97. Hasta el Concilio de Trento

97. Hasta el Concilio de Trento

Se había producido el gran estallido en la Iglesia que clamaba por una reforma de las costumbres. ¿Qué se hace ahora, metidos ya en la catástrofe?

 

Hay que aceptar los hechos consumados. En 1517 se rebela Lutero, que en 1521 es excomulgado. El incendio se propagó con rapidez inusitada por toda Europa, de modo que para 1555 se hallaban deslindados los campos protestante y católico. Se ha calculado que la Europa de aquellos días contaba con unos sesenta millones de habitantes, y antes de acabar la década de los cincuenta ya se habían pasado a la herejía o al cisma unos veinte millones de personas. Quizá no tantos; pero no serían muchos menos.

Hay que buscar las causas de esta inusitada defección. Y partimos de un principio ─expresado muchas veces─ de que la Iglesia como tal no había fallado a Jesucristo, pues el pueblo se mantenía cristiano, con muchos santos en su seno, pero hay que admitir también que las costumbres se habían relajado grandemente a partir del destierro de Aviñón, del Cisma de Occidente, y, sobre todo, desde el advenimiento del Humanismo, que junto con el florecimiento de las letras clásicas, introdujo la paganización social manifestada en muchas formas del Renacimiento. Esto lo tenemos claro desde que lo vimos en las respectivas lecciones y es superfluo el repetirlo aquí. Los siglos XIV y XV no fueron nada buenos.

 

Una vez encendida la mecha por Lutero, sus doctrinas hallaron fácil aceptación en muchos ambientes. ¿Cómo se explica una difusión tan rápida? Ser protestante resultaba muy fácil, pues sus exigencias para la vida “cristiana” (¿?) eran mínimas:

– Cree en la Biblia, interpretada por ti mismo, y déjate de enseñanzas y de mandamientos de la Iglesia; no sometas tus pecados al poder que la Iglesia se atribuye, pues te basta confesarlos a Dios confiando sólo en Él, que te los perdona por los méritos de Jesucristo; y, menos, te sujetes al Papa ni a nadie… Imposible doctrina más sencilla y libre.

– Suprimida la Jerarquía de la Iglesia, sujétate sólo al príncipe, pues él tiene potestad sobre la religión, conforme a este principio: “cuius regio, eius et religio” = la religión es la de aquel que manda en un país. Y los príncipes se agarraron a este dicho. Imponían su fe ─ahora adulterada─, en el propio territorio y no había más remedio que aceptarla. Sin el concurso de los príncipes y las autoridades civiles, la reforma protestante, aunque hubiese sido tan dura como el arrianismo (lección 17) no hubiera pasado de una herejía más que al fin, aunque duradera, habría sido vencida por la Iglesia.

– Fuera eclesiásticos, corrompidos todos. Y los que se reformen, que se casen, dejando su celibato… Lo malo es que lo hicieron muchos, incitados por Lutero, siguiendo a Zuinglio y al amparo del rey adúltero y lujurioso Enrique VIII.

 

Siempre se ha indicado como causa especial la corrupción del clero, empezando por los Papas, y de ahí el grito clásico durante dos siglos: ¡Reforma de la cabeza y de los miembros! Había suficiente razón para pedirlo y exigirlo. Los obispos vivían más como príncipes que como pastores; los sacerdotes del alto clero provenían de familias nobles, y su vida era cómoda y relajada; y los sacerdotes del clero inferior, o los asalariados de los que poseían el beneficio y lo dejaban encargado a esos curas pobres, se debatían en la pobreza, en la ignorancia, en la inmoralidad… Aunque había monasterios dignos y ya reformados con anticipación, los monjes de otros monasterios, con sus abades al frente, habían caído también en gran relajación y no eran ningún ejemplo de vida religiosa.

Estos son hechos evidentes y ante los cuales ningún historiador cierra los ojos. Es también interesante dar un vistazo a los Papas de estos días. Ya hablamos de los Papas renacentistas (lecciones 91-93), varios de los cuales no fueron modelos de moralidad al menos siendo cardenales, y después de Papas llevaron una vida, si no de pecado, sí principesca y poco edificante. Digamos una palabra sólo de los Papas que gobernaron la Iglesia una vez iniciada la revolución luterana.

León X (1513-1521), aunque de conducta personal íntegra, no se durmió ciertamente del todo y fue quien excomulgó a Lutero. Actuó, pero no con la prontitud que debiera, pues el Papa seguía tan alegre con sus cacerías, banquetes, diversiones, trato con los humanistas y favoritismo con sus familiares.

Adriano VI (1522-1523), holandés, un verdadero santo. Con tan breve pontificado no pudo hacer casi nada, aunque tomara en serio la reforma de la Iglesia, y trató de salvar en lo posible la situación actuando con comprensión y clemencia a los insurgentes luteranos. Sin miedos, confesaba que los males actuales se debían a castigo de Dios: “Nos consta que, incluso cerca de esta santa cátedra, hace muchos años, tuvieron lugar muchas acciones indignas, abusos de las cosas eclesiásticas y excesos, y que todo esto ha ido empeorando. Así, no es de maravillar que la enfermedad de la cabeza haya pasado a los miembros, del Papa a los prelados. Nosotros todos nos hemos alejado del recto camino y, desde largo tiempo atrás, no ha habido uno que haya obrado como debía”. Valiente este Papa tan humilde…

Clemente VI (1523-1534). Íntegro en su conducta, piadoso, bien intencionado, pero ha merecido un juicio muy severo de los historiadores por su indecisión y política, siempre mecida entre estas palabras que lo definen bien: “Por lo demás…, después…, pero…, si…, quizá…, no obstante…”. En sus días, 1526, se realizó el “saco de Roma”, la acción más horrorosa que se conoce padecida por la Ciudad Eterna. El aventurero Frundsberg, y, muerto él, el condestable de Borbón, lanzaron por toda Italia, hasta Roma, un ejército de 13.000 lansquenetes alemanes, luteranos todos, con algunos italianos e incluso españoles de Carlos V, que buscaban como objetivo Roma, dispuestos al saqueo si no se les pagaban todas las soldadas retrasadas. En Mayo llegaron a su destino. El Papa Clemente, aun previendo todo el horror que se echaba encima, no huyó y se mantuvo valiente en su puesto. Lo que ocurrió en la ciudad no se puede describir: saqueo total, destrucción sistemática, robo de todo lo que tenía valor, asesinatos y violaciones sin cuento, sacrilegios con lo más sagrado, desfiles macabros por todas las calles, diversiones escandalosas de aquellos salvajes… Dice la autorizada Historia de los Papas: “Los cronistas de la época se extienden en pormenores horripilantes que hacen estremecer de pavor. Y no hay que tacharles de exagerados, porque todo lo que refieren desgraciadamente está documentado, incluso las acciones nefandas, que sólo el referirlas causaría escándalo”. Y trae un juicio de aquellos mismos días: “En Roma se cometían sin rebozo toda clase de pecados: sodomía, simonía, idolatría, hipocresía, engaño; así, pues, podemos muy bien creer que esto no ha sucedido al caso, sino por juicio de Dios”.  Tres días duró el saqueo, hasta que el jefe de aquella chusma, el francés Filiberto de Orange sucesor de Borbón, instalado en el Vaticano, dio la orden de cesar en el vandalismo. Los luteranos lansquenetes marcharon llevándose cada uno un rico botín. Carlos V deploró aquella salvajada, debida en parte a las desavenencias políticas del Papa Clemente V con el rey. Roma se recuperó poco a poco y vendrá un Papa que será providencial.

Paulo III (1534-1549). Ligero en su juventud, con hijos naturales, aunque una vez sacerdote y cardenal, de conducta edificante. Y de Papa, la mancha de todos, el malhadado nepotismo, pues favoreció grandemente a los suyos. Pero, por lo demás, gran Papa en todo sentido. Suya es la gloria de haber recibido a Ignacio de Loyola con sus compañeros y haber aprobado la naciente Compañía de Jesús. ¡Con ella sí que empezaba la verdadera reforma de la Iglesia! Lo veremos más adelante. Y dejándonos de tantas otras cosas de su pontificado, se determinó a decretar y comenzar en 1545 el Concilio de Trento, acontecimiento trascendental en toda la Historia de la Iglesia.

Julio III (1550-1555). Este Papa, intachable, piadoso y humilde, sí que tomó en serio la reforma de la Iglesia, comenzando por el Papa, los cardenales y obispos. Empezó por la reforma del Cónclave: los cardenales al elegir Papa debían guiarse únicamente por la voluntad de Dios y dejarse de miras humanas, políticas o por intereses familiares. El Concilio de Trento seguía en su segunda etapa, y Julio III lo alentaba de modo insospechado.

Paulo IV (1555-1559). Dejamos al encantador Papa Marcelo II pues, elegido unánimemente en Abril de 1535 según las normas dictadas por Julio III, moría a los veinte días. Le siguió Pulo IV, el famoso cardenal Caraffa. Muy ejemplar, santo. Pero, no atinó. Auténtico odio a los españoles, se hubo de enfrentar con un Felipe II para ir a favor de los franceses, y de ahí se derivaron sus actos políticos que echaron a perder su pontificado, sin conseguir lo que él quería para su Italia. Como Papa, fracaso total. Aunque no manifestaba ninguna simpatía por la Compañía, pero ante la muerte llamó para confesarse al Padre Laínez, sucesor de San Ignacio, y le dijo humilde: “¡Cuán miserablemente me han engañado la carne y la sangre! Mis parientes me precipitaron en aquella guerra de la que nacieron tan gran número de pecados en la Iglesia de Dios. ¡Desde los tiempos de San Pedro no ha habido en la Iglesia pontificado tan infeliz como el mío! ¡Mucho me arrepiento de cuanto ha sucedido! Rogad por mí”. Acabó sin gloria alguna; pero ante Dios, muerte muy edificante.

Pío IV (1559-1565). Bueno y ejemplarísimo, aunque antes de ser cardenal había cometido serios disparates en su conducta moral. Ya Papa, con un prudente nepotismo, esta vez atinó al colmar de cargos y con el cardenalato a ese su sobrino que será el gran San Carlos Borromeo, arzobispo de Milán. Pío IV fue el Papa que clausuró felizmente en 1563 el Concilio de Trento, una de las gracias mayores dispensadas por Dios a su Iglesia.

 

Estamos a las puertas de la transformación radical de la Iglesia. Desde Trento hasta nuestros días, y sin interrupción, nos esperan unos siglos de santidad y de expansión muy grandes, a pesar también de las tremendas luchas en que se va a ver envuelta la Iglesia, atacada siempre por enemigos poderosos, pero siempre también victoriosa con la fuerza de Jesucristo. El Pontificado, sobre todo, ya no se va a ver inficionado por las miserias de Papas que nos dieron harta pena. Todos van a ser ejemplares vivos de la espiritualidad a la que aspiran los fieles cristianos.  Y hay que contar, desde ahora, con la Compañía de Jesús.