subido a Jerusalén, contemplaban estupefactos lo que hacía Jesús como primer acto mesiánico, la purificación del Templo, y le darán después de la resurrección el sentido verdadero, expresado por el salmo: “El celo de tu casa me devora”.

Nosotros no atinamos a calificar este milagro de Jesús, un milagro moral muy superior a tantos que van a venir después. ¿Cómo nadie resistió? ¿Cómo todos callaban y obedecían sin chistar? ¿Cómo desfilaban todos hacia afuera, llevándose callandito lo suyo?…

 

¡Qué presentación mesiánica la de Jesús en Jerusalén! Y vino por fuerza el primer choque con las autoridades del Templo, guardias y sacerdotes, que no pudieron reprocharle nada al novel profeta, pues vieron que tenía la razón, y porque, seguramente, se consideraban culpables de aquel abuso, que les traía a ellos sustanciosas ganancias. Así, que se le presentan:

-¿Con qué potestad haces esto? ¿Qué signo nos das para demostrarla?

Y Jesús, muy sereno, y señalando con el dedo su propio cuerpo:

-Destruyan ustedes este templo, y en tres días yo lo levanto de nuevo.

-¿Qué dices tú? ¿Cuarenta y seis años ha costado construir el Templo, y, si se destruye, tú lo levantas en tres días?

 

No pescaron entonces lo que Jesús les decía, ni tampoco la expresión: “Casa de mi PADRE”, con la que se les declaraba por primera vez de modo muy velado que era el Hijo de Dios. Pero no olvidaron sus palabras, que las sacarán a relucir en el proceso de la Pasión y las recordarán ante Pilato cuando le pidan guardia para el sepulcro del crucificado.

 

La fama del nuevo profeta se esparció como un rayo entre los habitantes de Jerusalén y la multitud de los peregrinos. Nada sabemos por los Evangelios de lo que hizo Jesús en estos días de la Pascua y siguientes.

Pero debió enseñar y obrar bastantes milagros, por lo que cuenta Juan: “Durante su estancia en Jerusalén por la Pascua muchos creyeron en él ante los milagros que hacía”.

Aunque esta fe debió ser muy fría y calculada, porque sigue Juan: “Jesús, en cambio, no se fiaba de ellos, porque sabía bien lo que había en el corazón del hombre”.

Tal va a ser la realidad trágica de Jesús en las visitas que haga a Jerusalén, a la que visitará varias veces, como se quejará Él mismo con el corazón frustrado.

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