21. Los primeros discípulos

21. Los primeros discípulos

Una escena simpática por demás: la primera “pesca” de Jesús, ¡y que acertada! Han pasado cuarenta días al menos desde que Jesús dejó el Jordán para internarse en el desierto. Pero Juan seguía predicando, aunque quizá sin la aglomeración de semanas anteriores. Lo notamos por la escena de hoy. Son las cuatro de la tarde -las diez para los judíos-, que empezaban a contar como hora primera las seis de la mañana.

 

Juan el Bautista está sentado a la vera del río rodeado de algunos adictos que no le abandonan, especialmente dos de ellos. En éstas pasa Jesús, no como el día anterior dirigiéndose directamente a Juan, sino caminando hacia adelante; va solo, meditativo, con presencia noble; Juan clava en él la mirada, y suelta las mismas palabras del día anterior: “He aquí el Cordero de Dios”.

Pero sin ningún comentario más, aunque dos de sus discípulos más queridos tuvieron bastante.

-Maestro, ¿nos vamos con él?

Y Juan, que no sentía celos tontos:

-Vayan, y quédense con él siempre.

 

Aceleran el paso y dan alcance a Jesús, que se vuelve al notar que alguien le sigue, y pregunta con semblante cordial:

-Muchachos, ¿qué buscan?

-Rabbí, Maestro, ¿dónde vives? Este es Andrés, y yo me llamo Juan. Nos gustaría ir contigo.

-Vengan, y verán.

Y llegan a la cabaña de algún campo o a una gruta natural de la montaña:

-Aquí voy a pasar yo la noche.

-Y nosotros también contigo, ¿verdad?…

“Y permanecieron con él aquel día”, especifica Juan. Hablan amigablemente. Comentan las incidencias con el Bautista. Les pica la curiosidad de lo que ellos mismos vieron y Juan les había dicho: que se resistió a bautizarlo, porque no era digno ni de desatarle la correa de las sandalias…, y que había visto al Espíritu de Dios bajar sobre él en forma de paloma… y además una voz aseguraba que aquel bautizado era el Hijo de Dios, porque dijo la voz desde la nube: “Este es mi Hijo muy querido”…

 

Jesús gozaba escuchándolos.

-Pues, sí, mis amigos. Todo eso es verdad, y un día lo entenderán muy bien.

Los dos hablaban sin miedos, pues un oriental, por pobre que fuera, no sentía ningún complejo al hablar a uno de autoridad. Jesús sonríe, no disimula su alegría, y no les prohíbe que hablen de todo lo que de él ha dicho el Bautista. Al revés, que lo cuenten si les gusta. Porque el Evangelio ha de saberse en todo el mundo, y un día llegará en que se escriba todo eso que ahora narraban tan contentos. Y no sería extraño que Jesús les dijera algo más:

-¿No se dieron cuenta de dónde venía yo ayer cuando pasé y me dirigí directamente a Juan? Pues, venía del desierto donde había pasado cuarenta días desde que me bautizó Juan. Cuarenta días muy duros y terribles, por las jugarretas que me hizo Satanás, pero no pudo contra mí.

 

Se quedan allí toda la noche y no se cansan de hablar al Rabbí hasta que les rinde el sueño. En la Iglesia, ese “Maestro, ¿dónde vives?”  y el “Vengan, y verán”, lo hemos aplicado siempre con mucho acierto al Sagrario. Tantos adoradores  nocturnos a su alrededor en todo el mundo, no hacen otra cosa que reproducir el idilio de aquella noche sin igual entre Jesús y los dos amigos. La lástima ha sido, como ya lo lamentaba San Agustín, que el más joven de los dos, Juan, el cual tendría unos veinte años, no nos dejara aquella charla por escrito, como hará después con la de Nicodemo con Jesús.

 

Amaneció.  Y  Andrés  tuvo  prisa  para  ir  a  buscar a su hermano

Simón, que debía estar con el grupo de Juan:

-Ven conmigo, que hemos hallado al Cristo.

Simón, el espontáneo y decidido que veremos siempre, no se lo pensó un momento, sigue a su hermano, y, apenas lo ve Jesús, “fija en él la vista” y le dice con naturalidad y sin tono solemne, pues la solemnidad se la guarda para otra ocasión:

-Tú eres Simón, el hijo de Jonás; tú te llamarás Cefas, Roca, Pedro.

Al día siguiente, queriendo Jesús salir para Galilea, encuentra a Felipe, de Betsaida, paisano de Andrés y de Pedro, y le dice sin más: “Sígueme”. Jesús invita con autoridad, y Felipe responde a la primera y sin condiciones. Estos tipos que Jesús escoge valían de verdad, y Jesús empezaba a estar orgulloso de ellos.

 

Lo que sigue entre Felipe y Natanael pudo ocurrir en cualquier parte; los autores no se ponen de acuerdo y hay opiniones muy diversas. Lo más probable es que Jesús y los suyos habían atravesado ya el Jordán a la parte occidental para emprender el regreso a Galilea y llegaron hasta Betsaida, ciudad natal de Pedro y Andrés. Aquí se encontró Felipe con su amigo:

-Oye, Natanael, ¿sabes? Hemos encontrado y estamos con aquel de quien escribieron Moisés y los profetas, el Mesías: es Jesús, de Nazaret.

-¿De Nazaret? Pero, ¿tú crees que de Nazaret puede salir algo bueno?

Natanael era de Caná, pueblo vecino de Nazaret, y ahora salían a relucir esas rivalidades tan divertidas de los pueblos pequeños. Felipe, que ya se había entusiasmado con Jesús, se empeña:

-Ven y lo  verás.

Y al acercarse, dice Jesús en voz un poco elevada, de modo que lo pudiera oír el mismo interesado:

-Aquí viene un auténtico israelita, en quien no hay engaño.

-¿Y de dónde me conoces tú?

-Antes de que Felipe te llamara, te vi cuando estabas a la sombra

de la higuera.

-¿Y cómo pudiste verme de lejos, si la higuera de la casa no se puede ver desde aquí? Ahora veo que es verdad eso que me ha dicho Felipe: tú eres hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel.

Al llamarle hijo de Dios, Natanael no puede pensar en la Divinidad de Jesús, y le llama así en el concepto popular de entonces: se le podía llamar a Jesús hijo de Dios si en verdad era el Mesías, el Rey de Israel. Jesús aprueba a Natanael con unas palabras que nosotros ahora entendemos perfectamente, aunque entonces no captaran los novatos discípulos su sentido pleno:

-¿Y crees sólo porque te vi bajo la higuera? Cosas mayores verás.

 

Dirigiéndose entonces a todos los del grupito, Jesús les desvela por primera vez algo del porvenir:

-Tengan por seguro que verán abrirse el cielo y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre.

Es la primera vez que Jesús, en vez del pronombre personal “yo”, “mi”, “me”,  usa la expresión “Hijo del hombre”. Se lo oiremos muchas veces en el Evangelio. Jesús no disimula su alegría. ¡Qué muchachos tan magníficos! ¡Lo que voy a hacer con unos cuantos como éstos!

 

Emprenden el camino hacia Galilea con un destino fijo, Caná, de donde es Natanael, conocedor de la boda que se prepara, lo mismo que Jesús, el cual podía haber tenido la invitación hacía ya por lo menos dos meses, antes de ir al Jordán. Siguen el camino del río arriba, tuercen en Escitópolis a la izquierda hacia el monte Tabor, que dejan de lado, y, sin pasar por Nazaret, aunque pudieron hacerlo, pronto se encontraron en Caná.