Muchas veces oímos en la predicación de la Iglesia: “Como dice San Pablo…, San Agustín…, San Ambrosio…, San Ignacio de Loyola”… ¿Es lo mismo un Santo que otro? Ya se ve que no. Unos son nombres de la Biblia, y su palabra es auténtica Palabra de Dios. Otros, Santos como hay muchos. Y otros ─los que nos interesan en esta lección─, los que llamamos “Santos Padres”, aquellos Doctores de la Iglesia antigua que son los mejores transmisores de la Tradición de la Iglesia.
En las lecciones 11 y 13 vimos cómo durante las Persecuciones Romanas contó la Iglesia con los Apologistas y algunos Padres que mantuvieron con sus escritos viva la fe de los cristianos. Pero la persecución no creaba un clima favorable para el desarrollo de la ciencia en la Iglesia. Por eso llama tanto la atención que, apenas Constantino dio la paz a la Iglesia el año 313, empezaron a surgir unos escritores que hoy nos pasman. Bien formados en la filosofía griega, y sin otra fuente cristiana que la Biblia y la Tradición, discurrieron sobre la Verdad revelada por Dios y nos han legado un caudal de ciencia auténticamente asombroso.
En el siglo diecinueve, un autor francés, Jacques Paul Migne, coleccionó todos aquellos escritos, en sus dos lenguas originales latín y griego, y formó la imponente biblioteca ML, 217 volúmenes en latín, y MG, 161 volúmenes en griego y su traducción latina, con un total de 378 densos volúmenes que son una riqueza inagotable de ciencia cristiana. Aunque hace llegar los escritores hasta el siglo XIII, los más notables son los de los Santos Padres del siglo cuarto a mitades del quinto, en redondo, del año 313 al 450. Imposible traer la lista completa de tanto escritor, tan notables muchos de ellos. Se les divide siempre en Padres Griegos y Padres Latinos, muchos de los cuales eran obispos y han sido además reconocidos en la Iglesia como Santos y como Doctores.
Entre los Padres y Escritores griegos cabe enumerar muchos.
Eusebio de Cesarea (+340), el primer historiador de la Iglesia;
San Cirilo de Jerusalén (+386), cuyas catequesis son una maravilla;
San Cirilo de Alejandría (+444), el debelador de la herejía nestoriana;
El encantador San Efrén (+373), autor de poemas muy bellos.
Y otros más. Pero hay que fijarse en especial en sus máximos Santos y Doctores.
San Atanasio (+373), primero monje discípulo de San Antonio Abad y después obispo de Alejandría, es el héroe de la lucha contra el arrianismo. Ya lo conocemos por las dos lecciones anteriores. Tiene una vida simplemente legendaria. No se encontrará en la Iglesia un Santo tan perseguido como él, que es, en frase del convertido y hoy Beato Cardenal Newman, “uno de los principales instrumentos de que Dios se valió, después de los Apóstoles, para hacer penetrar en el mundo las sagradas verdades del cristianismo”.
San Gregorio Nacianceno (+389), hijo de San Gregorio el Mayor, obispo, y de Santa Nona, tuvo otros dos hermanos: San Cesario y Santa Gorgonia. Monje con su amigo San Basilio, fue elegido obispo de Nacianzo y temporalmente de Constantinopla. Era muy buen poeta, pero, sobre todo, gran teólogo especialmente sobre la Santísima Trinidad.
San Basilio (+397), llamado el Grande. Hay que conocer su familia: su abuela, Santa Macrina; sus padres, San Basilio el Viejo y Santa Emelia; entre sus nueve hermanos, Santa Macrina la Joven, San Gregorio de Nisa y San Pedro de Sebaste. De joven, íntimo amigo de San Gregorio Nacianceno, del que dice cuando eran estudiantes en Atenas: “sólo conocíamos dos calles en la ciudad, la que conducía a la iglesia y la que nos llevaba a las clases”. Basilio fue monje; después, obispo de Cesarea de Capadocia, y su Regla fue durante siglos guía espiritual de muchas almas.
San Gregorio de Nisa (+395), hermano de San Basilio y obispo de Nisa. Magnífico intérprete de las Sagradas Escrituras y profundo teólogo.
San Juan Crisóstomo (+407), “Crisóstomo” = “boca de oro”, de arrebatadora elocuencia, es el príncipe de los oradores cristianos. Su finura espiritual la debió a su estupenda madre, Antusa, viuda joven de veinte años, que se conservó casta como un ángel, y de la cual decían los instructores de Juan: “¡Qué mujeres tan extraordinarias produce el Cristianismo!”. Antusa se dedicó únicamente a la formación de su hijo. Su maestro en elocuencia fue Libanio, pagano, el mayor orador de su tiempo, el cual dijo en el lecho de muerte: “Habría elegido a Juan como sucesor de mi cargo, pero los cristianos me lo han arrebatado”. Juan, obispo patriarca de Constantinopla, fue dos veces desterrado por envidia de la emperatriz Eudoxia. Célebre por sus comentarios de la Biblia y gran defensor de los pobres.
De los Padres y Escritores latinos hemos de decir igual. Son muchos.
San Hilario de Poitiers (+366), gran teólogo, verdadero azote de los arrianos con su abundante y profunda doctrina.
San Pedro Crisólogo (+350), el Palabra de oro, obispo de Ravena, orador magnífico y sabio escritor, amonestó al hereje Eutiques: “Vaya al beato Pedro, que en la cátedra de Roma vive y tiene la presidencia, y confiere la verdad de la fe a los que la buscan”.
Prudencio (+405), más que escritor profundo, poeta exquisito.
Sulpicio Severo (+420) que brilló como historiador.
Casiano (+435), célebre por sus escritos monásticos.
Vicente de Lerins (+450), con su Regla sobre la Fe, célebre por su sentencia: “Lo que siempre, lo que en todas partes, lo que es creído por todos, esto es lo católico”, es la verdad. Se pueden añadir varios más. Pero vamos a las cuatro grandes lumbreras latinas.
San Ambrosio (+397), obispo de Milán, de santidad eminente; de ciencia profunda; de celo pastoral incansable, ganó para la Fe católica y bautizó a San Agustín. Y cuando el emperador Teodosio, por un arrebato de genio, cometió la masacre de Tesalónica, en la que murieron miles de personas, Ambrosio le escribió con dulzura pero con firmeza apostólica: “Los sucesos de Tesalónica no tienen precedente. Os aconsejo, os ruego y os suplico que hagáis penitencia. Vos, que en tantas ocasiones os habéis mostrado misericordioso y habéis perdonado a los culpables, mandasteis matar a muchos inocentes. Os escribo esto de mano propia para que leáis en particular”. El emperador contestó: “Dios perdonó a David; luego a mí también me perdonará”. Y Ambrosio: “Ya que has imitado a David en cometer un gran pecado, imítalo ahora haciendo una gran penitencia”. Teodosio se humilló, y, en la oración fúnebre del emperador, dijo San Ambrosio simplemente: “Se despojó de todas las insignias de la dignidad regia y lloró públicamente su pecado en la iglesia. Él, que era emperador, no se avergonzó de hacer penitencia pública”. Aunque es pura leyenda eso de que Ambrosio lo tuvo castigado ocho meses ante la puerta antes de readmitirlo en la Iglesia.
San Jerónimo (+420), el gran Doctor de las Sagradas Escrituras. Monje austero y gran director de almas. Por orden del Papa San Dámaso tradujo la Biblia de sus lenguas originales al latín, la Biblia Vulgata, traducción oficial de la Iglesia durante tantos siglos. Es sentencia suya famosa: “Ignorar las Escrituras, es ignorar a Cristo”.
San Agustín (+430), de quien decía Fenelón que él solo vale por un puñado de genios. Temperamento ardiente, hereje maniqueo, convertido gracias a su madre Santa Mónica que lo siguió desde África hasta Milán. Bautizado a los 33 años, y después obispo de Hipona en Africa, llegó a ser el mayor Doctor que tuvo la Iglesia. Sus numerosas obras son sencillamente excepcionales. Tiene dichos que se repiten continuamente. Como el consabido: “Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está en continua zozobra hasta que descase en ti”. Y su obra más genial, La Ciudad de Dios, verdadera filosofía de la Historia, la acaba, refiriéndose al Cielo: “Allí descansaremos y veremos; veremos y amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que acontecerá en el fin sin fin. ¿Y qué otro fin tenemos, sino llegar al Reino que no tendrá fin?”… Por eso, suspiraba su alma soñadora: “¡Oh bienes del Señor, dulces, inmortales, incomparables, eternos, inmutables! ¿Y cuándo os veré, oh bienes de mi Señor?”… Este hombre, enamorado totalmente de Dios y de la vida eterna, ha sido una de las figuras que más han influido en la Iglesia con su saber y su santidad.
San León Magno (+461), un Papa grande del todo. Con sólo su carta al Concilio de Calcedonia y las 96 homilías, tan densas y elegantes que se conservan de él, hay bastante para considerarlo Doctor de primer orden. Como Papa, fue un defensor acérrimo de la doctrina ortodoxa siempre que hizo falta salir al frente del error. Vigiló con vigor y gran dulzura a la vez a los obispos. Y fue León el que salvó de la devastación a Roma y a toda Italia al ir a ver y hablar con Atila, el más feroz de los bárbaros, como veremos en la lección siguiente, y después con Genserico el rey vándalo.
Con el edicto de Milán en el 313, cesaron las Persecuciones, aunque germinaron las grandes herejías y vinieron otros males, a lo largo del siglo IV, trajo el bien inmenso del desarrollo de la ciencia cristiana. Fueron unos cien años largos que marcaron el saber de la Iglesia para todos los siglos por venir, gracias a unos Santos Padres, Obispos y Doctores la mayoría, de los cuales la Iglesia se siente con razón tan orgullosa.