Precioso detalle que nos trae con toda precisión el evangelista Juan. Al día siguiente de haberse marchado aquella embajada sanedrita, y después de haber acabado Jesús su cuarentena, Juan el Bautista se encontraba tranquilo rodeado de discípulos y amigos. En éstas, ve a Jesús “que viene hacia él”, y no simplemente de paso. Llega Jesús por lo visto con la intención especial de ver a Juan para despedirse amigablemente de él. Y antes de que estuviera muy cerca, les dice a los que le rodean:
-He aquí el cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo. ¡Mírenlo, cómo viene hacia nosotros!
Nos encontramos con un testimonio de Juan de un valor incalculable.
“¡He aquí el Cordero de Dios!”. Ante todo, ¿qué significaba “cordero” para Juan? Racionalistas y otros han querido ver en ello una simple comparación: la inocencia y la bondad de Jesús son semejantes a las de este animal tan querido.
No vale. Quieren quitar a estas palabras el sentido más profundo que encierran. El amable cordero es algo mucho más. Es un animal destinado al sacrificio, al sufrimiento final, a ser matado. Y pudieron venir a la mente de Juan el cordero pascual, que libró de la esclavitud de Egipto a Israel; o el cordero que cada día se sacrificaba en el Templo mañana y tarde sobre el altar de los holocaustos.
Esto iba a ser Jesús: el Cordero de Dios, que, cargando sobre sí el pecado del mundo, lo quitara del mundo para siempre. El mismo Jesús se identificaba con él al hacer coincidir su sacrificio en el Calvario con el sacrificio del cordero de Israel en la Pascua. Este último significaba la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto: el de Jesús, la liberación del hombre, el hombre del mundo entero, de la esclavitud del pecado, de Satanás, de la condenación eterna.
En el Apocalipsis se le llamará a Jesús repetidamente el Cordero, y el primero que intuyó quién era ese Cordero fue el Bautista del Jordán. No podía sospechar Juan aquel día que su misma palabra, “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, se iba a repetir millones y millones de veces cada día cuando los seguidores de Jesús recibieran en Comunión al Cordero sacrificado una vez en el Calvario, pero hecho presente, ya glorificado, en el altar de su Iglesia.
Sigue Juan en su testimonio, pronunciado quizá después de un intervalo, cuando ya Jesús se hubiera despedido de él:
-Este es aquel de quien yo dije: Detrás viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo. Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel.
Continúa el evangelista:
-Y Juan dio testimonio diciendo: “He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo. Y yo lo he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios”.
Podríamos escribir largo comentando estas ricas palabras, pero bastarán breves indicaciones. Y hay que pensar, antes que nada, que todo esto no lo pudo decir Juan por sí mismo, discurriendo por su cuenta, sino por inspiración muy íntima del Espíritu Santo.
Confiesa que Jesús está antes que él, “porque existía antes que yo”. No puede referirse a la edad, pues Jesús nació después que Juan, sino a la existencia de uno que tenía que ser eterno, y éste sólo es Dios. Sin pronunciar la palabra, Juan confiesa que Jesús es Dios.
“Yo no lo conocía”, y mi misión ha sido únicamente “manifestarlo a Israel”. Hemos visto cómo Juan no hacía otra cosa que pedir a todos enderezar el camino para el Cristo que ya se acercaba, asegurándoles que él, aunque bautizara con agua, no era el Mesías que ellos esperaban.
“He contemplado al Espíritu…”. Aquí está el valor del testimonio de Juan. La visión que siguió al rasgarse el cielo una vez bautizado Jesús, le hizo comprender a Juan que Jesús era el Mesías, el Cristo tan esperado, y que era, nada menos, que el Hijo de Dios.
A partir de esta visión, el testimonio de Juan es, diríamos, la presentación oficial de Jesús como el Cristo prometido y esperado, el repleto del Espíritu Santo, el Maestro de Israel que va a comenzar su misión. La gente comentará un día para tapar la boca a los enemigos de Jesús; “Juan no hizo ningún milagro, pero es verdad todo lo que dijo de Jesús”.
Desde este momento, vamos a ver cómo Juan, humilde y con toda conciencia, comienza voluntariamente a disminuir y Jesús a crecer.