70. La ciencia escolástica

70. La ciencia escolástica

La filosofía y teología medievales, la “Escolástica”, llegaron a su cumbre más elevada en el siglo XIII con grandes sabios que fueron a la vez grandes Santos.

 

La ciencia cristiana sufrió varias evoluciones en la Edad Media. Los Monasterios benedictinos se limitaron normalmente a copiar y conservar los escritos de la antigüedad: Sagrada Escritura, Santos Padres y libros del culto, aparte de los autores clásicos latinos y griegos que tenían a mano. Fue una obra enormemente meritoria. Sin embargo, las ciencias como tales no avanzaban con ello. Se hacían colecciones de textos, como las “Etimologías” de San Isidoro de Sevilla, las scuales eran una verdadera enciclopedia.

Juan Escoto Eriúgena (810-877), irlandés, pone las raíces primeras de la Escolástica. Pero, fuera de él, hay que decir que los siglos IX, X y parte del XI mostraron un bajón en la enseñanza. En un principio, la teología consistía en la mera repetición de textos de la Biblia y de los Santos Padres. Los monjes cluniacenses, obsesionados por el culto, descuidaron la ciencia; y los cistercienses, aunque más avanzados, se mantenían cerrados en la Biblia y Santos Padres sin realizar ningún avance en el saber cristiano. Pero desde todo el siglo XII empezó a cultivarse la ciencia de manera honda y sistemáticamente.

San Anselmo (1033-1109), inglés, fue un verdadero titán, el primero que señaló las dos fuentes del conocimiento al servicio del hombre: la fe y la razón. Su dicho más célebre es aquel: “No discurro para creer, sino que creo para discurrir”, así en su original latino: Non quaero intelligere ut credam, sed credo ut intelligam. Es decir, hablando ahora a nuestro modo: No discuto ninguna verdad de fe, pues la creo a ciegas. Pero discurro para entender lo que Dios me quiere decir… La teología daba así un salto de gigante. La filosofía, que nace del discurrir del hombre, no irá nunca contra lo que dice Dios; pero se esforzará para ver cómo lo que Dios dice es razonable, no implica contradicción con ninguna verdad revelada, y filosofía y teología podrán estudiarse juntas sin que se estorben una a la otra sino que se ayudan recíprocamente las dos.

Abelardo (1079-1142), filósofo francés, empezó a aplicar esto audazmente, por más que San Bernardo se declaró enemigo suyo. A pesar de sus errores, insertó en la teología aquella filosofía que a tantos les daba miedo, mientras él se mantenía firme: “La piedra sobre la cual he fundado mi conciencia es aquella sobre la cual Cristo ha fundado su Iglesia”.

Pedro Lombardo (c.1100-1160), italiano, ejerció una enorme influencia por su “Libro de las Sentencias”, que se convirtió en el manual obligado de todas las Escuelas. Su teología se compendia en las afirmaciones de la Biblia coordinadas con las de los Santos Padres, y que fueron comentadas después durante siglos por todos los Maestros.

San Bernardo (1090-1153), para quien sobraba todo lo que no fuera directamente Dios, repudiaba la filosofía, pero contribuyó mucho a la espiritualización de las Escuelas.

Hugo de San Víctor (+1141), alemán, abad del monasterio de San Víctor en las afueras de París, era un alma selecta que llevaba toda su teología por la oración y contemplación a grandes alturas místicas. Para él y su escuela, la teología no era teoría, sino pura vida.

 

Así se llega al siglo XIII, la edad de oro de la teología. Y comenzará con la lucha de aceptar sí o no al filósofo griego Aristóteles, pues hasta entonces reinaba sólo San Agustín, de intuiciones geniales, con influencia filosófica de Platón y muchas elevaciones espiritualistas. Pero no era una teología sistematizada como la que se presentaba ahora con Aristóteles, conocido sólo por la traducción tendenciosa del árabe Averroes (+1198), en la que él había insertado muchas ideas propias en abierta oposición con la verdad cristiana. Naturalmente, el filósofo no podía ser aceptado sin más, y de ahí la lucha de “Aristóteles, sí; Aristóteles, no”, hasta pedir el obispo de Chartres: “No plantemos junto al altar la selva aristotélica”. Fue Tomás de Aquino quien pidió a Guillermo de Moerbecke la traducción directa del griego original, y el mismo Tomás se convirtió en el aristotélico que se necesitaba.

 

La enseñanza de la teología apasionaba con las Disputas públicas. Se hacía como en las clases, pero no era sólo el Maestro quien intervenía, sino que se realizaba entre varios. Se leía una página de la Biblia o de las Sentencias de Lombardo: era la lectio; la defendía un alumno, la objetaban otros: era la disputatio; y venía la conclusión del Maestro: era la sentencia. Se argumentaba con verdadero rigor lógico, por lo cual la teología dejaba de lado una fluidez que le hubiera venido muy bien, aunque la solución venía a ser irrefutable.

Tratándose de doctrina de Dios, había de llevar de suyo a la práctica, ser sentida en la vida, como era en realidad la teología agustiniana, la cual siguió teniendo por eso muchos adeptos en contra de la nueva corriente aristotélica, de suyo racional y fría.

Con el nacimiento de las dos grandes Órdenes de Dominicos y Franciscanos, que se metieron en las Universidades, la teología va a alcanzar su altura máxima y se van a distinguir claramente las tendencias de sus respectivas escuelas: la racional y la espiritualista.

 

Cronológicamente, los Dominicos fueron los primeros, pues ya en 1229 regentaban  dos cátedras en París. Entre todos los Maestros Dominicos, solamente nos fijamos en dos, ambos unos colosos de la ciencia.

San Alberto Magno (+1280), alemán, Provincial de los Dominicos y obispo de Ratisbona, dejó su cargo y el episcopado para dedicarse de lleno a la enseñanza, primero en París y después en Colonia, donde tuvo de discípulo al joven Tomás de Aquino, cuya precocidad fue el primero en intuir. Alberto es un auténtico fenómeno, impuesto en todas las ramas del saber. Las ciencias naturales las conocía como verdadero especialista: la geografía, la artrología, la mineralogía, la química, la medicina, la zoología, la botánica. Dominaba la ciencia enseñada por árabes y judíos, como Averroes y Avicena. Impuesto en la filosofía aristotélica, supo unir la razón y las ciencias naturales con las verdades de la fe, y así se ganó en la Iglesia un puesto y un aprecio hasta entonces nunca alcanzado por ningún otro sabio.

Santo Tomás de Aquino (1225-1274), la lumbrera más esplendorosa que ha tenido la Iglesia. Si no podemos llenar varias páginas, vale más no decir nada de él. Fue Tomás quien iba a realizar la gran síntesis entre razón y fe, de la filosofía aristotélica con la teología. Se le llama el “Doctor Angélico” porque su discurrir parece la intuición de un verdadero ángel. Su obra cumbre es la “Suma Teológica”, que desgraciadamente dejó inconclusa. No desdeña al platónico y ardiente San Agustín, al que cita muchas veces; pero Tomás es el aristotélico frío, impasible cuando escribe, de claridad meridiana. Su misma santidad, tan natural, tan humana, subyuga. A su hermana que le pregunta qué ha de hacer para ser santa, le contesta escuetamente: “Quiere, y lo demás déjaselo a Dios”. Así era él.

 

Los Franciscanos, diríamos, tuvieron que vencer la repugnancia de San Francisco de Asís para dedicarse a la ciencia. Pero vieron que debían hacerlo, y junto con los Dominicos fueron los grandes teólogos del siglo XIII, aunque con diferente tendencia doctrinal, más agustiniana y menos aristotélica, racional también, pero más afectiva. Ya en 1231 poseían una cátedra en París, donde brillaron tantos Maestros insignes.

Alejandro de Hales (1185-1245), el “Monarca de los teólogos”, inglés procedente de la Universidad de Oxford. Empezamos hablando de él con una anécdota simpática. Alma muy piadosa, había hecho la promesa de no negar nunca un favor que se le pidiera en honor o por amor a la Virgen María. Enterados los Franciscanos, ni tontos ni perezosos le piden un día que por amor a la Virgen entre en su Orden. El pobre Alejandro no tuvo más remedio que cumplir su promesa… Catedrático insigne en París, fundó la escuela franciscana con su célebre obra la “Suma de toda la Teología”, el comentario más completo de las “Sentencias” de Pedro Lombardo.

San Buenaventura ─el cual llamará a Alejandro de Hales “mi padre y maestro”─, teólogo de grandes vuelos y de una espiritualidad subidísima. No era aristotélico, sino un gran agustiniano, en lo cual difería de Santo Tomás de Aquino, aunque los dos eran grandes amigos a pesar de su mentalidad tan diferente. La teología de Buenaventura está llena de un ardiente afecto a la humanidad de Jesucristo, y esa espiritualidad afectiva marcará definitivamente a la teología de la Escuela Franciscana, conforme a lo que expresó él mismo ante un auditorio de profesores: “Cristo es el principio de todo conocimiento humano bajo la forma de fe, razón y contemplación, y por este contacto íntimo con Cristo, Cristo es el supremo Doctor y Maestro del género humano”.

Beato Duns Scoto (1266-1308), inglés y profesor en Oxford, París y Colonia. Teólogo muy crítico y de grandes intuiciones, sin dejar los argumentos de la razón, su teología nace más bien del amor, porque del amor de Dios arranca todo, todo lleva al amor de Dios, y en el amor se consumará la felicidad de los elegidos. Entre sus grandes intuiciones, que después tuvieron tanta influencia, estuvo la de la INMACULADA Concepción de María, negada entonces por casi todos, y la posibilidad, para él certeza, de que el Hijo de Dios se habría encarnado aunque el hombre no hubiera pecado, para ser no precisamente Redentor, sino el remate grandioso de la Creación y el Glorificador pleno de Dios.

 

No deja de ser curioso que los más grandes Maestros del siglo XIII fueran también unos santos insignes. Todos ellos han pasado a la Historia con unos nombres que aún se les sigue dando: Alejandro de Hales, el Doctor Irrebatible; San Alberto Magno, el Doctor Universal; San Buenaventura, el Doctor Seráfico; Duns Scoto, el Doctor Sutil; y Santo Tomás de Aquino, sin más, el Doctor Angélico. Junto con la Gracia, la ciencia fue el camino que a todos ellos les llevó a Dios. Fueron la prueba mayor de que fe y razón no están reñidas; de que inteligencia y corazón llenos de Dios son la grandeza mayor del hombre. La Iglesia presentará a estos Santos y Maestros como unas de sus mayores glorias.