22. La Iglesia en el Imperio de Oriente

22. La Iglesia en el Imperio de Oriente

Nos ha podido llamar la atención cómo los bárbaros invadieron todo el Oeste de Europa mientras que a Constantinopla ─la anterior Bizancio, y de allí el Imperio Bizantino─, le acrecentó su importancia. Digamos algo sobre la Iglesia bizantina.

 

Conviene exponer algo desde ahora sobre la Iglesia en Bizancio, el Imperio Romano de Oriente, ya que en adelante nos va a ocupar muchas veces. Y hemos de remontamos a la primera historia. Sabemos que Constantino, al dar la paz a la Iglesia el año 313, edificó en Bizancio la ciudad que quiso fuera la Roma de Oriente, que cambió después el nombre por el de Constantinopla. El emperador Teodosio dividió definitivamente el Imperio en dos: el de Occidente con la Capital en Roma y el de Oriente con Constantinopla como Capital, aunque él fuera el único emperador. Pertenecían al Oriente el Asia Menor, la península de los Balcanes, Siria y Egipto.

 

Cuando los bárbaros irrumpieron en el Imperio, solamente se adueñaron del Occidente, dejando a salvo el Oriente. Aunque, por si acaso, Constantinopla estaba muy bien fortificada con una triple muralla y podía contar en adelante además con una buena flota que defendiera el puerto. En el año 476, con la caída del depuesto emperador Rómulo Augústulo, desapareció definitivamente el Imperio Romano de Occidente. El bárbaro ostrogodo Teodorico puso su Capital en Ravena, y mantuvo muy buenas relaciones con Constantinopla, es decir, con el Imperio de Oriente, que seguiría ya independiente del todo unos mil años, hasta el 1453 en que Constantinopla caería en poder de los musulmanes.

 

El desarrollo de la Iglesia en el Imperio Bizantino seguirá su curso normal, aunque, desde el principio se va a encontrar con un gran obstáculo. El obispo de Constantinopla, que tomará el carácter de Patriarca, se va a envalentonar siempre contra el Papa, Obispo de Roma, Patriarca de Occidente, sucesor de Pedro. Con la ambición de ser igual en potestad y con los mismos derechos que el Papa, llegará un momento doloroso, cuando en el siglo XI se romperá la unión de la Iglesia, creándose la Iglesia Ortodoxa, que es cismática al no obedecer al Romano Pontífice, aunque conserva íntegra la fe cristiana heredada de los Apóstoles. Lo veremos todo en el momento oportuno.

 

El Concilio Ecuménico de Constantinopla del año 381 dictó un canon que iba a dar mucho quehacer en siglos venideros: admitía que el obispo Patriarca de Constantinopla tenía autoridad suprema sobre toda la Iglesia de Oriente. Prácticamente, igual que el Papa y, en cierto modo, más aún, puesto que el Papa de Roma no podría intervenir en ella. El Papa, naturalmente, lo rechazó. Y lo mismo hará el papa San León Magno al no aceptar la misma proposición en el Concilio de Calcedonia del 451. Inútil del todo. Hasta nuestros días sigue la cosa igual, y aquí está basado el cisma de la Iglesia Ortodoxa.

 

El Emperador era en la Iglesia de Oriente un verdadero jefe, al que se sometían los obispos, con las consecuencias deplorables que se pueden suponer. Venía a constituir un Estado monárquico y teocrático, civil y religioso al mismo tiempo. El emperador tenía un control absoluto sobre el gobierno y sobre la Iglesia. Constituía esto el auténtico cesaropapismo, un casamiento inaceptable entre la autoridad religiosa y la civil.

 

Tuvo emperadores ciertamente muy buenos. Descuella entre todos Justiniano, del 526 al 566. Hombre grande verdad. Empeñado en volver a la integridad del Imperio anterior, emprendió, sobre todo por medio de su experto militar el General Belisario, campañas muy notables en Italia, Norte de Africa y Sur de España. Construyó en Constantinopla la basílica de Santa Sofía, y en los Santos Lugares la del Nacimiento en Belén. Su obra más eximia y que le inmortalizó fue la compilación del Derecho Romano, el Cuerpo del Derecho Civil, especialmente el Digesto, acomodado a la Iglesia. Justiniano es venerado como Santo por la Iglesia Ortodoxa.

 

Tres Concilios ecuménicos o universales se celebraron en Oriente después todavía del de Calcedonia. Dos en Constantinopla (años 553 y 680) y el Segundo de Nicea (787). Este último tuvo una importancia especial por ir contra una herejía, simple al parecer, pero que estaba haciendo mucho mal a la Iglesia: el iconoclasmo, o sea, la destrucción de las imágenes. Había que acabar con ellas, y aquí tuvo una parte decisiva el emperador León III.

Hoy los protestantes y las sectas no quieren las imágenes porque dicen que las prohíbe la Biblia. Entonces no sacaban a relucir esta razón, porque no vale, ya que las antiguas prescripciones de la Biblia (doctrina fundamental de San Pablo) quedaron anuladas. De hecho, como lo vemos por las Catacumbas de Roma, la Iglesia las veneró desde el principio.

Entonces se daban otras razones. Los musulmanes rodeaban el Imperio y no querían imágenes de Dios. Y los herejes monofisitas, que perduraban en Siria, tampoco las querían. Para atraer a unos y otros, el emperador León III mandó destruirlas. Pura razón política.

Lo peor fue que el emperador mandó en el año 754 celebrar un sínodo en Constantinopla con la participación de 338 obispos en el que se condenó el culto de las imágenes. Naturalmente, los obispos, siempre sometidos al emperador, iconoclastas o destructores de las imágenes la mayoría, se dieron por triunfantes.

 

Y siguieron las luchas entre los fieles. El Papa Esteban III condenó el sínodo de Constantinopla. Y años más tarde se hizo mucho más. La Emperatriz Irene, favorable al culto de las imágenes, pidió al papa Adriano I un Concilio ecuménico, que fue el II de Nicea, al que asistieron unos 350 obispos, obedientes también a la Emperatriz, como no podía ser menos. El Concilio dio por inválido el sínodo anterior y aprobó plenamente el niceno actual. Y lo más importante del Nicea II fue la aprobación del papa Adriano, que escribía años después a Carlomagno, el rey de Francia, estas palabras tan graves:

“Los griegos han vuelto a la fe ortodoxa de la santa Iglesia católica y apostólica y nos han enviado una profesión de fe exacta. Hemos recibido este Concilio porque, de no hacerlo, ellos habrían vuelto a su antiguo error, y entonces, ¿sobre quién sino sobre nosotros recaería la obligación de dar cuenta en el tremendo juicio del divino Juez, de la pérdida de tantos millones de almas cristianas?”.

 

El iconoclasmo, una herejía al parecer tan inofensiva, causó mártires entre los monjes orientales por defender las imágenes cristianas, y también grandes teólogos y Santos defensores de las imágenes, entre los que descuella San Juan Damasceno, Doctor de la Iglesia. Su padre, alto funcionario de un califa musulmán de Damasco, se hizo monje y fue ordenado sacerdote. Con él estaba su hijo Juan, teólogo y poeta, que escribía profunda y bellamente sobre el culto de las imágenes sin que el emperador pudiese intervenir en nada contra un escritor que no era súbdito suyo.

Se ha contado siempre un hecho milagroso de San Juan Damasceno, narrado por su biógrafo, que hoy se pone en serias dudas y parece más bien una leyenda. Debido a una carta calumniosa contra el califa de Damasco, pero mandada escribir por León III y atribuida al Santo, el califa mandó le cortaran la mano a Juan, el cual pidió le entregaran su mano cortada. Pasó horas en oración; y en sueños por la noche vio cómo la Virgen, cuyas imágenes había defendido con tanto ardor, se la volvía a unir con el brazo.

Leyenda. Pero que explica lo que fueron las luchas de los cristianos fieles contra los iconoclastas furiosos.

 

Podemos señalar algunas cosas más notables de las Iglesias ortodoxas orientales, costumbres tan venerables por cierto, aunque tan diferentes de las del Patriarcado de Roma..

Por otra parte, la Iglesia Oriental, profesa íntegramente el llamado Credo niceno- constantinopolitano (lección 18), aunque no admiten la expresión, “Filioque”, “y del Hijo”, sino sólo “que procede del Padre”.

Las ceremonias litúrgicas, plenamente válidas y antiquísimas, son muy ampulosas, al revés de las sencillas y austeras de la Liturgia Romana.

La fecha de la Pascua fue en el siglo segundo causa de una muy peligrosa discusión entre Oriente y Occidente. Roma, como los judíos, celebraba la Pascua de modo variable, en el plenilunio después del equinoccio de primavera; mientras que las Iglesias orientales la celebraban en día fijo, el 14 de Nisán, día en que cayó la Pascua de la muerte de Jesús. Una cuestión como ésta estuvo a punto de producir un grave cisma. Aunque entre el Papa y San Ireneo por Occidente, y San Policarpo de Esmirna por el Oriente, arreglaron el asunto de manera que cada Iglesia la celebrara según su costumbre, y se evitó el cisma tan serio que amenazaba a la Iglesia entera. En el primer Concilio de Nicea todo quedó unificado.

La Iglesia Ortodoxa de Oriente nunca fue misionera. Al depender siempre de los emperadores y de la autoridad civil, se ha limitado a conservar en sus países el culto ─con una edificante fidelidad en su iglesias locales─, pero sin una autoridad suprema, unidos los diversos Patriarcas por el lazo de la caridad. Aunque hay que reconocer que sus valores espirituales, heredados de las primeras iglesias apostólicas, son de una gran riqueza cristiana.

 

Es posible que ya no volvamos a la Iglesia de Oriente con otra lección hasta el doloroso cisma del siglo XI, cuando se consumó la separación entre ella y Roma. Hasta entonces se mantendrá fiel al Primado del Papa y, por lo mismo, plenamente católica, aunque siempre con esas ambiciones de superioridad, que tantas molestias causaron en la Iglesia.