Vale la pena saber algunas cosas ─detalles, diríamos─ sobre los Concilios de la lección anterior, muy aleccionadores.
Del momento que estamos historiando hasta el año 1870, cuando se celebre el Concilio Vaticano Primero, faltan muchos siglos todavía. Pero recordamos aquí lo que va a pasar en pleno siglo XIX. Las dificultades del Concilio eran enormes, se le quejaron al buen Papa Beato Pío IX, y comentó con su clásico gracejo:
– Estén tranquilos. Todos los Concilios pasan por sus tres fases inevitables: la del diablo, la de los hombres y la de Dios. Ahora estamos en la del diablo; no se extrañen de las dificultades. Son necesarias.
Es natural. El demonio sabe el mal que le espera con un Concilio y trama estorbos a veces inconcebibles. Después, en los debates del Concilio, los obispos, aunque busquen con celo el bien de la Iglesia, actúan como hombres: pareceres encontrados, discusiones, luchas violentas, hasta abandonos lamentables. Finalmente, al redactar documentos, al votarlos, y, sobre todo, al aceptarlos y firmarlos el Papa, cabeza de los obispos en comunión con él y Vicario de Jesucristo, todo se acaba con el triunfo de la verdad, y terminarán todas las cuestiones con las palabras de los Apóstoles en el Concilio de Jerusalén: “Nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros…”. Esto fueron aquellos primeros Concilios que acabamos de ver.
En el primero, el de Nicea, eran más de 300 obispos, probablemente 318, y pudieron ser 337. Comenzaba el Concilio el 20 de Mayo, y acabaría el 25 de Agosto. Por consejo de Osio, y de acuerdo con el Papa, lo convocó el emperador Constantino, que quería la paz dentro de la Iglesia. Se escogió Nicea, Asia Menor, y en la residencia imperial de Nicomedia. El mismo Constantino corrió con todos los gastos. Puso a disposición de los obispos los medios de transporte públicos y los correos del imperio; incluso, mientras se celebraba el Concilio, aportó provisiones abundantes para el mantenimiento de los asistentes.
Las sesiones se celebraron en el vestíbulo central del palacio imperial. En verdad, era necesario un gran espacio para recibir a una asamblea tan numerosa. Asistió también en varias sesiones el mismo Constantino, radiante con sus mejores atuendos imperiales. No se metía para nada en la doctrina, pues ni se había bautizado todavía y, como gobernante, sólo buscaba la paz entre los obispos. El Concilio era presidido por el venerable anciano Osio, obispo de Córdoba en España, y los delegados del Papa.
Había obispos de máxima autoridad moral, como Pafnucio y Potamón, que llevaban en sus cuerpos las señales gloriosas de las persecuciones.
Ya vimos cómo triunfó la doctrina trinitaria. Aunque, al hablar de la Santísima Trinidad, aconsejará después San Agustín: Usamos la palabra Persona a falta de otra mejor, porque es imposible ante el misterio expresarnos de una manera más adecuada.
Con Nicea, la doctrina católica quedaba establecida para siempre. Pero el arrianismo, con luchas inevitables entre los cristianos, va a durar más de dos siglos, casi tres, hasta que desaparezca por completo con la conversión de todos los pueblos bárbaros, formados en el arrianismo, como veremos un día.
Nada más acabado el Concilio, obispos capitaneados por el hipócrita Eusebio de Nicomedia empezaron la lucha, sorda en un principio y descarada después, contra los obispos fieles a la verdadera fe. Esa lucha iba a tomar caracteres de leyenda contra San Atanasio, Patriarca de Alejandría. Eusebio había firmado la profesión de fe de Nicea, pero en su corazón seguía arriano. Se ganó al emperador Constantino, el cual, naturalmente, no entendía de doctrina pero, por buscar la paz entre los obispos, a veces se decantaba por los arrianos.
Se celebraron concilios locales sólo para tumbar a Atanasio. Se inventaron las acusaciones más descabelladas. La más divertida, aquélla: ‘¡Aquí está la mano de Arsenio, obispo de Hípsele, asesinado por Atanasio!’… La mano del difunto había sido paseada por muchas partes. Ante acusación tan grave, se reunía un sínodo para juzgar al asesino Atanasio, el cual se presentó en plena asamblea llevando consigo al obispo Arsenio que gozaba de muy buena salud… El mismo Constantino, ante la acusación gravísima de haber impedido Atanasio la salida del puerto de Alejandría de los barcos con trigo destinados a Roma, delito castigado con pena de muerte, se contentó con desterrar al Patriarca.
Muerto Constantino en el 337, los emperadores que vendrían después, arrianos todos, sobre todo Constancio, arriano furibundo, desterrarían a Atanasio otras cuatro veces, y hubieran hecho algo mucho peor si no fuera por el miedo que les infundía el pueblo de Alejandría, el cual adoraba a su Patriarca. Atanasio, igual estaba libre en Alejandría que se tenía que esconder ante tanta persecución. Famosa entre muchas anécdotas, aquella del día que se embarcó en una lancha e iba por el Nilo. De repente, se oye el chasquido de los remos nada menos que de la nave imperial que buscaba al obispo para apresarlo. Gritan desde ella a los de la barca: ‘¿Han visto a Atanasio?’… Y Atanasio, sereno y fingiendo la voz: ‘¡Sí, ha pasado! ¡Naveguen fuerte y lo alcanzan!’. Manda girar la barca de los suyos, y escapaba burlón de las iras del emperador.
Atanasio es quizá el hombre más perseguido que ha existido en la Historia de la Iglesia. Un defensor de la fe católica como no hubo otro en la antigüedad cristiana. Murió tranquilo en Alejandría el año 373, y fue uno de los obispos primeros en ser venerados por el pueblo como Santo sin haber sido mártir.
¿Y lo del papa San Liberio? Esto fue lo peor. Por negarse a condenar a Atanasio, el emperador Constancio lo llamó a Milán, lo desterró durante dos o tres años en Berea de Tracia, y al fin lo dejó volver a Roma. ¿Qué hizo Liberio para que le dieran la libertad? ¿Condenó a Atanasio? ¿Firmó la fórmula de los arrianos, renegando del Concilio de Nicea?… Todos los historiadores acatólicos disfrutan con este hecho. Pero no se puede admitir semejante acción del Papa. Quienes lo guardaban preso eran todos arrianos y contaron la cosa como les vino bien y les convenía. La Iglesia no lo creyó. Y de hecho lo venera como Santo, algo que jamás hubiera hecho de haber fallado en la fe.
Recordando a Éfeso, aquella procesión nocturna con antorchas, que se ha hecho tan famosa en la historia de la devoción a la Virgen, no es el único recuerdo grato que tenemos de aquel Concilio. Se conserva una oración ardiente que San Cirilo pronunció en Éfeso, y que comienza: ‘Salve oh María, Madre de Dios, Virgen y Madre, lucero y vaso de elección! ¡Salve, Virgen María, Madre y Sierva: Virgen en verdad por Aquel, Virgen, que nació de ti; Madre por virtud de Aquel que llevaste en pañales y nutriste con tus pechos; Sierva por Aquel que tomó la forma de Siervo! Quiso entrar como Rey en tu ciudad, en tu seno, y salió cuando le plugo, cerrando por siempre su puerta, porque concebiste sin obra de varón, y fue divino tu alumbramiento. ¡Salve, María, templo donde mora Dios, templo santo, como le llama el profeta David! ¡Salve, María, criatura la más preciosa; Salve, María, antorcha inextinguible; Salve, porque de ti nació el Sol de Justicia!”.
Se confió que San Agustín participaría en el Concilio de Éfeso, pero su muerte, acaecida el año anterior, privó a la Iglesia de verlo en la asamblea, que quería tratar también la nefasta herejía del pelagianismo, así llamada por su inspirador el anglosajón Pelagio. ¿Qué enseñaba esta herejía?
Según Pelagio, la Gracia no es necesaria para la salvación, pues el hombre, libre del pecado original, que no existió según el hereje, tiene fuerzas para salvarse por si mismo.
¿Qué se seguía de semejante doctrina? Cosas muy graves. Si el hombre se puede salvar por sí mismo, ¿qué falta hacía Cristo con su pasión y muerte? ¿Y a qué venía, por ejemplo, la oración? ¿Y a qué el bautismo de los niños?…
El papa San Inocencio condenó a Pelagio y a Celestio el año 417, y San Agustín, alma de aquella lucha contra la herejía, al saber la acción del Papa, dijo en un discurso al pueblo la frase que se ha hecho inmortal en su original latino: “Roma locuta est, causa finita est” , es decir, “Roma ha hablado, se acabó la cuestión”. Pero como el pelagianismo seguía coleteando y había que acabar de una vez con él, se esperaba fuera el mismo gran Agustín quien con su doctrina lo demoliera en el Concilio.
El Concilio de Calcedonia tuvo una importancia singularísima. Aunque habrá otros Concilios después en la antigüedad cristiana, serán de mucha menos trascendencia que éste de Calcedonia, prácticamente definitivo contra las herejías cristológicas. En realidad, no se discutió la doctrina ortodoxa o católica contra los herejes, capitaneados por Dióscoro, excomulgado por todos los obispos, los cuales hablaban, “en unión con el beato apóstol Pedro, que es la piedra angular de la Iglesia católica y fundamento de la fe ortodoxa”.
Las herejías que vengan después sobre Jesucristo se solucionarán siempre a la luz del calcedonense. Cuando el Monotelismo diga: “En Jesucristo no había más que una sola voluntad”, la respuesta será muy fácil:
– ¿Era hombre perfecto? Pues, tenía voluntad de hombre. ¿Era perfecto Dios? Pues, tenía voluntad divina. Entonces, no tenía una sola, sino dos voluntades: la del hombre y la de Dios. Y modernamente, ante los que admiran a Jesucristo y lo tienen como el hombre más grande que ha existido…, habrá que recordarles:
– Sí; pero no olvidar que su Persona es divina: Jesús es Dios, algo más que el líder revolucionario en quien ustedes piensan y quieren…
Nos espera estudiar muchos Concilios. En ellos veremos siempre al diablo, a los hombres, pero sobre a Dios, que, por Jesucristo y su Espíritu, se saldrá siempre con la suya…