18. Los primeros Concilios Ecuménicos

18. Los primeros Concilios Ecuménicos

Hemos llegado a un punto clave y decisivo de la Historia de la Iglesia: los Concilios Ecuménicos. No entra en la numeración el narrado en los Hechos de los Apóstoles, 15, 5-35, aunque fue de hecho el que dio la pauta a todos los que habían de venir ─21 hasta ahora─ a lo largo de los siglos.

 

Todos sabemos que el Magisterio de la Iglesia reside en los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, y lo ejercen de manera ordinaria en su enseñanza de cada día. Pero, de manera extraordinaria lo hacen reunidos en Concilio Ecuménico o universal convocado por la autoridad del Papa. De aquí la importancia suma de un Concilio. Ya en los Hechos de los Apóstoles leemos esta inapreciable observación sobre aquel primer Concilio, presidido por Pedro: “Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros” (Hch 15,28). El Papa puede, a nivel personal, ejercer ese Magisterio extraordinario cuando a él le plazca, aunque lo hace siempre consultando a los obispos. Los Concilios llevan el nombre del lugar donde se celebran. Y se llaman Ecuménicos o universales si son de toda la Iglesia. El último Concilio, el de nuestros días, fue el Vaticano II (1962-1965), el número 21 de la Historia.

 

El Concilio de NICEA, en el año 325, es el primero de todos, convocado para tratar y condenar el Arrianismo, herejía que conocemos bien por la lección anterior. No asistió el Papa San Silvestre, ya muy anciano, pero envió sus delegados y después aprobó el Concilio. Eran más de 300 obispos. Comenzaba el 20 de Mayo, y acabaría el 25 de Agosto.

Miremos cómo lo narra Eusebio, obispo de Cesarea, allí presente:

“Se reunieron los más distinguidos ministros de Dios, de Europa, África y Asia. Una sola casa de oración, como si hubiera sido ampliada por obra de Dios, cobijaba a sirios y cilicios, fenicios y árabes, tebanos y libios. Había también un obispo persa, y tampoco faltaba un escita en la asamblea. El Ponto, Galacia, Panfilia, Capadocia, Asia y Frigia enviaron a sus obispos más distinguidos, junto a los que vivían en las zonas más recónditas de Tracia, Macedonia, Acaya y el Epiro. Hasta de la misma España, uno de gran fama, Osio de Córdoba, se sentó como miembro de la gran asamblea. El Obispo de la ciudad imperial, Roma, no pudo asistir debido a su avanzada edad, pero sus presbíteros lo representaron”.

El 19 de Junio fue el día cumbre, cuando fijaron la fórmula del Credo:

“Creemos en un Dios Padre Todopoderoso, hacedor de todas las cosas visibles e invisibles. Y en un Señor Jesucristo, el Hijo de Dios; engendrado como el Unigénito del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios; luz de luz; Dios verdadero de Dios verdadero; engendrado, no hecho; consubstancial al Padre; mediante el cual todas las cosas fueron hechas”.

Y seguía la tremenda amenaza y excomunión:

“Pero quienes declaren: ‘Hubo un tiempo cuando Él no fue’ y ‘Él no fue antes de ser creado’; y ‘Fue creado de la nada’ o ‘El es otra sustancia’ o ‘esencia’, o ‘El Hijo de Dios fue creado’, o ‘cambiable’, o ‘alterable’, son condenados por la Santa Iglesia, Católica y Apostólica”.

 

¿Dónde estuvo la clave de todo? En la palabra griega “homoúsios”: con-sustancial. Los arrianos decían del Hijo que era “hecho”, “creado”, como todas las demás cosas. ¡Falso! Los Padres conciliares se mantuvieron firmes, y la declaración final fue la que hemos visto: El Hijo es Dios en todo igual que el Padre, que lo engendra, de la misma sustancia, de la misma naturaleza. ¡Un solo Dios con el Padre!

Con-sustancial. Si decía “con” significaba que el Hijo era “otra” Persona. Y si decía “sustancial”, significaba a su vez que era “el mismo Dios”.

Los Padres aceptaron y firmaron entusiasmados la fórmula. Sólo se negaron cinco, que al fin quedaron reducidos a dos, los cuales fueron excomulgados y después desterrados por el emperador con acto meramente civil. Arrio, como no era obispo, no asistía a las sesiones. Sus escritos fueron condenados, sus libros arrojados al fuego y él fue desterrado.

 

La fórmula del Concilio de Nicea no mencionaba al Espíritu Santo, negada también por los arrianos. Por eso, la fórmula completa y definitiva la determinó otro Concilio posterior, el Primero de CONSTANTINOPLA el año 381, segundo Concilio ecuménico, que nos la dejará en el llamado Credo niceno-constantinopolitano, y que rezamos todavía hoy con tanto gozo y seguridad, fija para siempre la doctrina trinitaria:

“Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible. Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre; por quien todo fue hecho”… “Creo en el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”.

 

Arrio y el astuto obispo de Nicomedia encendieron la oposición postconciliar, y la herejía siguió bajo el emperador Constancio con luchas tan inconcebibles, que San Jerónimo escribió dolorido: “el mundo despertó como de un profundo sueño y se encontró con que se había vuelto arriano”. Por la lección anterior sabemos que duró muchos años.

 

El Concilio de ÉFESO, del año 431, nos interesa mucho. Había que condenar el nestorianismo, herejía que ya conocemos también. El pueblo cristiano mantenía viva y recta la fe católica: Jesús, era Dios y hombre, y basta. Con esto tenía bastante. Pero esta vez fue el pueblo el gran héroe de la verdad. Nestorio, obispo de Constantinopla, mantenía en Cristo DOS personas, una la del Hijo de Dios y otra la del hombre Jesús, e hizo predicar a un sacerdote de su confianza que María no era la “Theotókos”, la “Madre de Dios”, sino sólo la “Kristotókos”, es decir, la “Madre de Cristo”. ¡La que se armó!…

Quedaron al descubierto las intrigas que Nestorio había suscitado en toda la Iglesia con sus continuas cartas. Aunque condenado ya por el papa San Celestino, a quien acudió el obispo de Alejandría San Cirilo “por la tradición de acudir a Roma para las cuestiones graves en materia de fe”, no hubo más remedio que convocar el Concilio de Éfeso, que había de presidir el mismo San Cirilo junto con los tres delgados del Papa.

 

El Concilio estuvo lleno de peripecias desde el principio hasta el fin. Cirilo tenía plenos poderes del Papa, y antes de que llegaran sus delegados se tuvo una sesión ─aceptada y firmada después por los delgados papales─ en la cual se leyó toda la doctrina que el papa San Celestino había proclamado en un sínodo de Roma, condenando la enseñanza de Nestorio, el cual quedaba solemnemente depuesto. La verdad brillaba en todo su esplendor: Jesucristo tiene dos naturalezas: es Dios y es hombre, pero en una sola Persona, que es divina, que es Dios. Entonces, María es verdadera “Theotócos”, es la “Madre de Dios”.

Es bien sabido el hecho plenamente histórico. Era el 22 de Junio. La sesión se había alargado mucho y era ya de noche. El pueblo estaba aguardando afuera la decisión de los Padres Conciliares. Al saberse su resolución, estalló el gentío en un entusiasmo delirante. A la luz de las antorchas, y en desfile triunfal, acompañaron a los obispos a sus domicilios proclamando a todos los vientos a “Santa María, Madre de Dios”…

 

Otro Concilio, el de CALCEDONIA en al año 451, tiene un significado trascendental. Estuvo lleno de unos incidentes y de unas luchas entre los obispos herejes y los ortodoxos que parecen increíbles, sobre todo con un concilio previo que no lo reconoció el papa San León Magno, el cual lo llamó con el nombre que ha pasado a la Historia: “El latrocinio de Éfeso” o “Junta de ladrones”. El verdadero Concilio se celebró en Calcedonia, Asia Menor, al que acudieron unos 600 obispos. Iba todo contra el “Monofisitismo” que ya conocemos.

 

Vino la proclamación de la fe, que no fue sino la lectura de la famosa carta escrita por el papa San León Magno: En Jesucristo hay dos naturalezas totalmente distintas: es perfecto Dios y es perfecto hombre, sin confundirse para nada la una con la otra. Cada una tiene su autonomía propia, pero están unidas en UNA SOLA PERSONA, la divina, la del Hijo de Dios. Los obispos, leída y aceptada la carta del Papa, estallaron en la famosa aclamación:

“¡Ésta es la fe de los Apóstoles! Así lo creemos todos. Pedro ha hablado por boca de León”.

Y pasaron a fijar la declaración del Concilio:

“Creemos en Jesucristo, que para nosotros y para nuestra salvación apareció de la Virgen María, Madre de Dios según la humanidad, como un solo y mismo Cristo, Hijo, Señor, en dos naturalezas, sin confusión o cambio, sin división ni separación, no estando borrada la diferencia de las naturalezas por su unión, y, por el contrario, conservando cada una de ellas su propiedad, constituyendo las dos una sola persona”.

De aquí viene lo que en teología se llama la “comunión de propiedades” en Jesús. Y podemos decir: “Dios comía, bebía, dormía, se cansaba, agonizaba y moría en la cruz”. Y el hombre Jesús podía proclamar: “Yo y el Padre somos uno” y “Antes que Abraham viviese existo yo”. ¿Por qué? Porque las acciones son de la Persona, y Jesús no tenía más que una Persona, la del Hijo de Dios.

 

La historia de estos Concilios primeros nos da la pauta de lo que van a ser los que seguirán en los siglos. Obra de hombres con defectos humanos, a veces muy grandes, en sus luchas doctrinales; pero, al fin, obra del Espíritu Santo, que triunfa sobre todos.

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