51. La pecadora aquella

51. La pecadora aquella

Hay para llorar al leerlo, según el papa San Gregorio Magno. Como no la podían matar a pedradas, pues no era casada, la pobrecita se dio a la prostitución. No sabemos su nombre, pero de ningún modo era la Magdalena, como lo han dicho tantos, y menos María la de Betania. Era una prostituta de tantas, muy conocida en su ambiente y que se ha hecho querer de manera tan extraordinaria.

Porque resultó que un fariseo importante convidó a Jesús a su mesa, y el Señor acepó de buen gusto. En medio del banquete, y sin pedir permiso, que se lo hubieran negado, la mujer irrumpe en el salón, pasea la mirada a ver dónde está el que ella busca, lo ve recostado en el diván según la costumbre romana con los pies hacia fuera, se le echa de rodillas, comienza a llorar sin decir una palabra, riega con sus lágrimas los pies de Jesús, los enjuga con su larga cabellera, rompe sobre ellos el frasco que traía en las manos y llena la sala de perfume embriagador.

 

Se hace un silencio sepulcral, pues sólo hablan los corazones. El que más grita por dentro es Simón, el anfitrión, que se dice satisfecho:

-¡Este Jesús no es el profeta que dicen! Si fuera profeta, sabría muy bien quién es esta mujer que le está tocando, semejante pecadora…

Jesús, con ese su saber que penetra los pensamientos, interrumpe el silencio de la sala:

-Oye, Simón, tengo un asunto que proponerte.

-Di, Maestro, di.

-Se trata de un prestamista que tenía dos deudores. Uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. No teniendo ninguno de los dos con qué pagarle, el bueno de él les perdonó la deuda a los dos.  ¿Quién te parece que de los dos le va a querer ahora más?

-Es evidente: aquel a quien le perdonó más, el de los quinientos.

-Has juzgado muy bien, Simón.

 

Ahora viene la revancha de Jesús y defensa de la pecadora.

Le va a sacar a relucir a Simón todas las faltas de etiqueta y educación que ha cometido, comparándolas con la finura de la mujer que sigue llorando en silencio:

 

-¿Ves a esa mujer? Al llegar yo a tu casa, no me has ofrecido agua para lavarme los pies polvorientos, como se hace con los invitados, mientras que ella no ha cesado de bañarlos con sus lágrimas y secarlos con sus cabellos…

Tú no me has saludado con el beso de paz, y ella no ha dejado un momento de besar mis pies con tanto cariño…

Tú no me has ungido el rostro con aceite embalsamado, y ella ya ves qué perfume ha derramado sobre mí…

“Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados porque ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra”. 

 

Esta palabra última de Jesús debió caer entre los comensales como una bomba, si es que la quisieron entender. Fariseos que se consideraban santos ante la Ley, ninguno de ellos necesitaba perdón, porque ninguno se consideraba pecador. Dios no tenía que perdonarles, al revés, tenía que estarles agradecido por su limpieza inmaculada ante la Ley.

Así pensaban y así vivían los infelices. ¿Qué necesidad iban a tener de Jesús, que venía precisamente como Salvador? Ninguna. Y mucho menos le iban a dar amor. Ni lo necesitaban ni lo querían.

 

Los hijos de la Iglesia, por fortuna, pensamos de modo completamente distinto. Sabemos que somos pecadores, y precisamente por eso vamos a Jesús, como esta pobre mujer de la calle. Nos acoge porque nos ama, le damos un alegrón cuando nos acercamos a Él, y, al vernos perdonados, le queremos a ese nuestro amigo Jesús con amor redoblado. Pecado perdonado, ocasión para más amor. Así de generoso es Dios.

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