07. Belén

07. Belén

El Emperador y organizador más grande y moderado que tuvo Roma, Octavo César Augusto, quería saber con cuántas fuerzas humanas, económicas y militares podía contar en el Imperio. No era ningún capricho, sino un acto prudente de política, y el censo se tuvo que hacer también en Palestina, encomendado al Legado de la Provincia imperial de Siria, pues Herodes no dejaba de ser sino un rey vasallo. Este censo plantea a los historiadores muchos problemas, pero a nosotros nos basta saber que duró varios años, hasta que lo acabó Quirino, y sabemos que entre los judíos levantó protestas y revueltas muy graves, pues se trataba de pagar impuestos sobre bienes inmuebles y después de tributos personales.

 

José había de ir a Belén por ser del milenario linaje de David, y quizá María también, aunque, de no serlo, José la hubiera llevado igual, pues no iba a dejar sola a su mujer en aquel estado.

Belén no era ninguna ciudad rimbombante, a pesar de su historial bíblico, sino un pueblo humilde a unos siete kilómetros al sur de Jerusalén. Por lo mismo, hay que contar sobre los 120 kilómetros desde Nazaret, por caminos que distaban mucho de ser cómodos, pues los romanos no habían trazado ninguna de sus magníficas calzadas por el interior del país, desde Galilea a Jerusalén. Ya se ve que, en el estado de María, las cuatro o cinco jornadas de viaje no las pudieron hacer a pie, sino que José debía tener asno propio. Las noches las pasaban en cualquiera de las paradas comunes para los grupos.

 

Llegados a Belén, casi seguro que al principio se quedaron en el hospedaje público de hacía ya siglos, el Kahn o Camaan, constituido por un cercado de paredes con un cobertizo para las personas, el patio central para los animales, y donde no había ningún rincón para el recato. En la Camaan debieron permanecer sólo de momento, pues “mientras estaban allí”, dice Lucas, José se dio a buscar otro sitio, a requerimientos de María:

-Aquí, no, José; aquí de ninguna manera.

Así lo expresa el “no había lugar para ellos” del finísimo Lucas. El sitio mejor era una cueva solitaria. ¡A buscarla!

 

Por la aglomeración de aquellos días, todas las casas se encontraban llenas, y María no estaba dispuesta a dar a luz, algo que veía inminente, en un cuarto común en el que todos compartían todo, y los dos salieron a las afueras del pueblo a probar fortuna en alguna de las cuevas naturales, hendidas en la roca, de las que había varias en los alrededores, muy aptas para guardar el ganado y enseres de la casa, que podía estar edificada encima o al lado. En Oriente no se le negaba hospedaje a nadie, y menos se lo iban a negar a María en situación tan delicada.

 

Tuvieron suerte al buscarla, y lo más probable es que los dueños les prestaron la gruta con gusto, apenas vieron a María, la cual no quería una habitación común, sino algo privado en absoluto. En aquella cueva metió José su cabalgadura y descargó los modestos enseres que traían, en especial los previstos por María para el momento que se le avecinaba.

 

El arte ha construido siempre un pesebre de madera colocado en el suelo, pero se ven en la roca unos huecos que debían ser hechos expresamente para comedero de los animales; o bien, se trataba de unos pesebres medio circulares, levantados sobre el suelo con adobes y argamasa. José pudo disponer alguno con pajas y hierba seca, con algún paño encima, preparado todo para lo que podía venir de un momento a otro. La lámpara de aceite prendida con la vasija de repuesto eran algo imprescindible, y José lo tenía todo muy pensado:

-María, queda tranquila y duerme esta noche. Si es necesario, mañana podré ir a buscar la ayuda que se necesite.

 

Nada extraña ni irreverente esta manera de pensar, y hasta obligado en José como lo más natural, pues ni José ni María pensaban en lo que haría Dios por su cuenta. Y Dios hizo lo que sigue arrancando lágrimas de ternura a millones en todo el mundo. María, a mitad de la noche:

-José, ¿qué me pasa?…

Y de repente, con admiración y júbilo inenarrables, tras un éxtasis que duró segundos:

-¡Mira, mira lo que tengo en las manos!…

 

Las lágrimas son la expresión suprema de un gozo incontenible. Y seguro que se les asomaron a los ojos de María y de José ante el prodigio que contemplaban. San Jerónimo, el gran Doctor de las Escrituras, con palabras célebres tan repetidas, lo expresó como nadie, hablando de María: “Ninguna comadrona hubo allí; ella misma envolvió en pañales al infante; ella misma fue la madre y también la comadrona”.

En la visión del Ángel, igual que había hecho antes María con Gabriel, José creyó y no pidió ninguna prueba, pero Dios se la tenía guardada como premio:  el  alumbramiento virginal de María valía por todos los milagros habidos y por haber.

 

Los incontables visitantes que hoy van a Belén guardan silencio reverente al contemplar en el centro del suelo esa estrella de bronce dorada con la escueta inscripción: “Hic de Virgine Maria Iesus Christus natus est”. Nada más. Para detener en el pecho la respiración por la emoción más honda: “Aquí nació Jesucristo de María Virgen”. El Emperador Constantino, en el año 325, ordenó edificar sobre ella la Basílica del Nacimiento, con todas las garantías históricas de ser la auténtica en que nació Jesús.

 

Artistas, poetas y contemplativos, que suelten su imaginación lo que quieran. Nosotros vamos a la historia fría, ateniéndonos al Evangelio. Jesús nacía como el Mesías prometido, el heredero de la bendición y de todas las promesas hechas por Dios a Abraham y David. Si Lucas dice que María “dio a luz a su hijo primogénito”, este primogénito no significa un hijo biológico, detrás del cual vinieron otros, sino que expresa un término jurídico: “el heredero” de la promesa y bendición de la familia.

 

Belén es desconcertante. Dios ha querido ganar a todos a base de ternura, y a fe que lo ha sabido hacer bien. Ante este chiquitín no existe la indiferencia. Una coplilla graciosa corría de boca en boca:

-Por los cielos de Belén – suenan cantos de alegría, – que ha nacido en un portal – Manolito el de María.

Manolito, Emmanuel, el Dios-con-nosotros, ¿es hijo sólo de María? No; no es sólo de Ella, es de cada uno de nosotros, porque, como nos dice el pro­feta Isaías, hoy “se nos ha dado un niño, nos ha nacido un hijo”. Por medio de María, todos hemos re­cibido como algo nuestro, y propio de cada uno, este Hijo de Dios que se hace hombre y niño encan­tador para estar con nosotros y salvarnos.

Ante el pesebre de este chiquitín que es nuestro, todos perdemos la cabeza. La alegría no es privativa de San Francisco de Asís, del que se cantaba con simpatía:

-Dice el Padre San Fran­cisco – que el día de Navidad, – el que no ha perdido el seso – no tiene el seso cabal.

 

La antigüedad pagana y politeísta inventó muchos dioses, y todos eran potentes, grandes, ricos; y hasta los malos eran grandes en su maldad, pero siempre grandes. Nuestro Dios, por el contrario, nos da un Dios en un Niñito lleno de encantos y de ternura, que, encima, nos viene en medio de una pobreza, una aus­teridad y una humildad desconcertantes.

Belén, después del Calvario, es la demostración más grande del amor y ternura de Dios para los hombres de todos los tiempos, al hacer que su Hijo naciera en la pobreza más total. El Espíritu Santo se las arregló, con el asunto del censo romano, para que María se viese en la precisión de no contar más que con una cueva rocosa natural para dar a luz y con un comedero de animales donde recostar a su bebé.

Los pobres, por pobres que hayan nacido, si se lamentan o se sienten humillados por su pobreza al nacer, se encuentran con un Jesús, ¡Dios!, que les sonríe cariñoso:

-¡Si te gané yo!…

Los ricos, si miran a Jesús, adivinan un semblante irónico:

-No sabes lo que es haber nacido en pobreza absoluta, ¿verdad?…

Entonces, sin reproches a nadie, vemos cómo Jesús nos ama a todos por igual, aunque se adivinen sus preferencias.