Desde muchachito conocía Jesús la ciudad de Jerusalén, cuando cada año iba con sus padres a la fiesta de la Pascua. Ahora sube a ella por primera vez como Mesías, porque quiere inaugurar su misión en el corazón mismo del judaísmo. Hemos de aprender desde un principio la expresión “subir a Jerusalén”, porque a Jerusalén no se “iba”, sino que se “subía”. Lo vemos en todo el Nuevo Testamento. ¿Por qué?
Jerusalén estaba situada en el extremo sur de la espina montañosa que corría por medio de Judea de norte a sur. Si se quería ir a ella desde la costa mediterránea, desde Galilea, de Hebrón y Belén o desde el valle del Jordán, desde cualquier parte, había que subir a esa parte más alta de Judea, cuya ciudad no estaba sobre una montaña, sino que ella misma se veía dominada por el Monte de los Olivos en la parte oriental; y el Monte Sión, donde se asentaba el Templo, ni llegaba a ser ni una modestita colina.
Los caminos que desde Galilea conducían a Jerusalén eran tres bien definidos. El Via Maris, que desde Cafarnaún bajaba por la orilla del lago hasta Mágdala y de aquí se ramificaba hacia el Mediterráneo; parece que nunca lo usó Jesús.
El segundo era el mejor, el que desde Galilea trepaba por el eje montañoso hasta la misma Jerusalén. Pero tenía el serio inconveniente de que había de atravesar Samaría, y los samaritanos, enemigos acérrimos de los judíos, entorpecían mucho el paso. Aunque sabemos de cierto por el Evangelio que Jesús lo utilizó por lo menos dos veces.
El tercero era también muy utilizado, el que desde Cafarnaún bordeaba el Jordán tanto por la parte derecha como por la izquierda en un gran tramo hasta llegar a Jericó; de aquí arrancaba la subida de unos 20 kilómetros hasta la llanura montañosa de Judea. También lo utilizó Jesús. Véase en los Apéndices el mapa de los tres caminos.
La Jerusalén del tiempo de Jesús era una gran ciudad, aunque historiadores y comentaristas discrepan en el número de los habitantes. Algunos los hacen ascender hasta 200.000, pero otros rebajan mucho esta cifra, aunque hay que contar siempre con la gran afluencia de peregrinos, que ascendían a muchos miles cada día. Y durante las fiestas de Pascua, Pentecostés y Tabernáculos, sobre todo la Pascua, acogía a varios centenares de miles, que acampaban como podían, sobre todo en tiendas de campaña.
Además de grande, Jerusalén era una ciudad moderna, pues Herodes la había actualizado con calles muy bien trazadas, con la traída de aguas y con edificios suntuosos. En primer lugar, su propio palacio, imponente, y que después de su muerte se convirtió en la residencia del Procurador romano cuando desde Cesarea, su morada habitual, subía a Jerusalén, como hacía Pilato.
Destacaba en la parte noroeste, sobre el mismo Templo, la Torre Antonia, imponente también, aunque no tanto como se creía hasta ahora, cuartel de la tropa romana. Las excavaciones modernas han sacado a relucir conjuntos de edificios, de los días de Jesús, como mansiones de lujo extraordinario. Herodes construyó también un Gimnasio, algo que desagradó grandemente a los judíos, aunque hubieron de aguantarlo.
Pero lo que embellecía a Jerusalén sobre toda ponderación era el Templo reedificado por Herodes. Miremos en los Apéndices su maqueta. Aparte del Santuario propiamente dicho, contenía la gran explanada del Atrio de los Gentiles, aparte de los Atrios de los Hombres y el de las Mujeres, todos ellos circundados por columnatas enormes. Un día veremos a Jesús llorar sobre tantas bellezas y anunciar a los Doce su total destrucción.
Hay que tener en cuenta además que los judíos de todo el mundo no tenían sino un solo Templo levantado a Dios -el único Templo, así,
con mayúscula- y un solo Altar. En todas partes contaban con la
sinagoga, lugar de oración, de escucha de la Palabra, de reunión comunitaria, pero templo de culto con altar, solamente el de Jerusalén, al que venían peregrinos de todo el mundo, porque en él había echado su morada Dios.