06. El primer siglo de la Iglesia

06. El primer siglo de la Iglesia

A pesar de no ser una historia, sino narración de cosas sueltas, el libro “Hechos de Apóstoles”, de Lucas, es la mejor información que tenemos sobre la Iglesia en su primer siglo de existencia. Algunos otros acontecimientos ocurridos por entonces completarán la idea que nos hemos formado hasta ahora.

 

Los Apóstoles empezaron a movilizarse por los años cuarenta; permanecían en Jerusalén, aunque la Iglesia se extendió por otras partes de Palestina, como Jope donde estuvo Pedro; por Samaria, adonde fueron Pedro y Juan para ver lo que había hecho el diácono Felipe. Pero la Iglesia prosperaba poco en Judea, y los Apóstoles eran perseguidos de cuando en cuando (Hch 5,17-41), hasta que vino el martirio de Santiago por el año 44, y con ello la dispersión definitiva, aunque volvieran de cuando en cuando a Jerusalén.

 

El año 64 marca un hito importantísimo en la Historia de la joven Iglesia. En Roma se declaró el 18 de Julio un incendio voraz, seguido durante seis días, que causó destrozos enormes. El emperador Nerón, que estaba fuera, acudió a socorrerla, ¿o a divertirse con el grandioso espectáculo, porque quería convertir Roma en una ciudad nueva con su propia Casa de Oro como la joya mejor de la nueva Capital?… Pero fue inútil la presencia del emperador. De los catorce distritos de la ciudad, tres quedaron convertidos en cenizas y siete más medio deshechos. El pueblo empezó a echarle las culpas a él, que, para desviar los malos rumores, hizo correr la voz: -¡Los cristianos! ¡Los cristianos!…

Y vino la feroz persecución. Tenemos el testimonio, miles de veces repetido, del historiador pagano Tácito, que escribe:

– El emperador, para poner fin a la maledicencia pública, echó la culpa a los cristianos, gentes que tenían mala fama de delincuentes, y los castigó con penas feroces. Fueron arrestados primeramente los que se declaraban cristianos; seguidamente, una gran multitud, convicta no tanto del incendio cuanto de odio al género humano. Algunos, vestidos con pieles de fieras, fueron echados a los perros para ser despedazados; otros, crucificados o abrasados; otros, embadurnados de pez, colgados para que sirviesen de antorchas nocturnas. Nerón brindó sus jardines para el espectáculo, y, vestido de auriga, celebraba los juegos del circo en medio de la muchedumbre, guiando su carro. Pero, aun cuando se trataba de delincuentes comunes merecedores de los peores castigos, se manifestaba un sentimiento de conmiseración al saberse que perecían, no por la utilidad pública, sino por la crueldad de uno solo.

El emperador hubo de dar decreto jurídico a la persecución, que se prolongó legalmente hasta su muerte en el año 68. ¿Cuántas fueron las víctimas? Es imposible saberlo. Tácito nos ha dicho: “una gran muchedumbre”, y las mismas palabras dirá el Papa San Clemente, tercer sucesor de San Pedro.

Los espectáculos macabros descritos por Tácito se desarrollaron sobre todo en el Circo de Nerón, que llenaba gran parte de los terrenos que nosotros vemos hoy a nuestra izquierda cuando miramos de frente al Vaticano, la Plaza de San Pedro y la Basílica.

 

Pedro y Pablo fueron los mártires más insignes. Nadie ha puesto nunca en duda el que los dos Apóstoles sufrieron el martirio en Roma durante esta persecución. ¿En qué fecha? No se sabe. Desde siempre se ha tenido la de Pedro el año 67, y concretamente el 29 de Junio. Aunque la preciosa capilla de Bramante diga que fue ejecutado en el Gianicolo, Pedro murió con toda seguridad “crucificado, cabeza abajo”, en el circo de Nerón y fue sepultado en la vecina necrópolis. ¿Y Pablo? Tampoco sabemos la fecha. Pero, como era ciudadano romano y no podía ser crucificado, se le aplicó una muerte legal, cortándole la cabeza a filo de espada, en el lugar alejado de la Ciudad llamado Tre Fontane, y sepultado junto a la Vía Ostiense, mucho más cerca de Roma.

 

Cuando vino la paz a la Iglesia el año 313, el emperador Constantino levantó las dos Basílicas, haciendo coincidir el centro de cada una sobre el lugar exacto de los sepulcros. La de Pedro en el Vaticano se derribó en el siglo dieciséis para levantar el grandioso templo actual, y Miguel Ángel centró la imponente cúpula sobre el lugar del sepulcro. La de San Pablo fue destruida por un incendio el año 1823, y la actual, grandiosa también, se centra sobre el sepulcro del Apóstol. Aunque, viene la pregunta: ¿Están realmente los sepulcros donde se dice y se ha creído siempre?…

 

El papa Pío XII ordenó las excavaciones en las criptas vaticanas dirigidas por arqueólogos insignes, católicos y no católicos. Dieron un resultado sensacional. Y al final del Año Santo de 1950 proclamaba oficialmente los resultados: ¡Tenemos el sepulcro de Pedro!

¿Y el de Pablo? No se han hecho las excavaciones. Pero, en la urna que lleva la inscripción “Pablo mártir”, y que nunca se ha abierto, se logró hoy con los medios modernos más avanzados introducir una honda de rayos en dicha urna, y ha aparecido algo sorprendente: fragmentos de huesos, granos de incienso, y un lino laminado en oro. Al acabar el Año de San Pablo el 28 de Junio del 2009, el papa Benedicto XVI confirmaba también, “con honda emoción”: ¡Tenemos el sepulcro de Pablo!

 

¿Por qué se le da tanta importancia a esto de los sepulcros de los dos Apóstoles, al de Pedro sobre todo? Porque nos aseguran que la Iglesia de Roma enlaza directamente con los Apóstoles, y, por ellos, con Jesucristo. Los herejes no pueden demostrar que enlacen con un Apóstol. Mientras que en la Iglesia Católica, el Papa, y con él todos sus obispos, enlazan ininterrumpidamente con aquel a quien dijo Jesucristo: “Sobre esta Roca edificaré mi Iglesia”. Ya en el siglo segundo, el famoso escritor Gayo desafiaba a los herejes de su tiempo:

– Tú no me puedes señalar a ningún Apóstol con el cual unir tu iglesia; mientras que yo te puedo mostrar los sepulcros ─los “trofeos”─ de Pedro en el Vaticano y de Pablo en la Vía Ostiense.

 

Durante la misma persecución de Nerón aconteció algo también muy grave en la lejana Palestina. El partido de los sicarios ─como los actuales guerrilleros─, se rebelaron el año 66 contra Roma de una manera que vamos a llamar definitiva: -¡Fuera de Judea y para siempre los Romanos!… Fue el suicidio para la nación. Nerón mandó a Vespasiano, al que después sucedió al mando de las Legiones su hijo Tito, el cual en el año 70 sitió a Jerusalén y se cumplió al pie de la letra lo profetizado por Jesús (Mt 24, Mc 13, Lc 21). La crónica y descripciones de Flavio Josefo, judío al servicio de los Romanos, resultan horripilantes.

Tantos judíos como iban peregrinos a la Pascua, entraban libremente en la Ciudad, pero ya no se les dejó salir. Más de un millón estaban encerrados dentro, y el asedio durante meses fue infernal. Muchos fugitivos fueron crucificados fuera de las murallas.

La resistencia judía fue heroica, pero al fin los legionarios romanos, deshechas las tres murallas, desde la Torre Antonia lanzaron el último ataque. Tito quiso a todo trance salvar el maravilloso Templo, pero un soldado lanzó el 16 de agosto desde fuera una tea encendida, que prendió fuego a todo, y la ciudad caía en poder del romano vencedor. Según Josefo, murieron en el asedio un millón ciento diez mil judíos. Los prisioneros fueron 97.000, repartidos después por las principales ciudades del Imperio para ser lanzados a las fieras del circo, muchos condenados a las minas, y todos los demás vendidos como esclavos.

 

Cara a la Historia de la Iglesia, hay que decir que los cristianos, prevenidos por la profecía y consejo de Jesús, huyeron a tiempo a la ciudad de Pella, la más importante de la Decápolis en Transjordania, a unos 100 kms. al NE de Jerusalén, y allí se pudieron salvar, aunque siguieron formando comunidades fieles a las costumbres judías. Igual que otros judíos, también estos cristianos regresaron a las ruinas de Jerusalén, firmes en su fe. Sin embargo, parece que al fin desaparecieron todos. Con la destrucción de Jerusalén, la Iglesia, sin pretenderlo, se desligaba para siempre del judaísmo.

 

Con Domiciano, emperador desde el año 81 al 96, se desató una nueva persecución, no tan feroz como la de Nerón, pero causó también numerosos mártires. Se ha contado siempre que Juan, el único Apóstol que aún vivía, se hallaba en Roma y fue condenado a morir en una tina de aceite hirviendo, aunque salió de ella ileso. Desterrado a la isla de Patmos, escribió el Apocalipsis, con referencias claras a esta persecución de Domiciano.

 

Se conserva el catálogo de los obispos que siguieron a Pedro en la sede de Roma: cuatro en este siglo: San Lino, del 67 al 76; San Anacleto, del 77 al 88; San Clemente, del 89 al 97. Le seguiría en el 98 San Evaristo hasta ya entrado el siglo II.

Entre los cuatro, incluido el principio de Evaristo, consagraron a 45 obispos y a otros tantos presbíteros, para distribuirlos en muchas Iglesias, signo de que nadie discutía a Roma el privilegio de Iglesia primada.

Fue aleccionador el hecho de Corinto, la evangelizada por Pablo. Se rebelaron algunos orgullosos atrevidos para deponer a los superiores arrojándolos de sus cargos. La Iglesia de Corinto acudió a la de Roma, signo inequívoco de que la reconocía como la Iglesia Primada y al sucesor de Pedro como a Jefe supremo. San Clemente escribió una carta célebre, imponiendo su autoridad, y exhortando a todos a la humildad y la obediencia.

Caerá la Roma imperial. Pero la Roma de Pedro seguirá por siglos y milenios…