45. Más sobre el Feudalismo

45. Más sobre el Feudalismo

El feudalismo ha podido dejarnos una mala impresión por los males que produjo en la Iglesia, la cual se vio envuelta en un sistema civil que ella no había creado. De él se derivaron después las investiduras que produjeron daños fatales, como la simonía y el nicolaitismo, que vamos a ver en esta lección.

 

Conocemos por la lección anterior lo que eran los grandes feudos en Alemania, Francia y norte de Italia. Podían más que muchos reyes, hasta que el gran emperador Otón I, coronado en el 962, supo quitarles casi toda su fuerza. Para ello, viendo en los obispos a sus mejores aliados, comenzó por otorgarles grandes posesiones y privilegios, con títulos civiles hasta el de condes. Así quedaron constituidos consejeros natos suyos y sus servidores más fieles. Era el emperador quien entregó las principales sedes arzobispales a parientes suyos ─muy dignos, eso sí─ y a escoger para las sedes episcopales a buenos sujetos, a los cuales entregaba el báculo y el anillo como signo de su potestad. Tengamos esto presente.

 

La consagración episcopal era cosa de la Iglesia, pero esta entrega del báculo, llamada “Investidura”, se la reservaba el emperador. Todos los emperadores alemanes ─Otón II, Otón III, San Enrique II, etc.─ continuaron con la misma práctica, perfectamente admitida por el pueblo. Tales emperadores obraban con gran amor a la Iglesia: disponían de los obispados y monasterios, les asignaba sus territorios y hasta presidían sus concilios, de manera que fue un dicho muy acertado aquel de “Obispo, no por elección sino por gracia del rey”. Y el otro con que se llamó a sí mismo Otón III, como si fuera el Papa: “Siervo de Cristo”.

En Francia, poco más o menos igual. Los reyes, duques y condes hacían lo mismo, pues nombraban obispos para las diócesis que existían en sus territorios. Al entregar el báculo y el anillo en la ceremonia de la investidura, el obispo o el abad hacía el juramento de fidelidad al señor que le había elegido y le confiaba la diócesis o el monasterio. Venía la consagración episcopal, que la hacía el Metropolitano con los otros obispos de la provincia eclesiástica, y a la cual no podía negarse fuera quien fuera el elegido.

 

La intención de los primeros emperadores pudo ser muy buena, pero el sistema resultó fatal para la Iglesia que de este modo quedaba esclavizada al poder temporal. Y así, vino lo que había de venir. Fuera de aquellos emperadores primeros que fueron muy buenos, otros que siguieron después, igual que los reyes y grandes señores, elegían no precisamente a los más dignos sino a los más fieles a ellos o a los que les entregaban mayor suma de dinero. De este modo se metió la simonía con un descaro que nos estremece.

 

Por poner algunos ejemplos nada más. Guillermo quería el obispado de Albi para cuando muriera su obispo; el vizconde Bernardo accede a la petición, levanta acta notarial y entrega el obispado después de cobrar cinco mil escudos de oro. Guillermo fue obispo. Y su sucesor compró el mismo obispado pagando “quince caballos de gran precio”… Guifredo de Cerdeña pagó la fabulosa suma de cien mil sólidos para comprar su arzobispado, y el abad Adalguero vendió los bienes de su monasterio para hacerse arzobispo de Narbona… El que aspiraba a ser abad de un monasterio pagaba el cargo, como se decía con humor, “con la carne y los huesos de sus monjes”…

Si el pecado de la simonía ─comprar con dinero los bienes espirituales, Hch 8,18-24─ se extendió de esta manera, iba también a la zaga del mismo el pecado del nicolaitismo ─nicolaítas, o fornicarios, Ap 2,6─, ya que el celibato sacerdotal rodaba por los suelos. Es cierto que se debe entender la ley del celibato en aquellos tiempos, la cual no estaba establecida en toda la Iglesia con la precisión actual, y había costumbres diversas en Oriente y Occidente. Una cosa es cierta: que desde muy antiguo, tanto en la Iglesia Oriental de Constantinopla como en la Occidental de Roma, los obispos debían permanecer célibes. Y en los tiempos del feudalismo y de las investiduras, al ser los obispos verdaderos príncipes y estar metidos de lleno en los asuntos civiles, muchos de ellos vivían completamente aseglarados, amancebados públicamente también, con mujer y con hijos, de manera que, no teniendo ninguna autoridad moral sobre el clero inferior, los sacerdotes no hacían tampoco ningún caso de su compromiso con la Iglesia.

Contribuían no poco a esta relajación los grandes señores, los cuales tenían a gala el casar a sus hijas con los clérigos de más dinero o más relumbrón. Hay testimonio que asegura: “El clérigo, apenas recibe la unción sacerdotal, y por indigno que sea, acepta su parroquia, y, lo primero que hace, es tomar una mujer”. Los de Milán, por ejemplo, no toleraban la “intrusión romana”, si es que los Papas exigían la continencia prometida, como lo hicieron León IX, Nicolás II y Alejandro II, los cuales mandaron a todos los fieles evitar el trato con sacerdotes amancebados y no asistir a sus actos de culto, ya que eran curas excomulgados si se atrevían a celebrar la Misa.

 

Está claro que en medio de tanto mal hubo en aquellos siglos del IX al XI ─hasta que vino la gran reforma de San Gregorio VII, como veremos más adelante─, hombres como San Pedro Damiani, San Romualdo y San Juan Gualberto con sus monjes de la Camáldula y Valleumbrosa, que clamaban contra el pecado y pregonaban una santidad que era también el orgullo de la Iglesia. Muchos escritores de la Historia hacen resaltar sólo el mal y se callan el bien, el cual sigue siempre su camino silencioso.

 

Nos conviene decir también una palabra sobre algunas costumbres del pueblo cristiano en estos tiempos, como las “ordalías” y la “tregua de Dios”.

Sin meternos en su moralidad, digamos que las ordalías o juicio de Dios se practicaban con frecuencia y con buena fe por aquellas gentes aún semibárbaras. Consistían en remitirse al juicio de Dios que, con un milagro, había de declarar la inocencia o culpabilidad de un acusado. Todos los Papas y muchos obispos las condenaban, pero otros las aprobaban o permitían por lo arraigadas que estaban entre los germanos. De dos que iban al duelo, ¿quién era el culpable? El vencido, pues Dios no le había ayudado… El que pasaba entre las llamas o por las brasas del fuego sin quemarse (!), era inocente… Y así otras pruebas en muchos juicios. A los clérigos, les bastaba para probar su inocencia el jurar sobre las reliquias de algún Santo y aducir testigos.

 

La Tregua de Dios, organizada por la Iglesia, fue de gran beneficio para aquellos pueblos que no sabían sino pelear y estaban siempre en guerra. Nació de la Paz de Dios, con la cual los obispos protegían a los pobres desamparados ante señores injustos. Era un imposible que las armas cesaran del todo. Pero se consiguió el que los bandos en guerra no lucharan los jueves en memoria de la Ascensión de Cristo; ni los viernes, como recuerdo de la Pasión; ni sábados ni domingos debido a la Resurrección. Se extiende después la tregua a todo el Adviento hasta después de la Epifanía; a la Cuaresma hasta la Pascua, y desde las Rogativas hasta Pentecostés. Los obispos de Provenza, sureste de Francia, lanzaron la amenaza tan simpática como dura: “Que desde el miércoles por la tarde hasta el salir el sol del lunes, reine una perfecta paz entre los cristianos, amigos y enemigos, vecinos y extranjeros. Y el que se niegue a ello sea excomulgado, maldito y detestado por toda la eternidad, y condenado como Datán, Abirón y Judas”.

 

Como contrapeso a todo lo expuesto sobre la simonía e inmoralidad del clero ─y del desprestigio del Pontificado que veremos en la lección siguiente─, cabría aquí, como hacen muchos historiadores, el traer las grandes obras de beneficencia que se desarrollaban en la Iglesia en estos siglos. Los pobres y los enfermos constituían casi una obsesión de aquellos cristianos rudos pero sinceros en su fe, de los monasterios y de toda la Iglesia. Concilios diocesanos que mandaban entregar a los pobres la cuarta parte de los bienes de la Iglesia… Otros que ordenaron distribuir limosnas a los necesitados cuatro veces al año… Junto a las catedrales y colegiatas se empezaron a construir hospitales y hospicios, obra entonces nacida de la Iglesia… Es famoso a este respecto lo que escribía el abad Teofrido de Echternach:

“Poco nos importa que nuestras iglesias se levanten hasta el cielo, que los capiteles de sus columnas estén cincelados y dorados, que la púrpura resplandezca en nuestros pergaminos, que sea fundido el oro en los caracteres de nuestros códices y que sus encuadernaciones están adornadas con el brillo de las piedras preciosas si no tenemos cuidado de los miembros de Cristo y si el mismo Cristo se muere desnudo a nuestras puertas”.

Es natural que así se pensara cuando en los monasterios benedictinos se tenía designado al personal que debía atender como a Cristo en persona a todos los que se presentaban como huéspedes y peregrinos… Y desde el siglo noveno fueron surgiendo las asociaciones religiosas consagradas expresamente a la caridad y beneficencia.

 

Sería sumamente interesante indicar aquí los grandes santos y santas que jalonaron los años de estos siglos noveno al undécimo. Hemos citado como gran defensor de la moralidad del clero a San Juan Gualberto, el cual no se hizo santo sin más. Le matan a un hermano suyo, y el asesino, sorprendido solo en el camino por Gualberto bien armado, y viéndose perdido sin remedio, se arrodilla con los brazos en cruz. Gualberto ve al mismo Cristo que le pide misericordia, baja la espada a punto de funcionar, abraza al criminal, reflexiona después y se esconde en la soledad para fundar su monasterio de Valleumbrosa.

Hechos como éste no se pueden dar sino cuando en la sociedad se vive profundamente la fe cristiana, como ocurría en aquellos tiempos algo sombríos. Había cosas bonísimas en medio de tantas debilidades. La Iglesia ha sido siempre así.

 

 

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