Los setenta años de los Papas en Francia merecen un juicio objetivo. Pero, ¿quién es capaz de darlo? En general, es negativo. Y tuvo muy malas consecuencias en toda la Iglesia.
Depende de los historiadores el enjuiciar debidamente lo que fue y significó Aviñón, pues no dirá lo mismo un alemán o italiano que lo asegurado por un francés. Pero salta a la vista que los males superaron, y con mucho, a los bienes. A estas horas, todos nosotros, con sólo dos lecciones, ya nos hemos formado un juicio y seguramente que no nos equivocamos mucho. Pero analicemos algunos aspectos más sobresalientes.
En primer lugar, y es lo que más salta a la vista, ¿por qué los Papas habían de residir tanto tiempo fuera de su propia diócesis, que es la de Roma? Eran tiempos en los que se daba el escándalo de las encomiendas de los beneficios eclesiásticos. Muchos obispos, abades y curas pagaban a otro que administrase su diócesis, monasterio o iglesia, y ellos mantenían varios beneficios y cargos a la vez fuera de su respectivo territorio con lo que obtenían grandes ganancias. Ningún Papa tenía autoridad para mandar a cada uno a su puesto mientras él mismo estaba bien lejos de su propia diócesis de Roma. Total, que el cuidado de las almas estaba abandonado en muchos lugares, atendidos todos por pastores ineptos mientras los titulares se daban a una vida disipada y mundana del todo.
La organización administrativa de Aviñón fue ciertamente magnífica, pero ordenada a acumular unas grandes cantidades de dinero que no eran necesarias y que se emplearon en satisfacer los caprichos de Papas, cardenales, obispos y curiales que llevaban una vida principesca y de despilfarro escandaloso. Hubo Papas muy buenos y austeros, como Benedicto XII, Inocencio VI, Urbano V y Gregorio XI, pero no lo eran los curiales que los rodeaban ─unos cuatrocientos─ dados a una conducta completamente disipada. La ciudad de Aviñón, que al asentarse allí en 1310 Clemente V tenía 6.000 habitantes, por los años treinta ya alcanzaba unos 40.000. Se acumularon en ella demasiados vividores a costa de la Iglesia.
La política jugó un grave papel en este tiempo. Los Papas, queramos que no, y, por buenos que fuesen, eran al fin y al cabo franceses y miraban siempre con demasiada benignidad a su patria, sin aquel universalismo tan propio de los Pontífices romanos. La “Guerra de los cien años” entre Francia e Inglaterra quizá no se hubiese originado de haberse el Papa mostrado más independiente. Los fieles comenzaron a desconfiar del Papa al considerarlo inclinado a este rey o a aquél otro en vez de al emperador, el cual, teóricamente, era independiente. Y el emperador, que había de mirar por todos, dejó de ser el protector de toda la Iglesia, establecida por igual en todos los reinos. Por ejemplo, muchos fieles de Alemania estaban por el Papa y por el emperador, y no sabían por quién inclinarse cuando ambos se enfrentaban, especialmente con Luis de Baviera, que hizo mucho mal y no habría sido tanto con otra política pontificia. Los fieles se acostumbraron a mirar al Papa como a un jefe político en vez del Pastor supremo de la Cristiandad. Y los reyes, naturalmente, cada vez se desligaban más del emperador y trataban al Papa tal como les convenía según sus intereses.
Este mal provenía en parte de los muchos cardenales franceses ─casi todos lo eran─ que rodeaban al Papa. Querían ellos más autoridad. Y antes de la elección de Inocencio VI se juramentaron a que, quien saliera elegido, debía limitar los poderes pontificios y traspasarlos a los cardenales. Juramento absurdo, pues el Papa no tiene límites en la autoridad que le entregó Jesucristo y está sobre cualquier potestad humana.
El mal venía de lejos, cuando a principios del siglo XIV, como vimos, el rey Felipe el Hermoso con voluntad retorcida empezó a acusar al papa Bonifacio VIII de hereje y exigió al primer Papa aviñonés, Clemente V, el procesar al Papa difunto por su herejía. La idea estaba lanzada, y el Pontificado puesto en duda sobre su fidelidad a Cristo y a la Iglesia. A ello se añadió, como vimos también, la propaganda fatal que hicieron contra el Papa los “Fraticelos” o “Franciscanos Espirituales”, que, como el rey francés, acusaban de herejía a los Papas que negaban aquella pobreza absoluta de Cristo y se proclamaban ellos mismos como los únicos depositarios de una fe incontaminada. Con ese desprestigio, la autoridad en los Papas aparecía muy mermada a los ojos de muchos, y, por decretos y castigos que emanaran del Pontificado, todo resultaba letra muerta, pues nadie les hacía caso.
Como no podía ser menos, vino el “afrancesamiento” de la Curia, es decir, se metieron costumbres y modas sociales muy contrarias a la seriedad romana. No entendemos nosotros cómo un Papa como Clemente VI ─calificado por Santa Brígida como “amante de la carne”─, almacenaba pieles, armiños, sedas, joyas, objetos de lujo en cantidad fabulosa; ni tampoco nos imaginamos cómo un cardenal, al morir, dejaba en su baúl varias bolsas repletas de oro y plata, valoradas en más de 200.000 florines, casi tanto como el presupuesto anual del rey de Francia, que estaba en los 260.000… El papa Juan XXII, para la boda de una sobrina suya, organizó un banquete inimaginable, del que se conservan datos precisos; para consumir todo lo preparado eran necesarios los 400 curiales, otros tantos invitados por lo menos, y muchos más… Sin embargo ─y aquí viene el contraste─, el papa Juan XXII hacía repartir cada semana a los pobres 67.000 panes, y Clemente VI distribuía cada día a los menesterosos 64 cargas de trigo, lo necesario para hacer en el horno 32.000 panecillos.
El pueblo seguía muy cristiano, pero su fidelidad se veía expuesta a un peligro muy grave. El pueblo tenía derecho a no ser escandalizado. El chiste y la sátira se cebaron en la Curia y, aunque no hay que creer a pie juntillas las muchas difamaciones, merecen tenerse en cuenta los escritos de entonces, porque expresan, si no hechos verídicos, sí el sentir de la gente sobre sus pastores, que debían haber sido más dignos de su misión. Tenemos, por ejemplo, la divertida Epístola de Lucifer clavada en la puerta de la casa de un cardenal, aunque fuese indirectamente para el Papa. No se sabe quién la escribió, pero se hizo famosa. Decía Lucifer en su carta a su destinatario, el derrochador y ligero Clemente VI:
“Lucifer, príncipe de las tinieblas, gobernador de los tristes y profundos imperios, rey del infierno y rector de la Gehenna, saluda a su vicario el papa y a sus servidores los cardenales y demás prelados, que después de ser obispos son más famélicos que antes y viven en delicias y banqueteos. Les alaba, ¡oh querida nuestra Babilonia!, porque trabajan activamente en su favor, y le ayudan a salir victorioso de su enemigo Cristo, el cual trata de exaltar a los pobres y a los humildes contra le república del mundo. Les recomienda sus carísimas hijas la avaricia, la lujuria y la soberbia, que con la ayuda del papa y de los cardenales están bien y con buena salud. Si alguno predica o enseña contra vosotros, oprimidlo a fuerza de excomuniones. Os deseo que lleguéis a poseer el puesto que os tengo preparado. Dado en el centro de la tierra, en nuestro palacio tenebroso”.
Comedia divertida, pero que expresaba el parecer del pueblo durante el pontificado de Clemente VI, el cual había dicho de sus predecesores: “Ellos no sabían ser papas”.
No faltaron críticos muy serios, como Petrarca, el primer humanista. Fustiga muy duramente a la corte pontificia de Aviñón, como hijo de la Iglesia, aunque se deje llevar de su patriotismo italiano y, por lo mismo, nosotros hayamos de suavizar mucho sus palabras: “Sé que allí no hay piedad, no hay caridad, no hay fe, no hay reverencia de Dios; nada hay santo, nada justo, nada equitativo, nada razonable, nada, en fin, ni siquiera humano. Están desterrados el amor, el pudor, el decoro, la inocencia. De la verdad no quiero hablar, porque, ¿cómo habrá lugar para ella donde la mentira lo invade todo? En esta Iglesia de Aviñón, Judas sería admitido con que trajere las treinta monedas, precio de sangre, y a Cristo pobre le cerrarían las puertas”. “Sólo por conservar mi vida me he escapado de esa Babilonia, en la que no hay ningún pudor y ningún bien, mansión de dolor y madre de errores”.
Todo lo exageradas cuanto queramos estas palabras, pero expresan el sentido popular de aquellos días en que se iba alargando más de la cuenta el regreso del Pontificado a Roma.
El mismo Petrarca le escribía a Urbano V: “Cinco de tus predecesores se han dejado arrastrar hacia la izquierda por los placeres terrenos y por los garfios de la carne”. Mentira, si lo dice de Papas como Benedicto XII e Inocencio VI, humildes, piadosos y santos; pero ciertamente atinadas si se refiere a la corte que rodeaba a los Papas.
El pueblo, repetimos, seguía fiel a la Iglesia, como lo expresaba uno de los escritores que más influyeron en aquel tiempo, el franciscano español Álvaro Pelayo, el cual acabó siendo arzobispo de Sevilla, y de quien son estas frases:
“El Papa representa a Cristo en la tierra, y quien le mira con ojo sencillo ve al mismo Cristo”. “Donde está el Papa, allí está la Iglesia romana”. “Haga lo que quiera, el Papa es señor, es padre, es juez”.
Así pensaba este fraile, y así todo el pueblo. Con todo, quien quizá expresó en aquellos días la fe de la gente en el Papa fue una laica, terciaria dominica, Santa Catalina de Siena, que lo llamó, con palabras que se han hecho inmortales: “El dulce Cristo en la tierra”.
Se pensara en la corte aviñonesa lo que quisieran muchos interesados, la vuelta del Pontificado a Roma tenía que venir, y pronto, de una manera u otra. Dios no abandonaba a la Iglesia, y la prolongación de aquel estado de cosas en Aviñón hubiera sido, a nuestra manera de hablar, un dejar Jesucristo la nave de su iglesia a la deriva.