71. En el Tabor. La Transfiguración

71. En el Tabor. La Transfiguración

Un viaje de 70 kilómetros, de Cesarea de Filipo al Tabor, que podía  hacerse en unas tres etapas. Hoy está descartada la idea de que la Transfiguración fuese en el Hermón, y se tiene por seguro que fue en el tradicional monte Tabor, de constitución rocosa pero todo él cubierto de árboles austeros, con sus 569 metros de altura sobre el nivel del mar, y, como un bloque solitario, de vista preciosa en medio de la llanura de Esdrelón o Yizreel.

 

Los Doce aman de veras a Jesús, pero el anuncio sobre la cruz en lontananza los hacía caminar cabizbajos. Jesús tiene corazón y quiere inyectar alivio en sus almas. Al llegar al Tabor, deja al grupo al pie del monte para que descansen tranquilos aquella noche, y escoge a los tres más queridos, Pedro, Santiago y Juan, que con discreción, porque se les va a imponer secreto, se encargarán en adelante de infundir ánimos en los demás con lo que van a ver.

 

La subida al monte ha sido pesada, porque estaban muy cansados. Los tres discípulos, a dormir; pero Jesús se pasa la noche en oración. Oscuro aún totalmente, y antes del amanecer, una luz rara, intensa, distinta de la solar, despierta a los tres dormilones, que se quedan embobados:

-¿Qué es esto?…

 

El rostro de Jesús resplandecía más que el sol. Sus vestidos se habían convertido en una blancura imposible de describir. A sus dos lados, Moisés y Elías, los dos grandes representantes de la Ley y de los Profetas, hablando con él, y precisamente de la pasión y muerte que le esperaba en Jerusalén, tal como el mismo Jesús les había hablado a los Doce después de la confesión de Pedro y explicado a la multitud. Los tres discípulos lo oían y entendían todo, pues de esto se trataba, de que lo supieran bien. Moisés y Elías animaban a Jesús, que, como hombre, temblaba como cualquiera de nosotros ante el horror de la cruz.

A esta escena hay que traer lo que comentará años después la Carta a los Hebreos. “A impulso del Espíritu”, que ahora le hablaba por Elías y Moisés, aceptaba Jesús la redención sangrienta:

-¡Ánimo! Tira adelante, y no te desanimes. Mira la gloria que te espera.

“Y Jesús, ante el gozo que se le proponía, aguantó la cruz, despreció la ignominia y el dolor, y está ahora a la diestra de Dios con su misma gloria” (Hbr 9,14 y 12,2)

 

Pedro no pensaba entonces en tales teologías. “Sin saber lo que decía”, anotan Marcos y Lucas, comenzó a gritar entusiasmado y como fuera de sí:

-¡Maestro, qué bien se está aquí! Mira, vamos a hacer tres tiendas de campaña, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías, y de nosotros no te preocupes.

 

Pero sobre el entusiasmo, vino ahora el terror. Pues para el judío de entonces, Dios se escondía en la nube, y ver a Dios u oír su voz, era morir. Se echó la nube encima, que lo envolvió todo, y se oyó potente la voz divina:

-Este es mi Hijo queridísimo. ¡Escúchenle!

Pedro, Santiago y Juan se taparon la cara aterrados, hasta que sienten en el hombro el golpecito amable de la mano de Jesús. Todo había desaparecido, y estaba solo el querido Maestro, que les sonríe y les quita todo el espanto:

-¡No tengan miedo! Vengan, y bajemos, que nos esperan los demás al pie del monte. Aunque, por ahora, no cuenten a nadie nada de la visión. Ya lo harán después de mi resurrección.

 

Jesús bajaba de seguro silencioso el camino. Y los tres discípulos iban cuchicheando:

-Después de la resurrección. ¿Qué quiere decir esto?…

Los tres apóstoles callaron de momento. Pero, una vez resucitado Jesús, hablaban de este hecho hasta por los codos. Porque la Transfiguración tiene una fuerza enorme en la enseñanza de la Iglesia.

Conforme a esa traducción de la Carta a los Hebreos en la Biblia de Jerusalén que hemos citado, para Jesús fue un estímulo irresistible, obra del Espíritu, ante la pasión que le esperaba.

Y para la Iglesia entera, a lo largo de los siglos, es la confirmación de su esperanza, pues el mismo Jesús, “autor y consumador de la fe”, y “ante la multitud inmensa de los testigos que ya han triunfado” (Hbr 12,1-2), es el primero en animar desde las gradas del estadio a los que aún luchamos o corremos en la arena:

-¡Venga! ¡Adelante, que ya falta poco!…

 

Pedro lo recuerda en su carta (2Pe 1,17-18). Viene además Pablo, y habla de aquella gloria de Cristo que le cegó ante las puertas de Damasco en su conversión, y de la cual escribirá después a los de Filipos (3,21) que esa gloria de Jesús será nuestra misma gloria, “porque transformará nuestro pobre cuerpo a imagen de su cuerpo glorioso”.  

 

 

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