Sin detenernos apenas en cada uno de ellos, señalamos los hechos más salientes de estos pontificados aviñoneses.
Habían elegido los cardenales a Juan XXII ya de edad, pensando que se iría pronto, pero se tiró dieciocho años hasta morir a sus noventa pasados. Le sucedió el monje cisterciense Benedicto XII (1334-1342), humilde y santo ─“Han elegido a un burro”, dijo al enterarse de su elección─, el cual pensó volver a Roma, pero se tiró para atrás ante los desórdenes que reinaban en toda Italia. Vivió austeramente y limpió la Curia de clérigos holgazanes, vividores y ambiciosos. Estuvo a punto de acabar con el terrible problema de Luis de Baviera, pero su política en pro de su Francia lo echó todo a perder. Apenas elegido Papa, definió como dogma de fe, para acabar con aquella apasionada cuestión suscitada por la atrevida predicación de Juan XXII: las almas de los niños bautizados y las de todos los fieles difuntos que nada tienen que purgar o que han sido ya purificadas en el Purgatorio, están en el Cielo y gozan de la visión intuitiva y beatífica de Dios.
Además, construyó el espléndido palacio de Aviñón, donde los Papas siguientes se sintieron demasiado bien…
El palacio, toda una fortaleza imponente, fue todavía ampliado y enriquecido con decoración y ornatos espléndidos por Clemente VI (1342-1352), monje benedictino, muy amigo del lujo y el boato. Derrochador y fiestero hasta lo sumo, llegaron de nuevo los clérigos de buena vida expulsados antes por el Papa anterior. Aunque limpio en su conducta moral, el fallo de Clemente fue esa ligereza y mundanidad que metió en la Curia. La autorizada Historia de los Papas de Saba-Castiglione nos da, como primera prueba, las fiestas con que celebró su toma de posesión. Aparte de los gastos para adornar el palacio, para los convites ─¿durante cuántos días?─ se mataron 118 bueyes, 101 terneros, 1023 carneros, 914 cabritos, 60 cerdos, y una verdadera hecatombe entre esturiones, sollos, capones, gallinas, pollos, con 60 quintales de manteca. Se hubieron de alquilar 116 calderas y contratar 101 entre cocineros, ayudantes, caldereros y criados. Se vaciaron 102 pellejos de vino común aparte de los vinos exquisitos. Se compraron 2.200 ánforas de vidrio y 5.000 vasos. Para el alumbrado fueron necesarios 10 quintales de cera… La población, orgullosa, y el Papa, tan tranquilo… Acudieron a Aviñón bandadas de clérigos en busca de beneficios; y artistas, pintores, músicos, literatos, pues el Papa se mostró un verdadero impulsor de la cultura.
Así de derrochador, aunque era también muy generoso con los pobres, pues todos aseguran que era un hombre bueno, el cual se gloriaba de llamarse y de ser “Clemente”. Algo que manifestó cuando la peste negra el 1447 se llevó al sepulcro unos cuarenta millones de personas en toda Europa. En Aviñon morían tantos, que Clemente compró tierras y construyó el “cementerio florido” donde enterró más de 11.000 cadáveres. En el pontificado siguiente, con el bonísimo Papa Inocencio VI, habrá otra peste horrorosa el año 1361, que solamente en Aviñón segará más de 17.000 vidas.
¿Podía celebrarse el Jubileo de 1350, estando el Papa en Aviñon, fuera de Roma? Bonifacio VIII había establecido en 1300 celebrar el Año Santo cada cien años. Pero se alzaron voces muy autorizadas pidiendo fuera cada cincuenta, para que lo pudiesen disfrutar muchos más cristianos una vez al menos en la vida. La ciudad de Roma envió en 1342 una embajada hasta Aviñón pidiendo al Papa Clemente VI la celebración y, naturalmente, la vuelta del Papa a Roma. Iba en ella el exaltado orador Cola di Rienzo, el cual se hizo en Aviñon amigo de Petrarca que vivía allí. El Papa aceptó la idea expuesta por el vibrante orador sobre el Jubileo, pero eso de volver a Roma, nada. Europa acababa de salir de la horrible “peste negra”, y sin embargo el Año Santo se celebró. El Papa concedía la indulgencia plenaria a los peregrinos, y mandó a Roma a su legado, el ostentoso cardenal Amblado, que hizo su entrada con centenares de caballeros, lo cual irritó a los romanos, y moría atravesado por una flecha que le soltaron desde una ventana. Entre los peregrinos llegaron Santa Brígida de Suecia con sus hijos, y quedó deshecha al ver la Ciudad Eterna en tanta miseria: “¿Esta es Roma?”, preguntó angustiada a su director espiritual. Aviñon tenía la culpa de aquel abandono… Llegaron Petrarca, penitente; Luis I rey de Hungría, el cual dio a San Pedro 4.000 escudos de oro; y los peregrinos se calcularon en 5.000 diarios, cantidad enorme cuando acababa de pasar la peste negra… Lo de siempre. Reyes y hasta Papas podían no estar a su altura espiritual ─¿por qué no acudió el Papa Clemente?─, pero el pueblo seguía firme en su fe cristiana.
Clemente VI, de vida privada limpia ─como los demás Papas de Aviñón─, satisfizo sus pecados con la mucha caridad que ejercitó con los pobres más necesitados, aunque escandalizaran tanto su lujo y gastos desmedidos. Muy arrepentido, tuvo una muerte muy piadosa.
Es todo un enredo seguir la política de los Estados con los Papas durante estos años de Aviñón, a causa, sobre todo, del emperador, título que ostentaba ilegítimamente Luis de Baviera. Juan XXII con toda su energía no pudo nada; Benedicto XII con su bondad estuvo a punto de acabar con el terrible problema, pero su política en pro de su Francia lo echó todo a perder. Clemente VI terminó con todo el lío, y ciñó la corona imperial el rey Carlos IV de Moravia, aunque desde él ya no será el emperador sino un título y una figura decorativos. Tuvo suerte Inocencio VI (1352-1362), humilde, piadoso, pacífico, de encontrarse arreglado el problema imperial. Su quebradero de cabeza iba a ser la misma Cura pontificia de Aviñón, donde impuso una austeridad que chocaba fuertemente con los lujos y despilfarros de Clemente VI. Pensó en serio volver a Roma, pero no lo pudo realizar por su ancianidad, mala salud y lo revuelta que estaba Italia. Fue él, por medio del cardenal español Gil de Albornoz, arzobispo de Toledo, quien empezó a poner paz entre los reyes de Italia y los Estados Pontificios tan enredados y en grave peligro de que los perdiera la Iglesia.
Esa obra de Gil de Albornoz, convertido en figura central de la política pontificia en toda Italia, alcanzó mucha más importancia con el papa Urbano V (1362-1370), el cual se decidió a volver a Roma en 1367, y volvió. Aparte de su propia convicción, dos personajes intervinieron en esta decisión de Urbano. Ante todo, Petrarca, que le escribió: “Tu esposa es Roma, y Roma yace abandonada, enferma, pobre, llorando con triste vestidura de viudez. A muchos obispos has mandado a sus sedes episcopales; ¿y por qué el de Roma no ha de residir en la suya propia? ¿Cómo puedes dormir bajo los techos dorados de las orillas del Ródano mientras el palacio y la basílica de Letrán amenazan ruina y en las basílicas de San Pedro y de San Pablo se amontonan los escombros?”… A esta instigación del gran humanista, se añadió la visita del hijo del rey de Aragón Jaime II, el infante Don Pedro, conde de Ribagorza, que abandonó todos sus títulos y derechos, vistió el humilde hábito franciscano, y gozó de gracias especiales de Dios, el cual le reveló que fuera al Papa y le pidiese el regresar a Roma para remediar tantos males de la Iglesia. Urbano lo acogió benignamente, y le hizo caso: ¡Volveré a Roma!…
Pero se le presentó al Papa la terrible tentación, venida del rey de Francia Carlos V, que envió una solemne embajada, cuyo jefe pronunció un emotivo discurso:
“¿A dónde vas, padre? ¿No es mejor que te quedes aquí pacificando a tus hijos? Si Roma es santa, mucho más lo es esta tierra de Francia. Ya desde antiguo, los franceses eran más religiosos que los italianos; y actualmente Francia guarda innumerables reliquias del Salvador, y el Papa debe quedarse para custodiarlas. En Roma los Papas fueron martirizados, mientras que en Francia encontraron refugio seguro y honorífico. Jesucristo nunca salió de su patria, luego tampoco debe abandonar la suya el vicario de Cristo, que es francés. Si la abandona en estas tristísimas circunstancias, obrará no como buen pastor, sino como mercenario”…
El papa Urbano V no cedió a la tentación francesa de sus cardenales, del rey y de tantos vividores de la Curia, y abandonaba Aviñón el 30 de Abril de 1367. Podemos imaginar la entrada triunfal en Roma, pacificados como estaban por Gil de Albornoz los Estados Pontificios. Dos años pasó en la Ciudad Eterna, y, a pesar de las terribles amenazas que de parte de Dios le dirigió Santa Brígida, la noble condesa de Suecia que allí vivía pobremente, el Papa se acobardó ante las dificultades que le opusieron los romanos; le preocupó Francia envuelta en la llamada “Guerra de los cien años”, y retornó a Aviñón, donde murió poco después. Reformó seriamente la Curia, exigió la celebración de los sínodos diocesanos y luchó contra la simonía de clérigos. Muy buen Papa. De hecho, es venerado como Beato.
Aquel regreso del Papa Urbano a Aviñon fue lamentable de verdad. De haber seguido en Roma, hubiera sido normal el pontificado siguiente, fuera quien fuera el elegido, a pesar del pésimo estado en que se hallaban las cosas en Roma y en toda Italia. Sin la presencia de los Papas, Roma había caído lastimosamente mucho hasta en el orden material, con monumentos destrozados, expoliados de sus mármoles, etc. etc.
El Papa Gregorio XI (1370-1378), contra el parecer de sus cardenales franceses, y aconsejado por Santa Catalina de Siena, se decidió, ¡por fin!, a volver definitivamente a Roma donde hacía su entrada el 17 de Enero de 1377. Sólo por este hecho merecería este Papa una gran estima. Este regreso pontificio a Roma lo dejamos para otra próxima lección.
Ha cambiado mucho, como vemos, la decoración de la Historia, que llamamos justamente “Nueva” en los principios de este siglo XIV. Los acontecimientos de este período aviñonés son muy aleccionadores y hemos de entretenernos algo en ellos.