Mientras hemos hablado de tantos personajes medievales Santos, no es justo silenciar a la mujer que glorificó a esta Edad. Señalaremos solamente algunas.
El calendario de la Edad Media está cuajado se Santos. Con todos los defectos que podamos señalar a la Iglesia, ocupada en civilizar y cristianizar a los pueblos bárbaros, hubo muchos cristianos que escalaron las cumbres más altas de la santidad. Dejando a Santos que ya conocemos, nos fijamos ahora en la mujer, y escogemos, casi al azar, a algunas Santas. Hay muchas que no dejaron nombre alguno. Por ejemplo, las monjas Cartujas, que han seguido siempre con el mismo silencio que sus hermanos y sin llamar para nada la atención, a pesar de las muchas santas que han debido tener. No las fundó San Bruno, sino el Beato Juan de España (+1160) y San Anselmo (+1178), obispo de Belley.
Santa Margarita de Escocia (1046-1093) simbolizar a tantas reinas que tuvieron una influencia enorme en la sociedad al haber sido el apoyo más grande de sus maridos, cuando no las inspiradoras de su política cristiana. Casada con el rey Malcom, rudo, ignorante, Margarita consiguió educarlo y él llegó a venerarla, dice su biógrafo, al intuir “que Cristo habitaba en el corazón de su reina y siempre estaba dispuesto a seguir sus consejos”.
Con verdadera autoridad, Margarita ayudó a los obispos a reformar la Iglesia, presentándose ella misma en sínodos y exigiendo a los sacerdotes relajados la buena conducta de que debían dar ejemplo. Y Malcom resultó un rey y guerrero magnífico, pero, sobre todo, un rey cristiano ejemplar, que sintió como su esposa un amor entrañable a los pobres; ambos celebraban la Cuaresma y el Adviento invitando a comer en el palacio a trescientos pobres, a los que servían ellos mismos, a veces de rodillas, y con una vajilla semejante a la de los mismos reyes. Muerto asesinado Malcom, y caído Enrique en la batalla de Alnwick, tres de los ocho hijos ocuparon sucesivamente el trono de Escocia. Dada Margarita a la oración, el libro del Evangelio que usaba continuamente y que una vez le cayó al río, se conserva hasta hoy como el mayor tesoro de la Biblioteca Bodleiana en Oxford.
Santa Eduviges (1174-1243), casada muy jovencita con Enrique de Silesia, tuvo siete hijos, algunos de los cuales resultaron una cruz muy pesada a esposos tan ejemplares. Fundaron varios monasterios y hospitales por Alemania, que sirvieron mucho a la Iglesia, pero les sirvieron sobre todo a ellos mismos. Porque una y otro pasaban grandes temporadas separados, Enrique en sus empresas militares y de gobierno, y Eduviges, una penitente muy austera, como una monja de tantas en el monasterio de Trebnitz por ella fundado.
De Eduviges, pasamos a su sobrina, la encantadora Santa Isabel de Hungría (1207-1231), reina tan preciosa como jovencita. Casada a los trece años con el príncipe Luis de Turingia, forman un matrimonio precioso, como lo expresó Luis: “¿Ven esa montaña? Pues les digo que si fuese de oro puro, desde el pie hasta la cima, no la cambiaría por mi esposa, que es toda piedad y bondad”. La suegra, la reina madre, llevada de celos inconcebibles, sería su martirio, hasta en las cosas más simples. Un día la regaña porque Isabel va a la iglesia con vestidos sencillos: -“¿Para ir a la iglesia necesito esos adornos? La Misa no es una fiesta de palacio. Mire cómo está mi Dios y mi Rey, coronado de espinas. ¿Y quiere que yo esté delante de Él coronada de perlas?”. El hijito los tenía locos de felicidad. Pero vino la desgracia. Muerto Luis en la guerra, Isabel es echada de palacio y tiene que marchar a vivir pobre y abandonada de todos. Reconocido el niño como heredero de la corona, Isabel, que siempre tuvo obsesión verdadera por los pobres, se dedica a ellos por el resto de su vida, que será cortísima, como Terciaria Franciscana, pues morirá a sus veinticuatro años.
E Isabel nos lleva a su sobrina e hija del rey de Hungría Bela IV, Santa Cunegundis (1224-1292), casada con Boleslao V de Polonia. Ambos esposos llevaron siempre una vida de piedad y de austeridad ejemplares. No tuvieron hijos. Muerto Boleslao, Cunegundis se negó a llevar la regencia del reino. Construyó hospitales, iglesias, rescató a muchos esclavos de manos de los turcos, y murió en el monasterio de Sandbeck como humilde religiosa.
Santa Clara (1193-1255), la gran discípula de San Francisco, ambos paisanos de Asís, no necesita mucha presentación. Hija de una familia caballeresca, se encierra en su claustro del mismo Asís, para llevar con sus monjas una vida tan pobre, que el Papa va desde Roma para visitar el convento y desligarlas de tanta pobreza a la que se habían sujetado con voto. Y Clara le contesta aterrada: “¡Santo Padre! A cambio de ese voto, deslígueme de mis pecados, pero no de imitar a nuestro Señor Jesucristo”. El Papa tuvo que rendirse. Y cuando Clara está para morir, le visita otro Papa, Alejandro IV, al que le pide la absolución general, pero le contesta el Papa emocionado, con lágrimas en los ojos: “Soy yo, hija mía, el que tengo más necesidad de la misericordia de Dios que tú”. Dicen que Clara tuvo gran influencia en una grave decisión que había de tomar San Francisco, el cual dudaba entre dedicar a sus frailes a la oración contemplativa o al apostolado. Y Clara: “Mándalos a trabajar por la Iglesia y por Dios. Nosotras nos dedicaremos por ellos solamente a la oración”.
Santa Gertrudis, y con ella las dos Matildes, tuvieron una gran influencia en los siglos siguientes. Para entendernos, ya que tantas veces oímos citadas a estas Santas. Los nobles alemanes Luis y Alberto de Hackeborn regalaron a su hermana Gertrudis el monasterio cisterciense de Helfta, y del cual fue ella la primera abadesa, muy notable por su bondad.
En el monasterio entró Santa Matilde de Magdeburgo (1212-1283), santa mística de grandes vuelos. También en el mismo monasterio de Helfta desarrolló su vida la hermana de la abadesa Gertrudis, Santa Matilde de Hackeborn (1241-1299), otra mística extraordinaria, aunque no escribió nada, pero confió sus muchos favores del Cielo a su discípula Santa Gertrudis, también monja de Helfta, y que los puso por escrito.
Santa Gertrudis la Grande (1256-1302), encomendada al mismo monasterio desde los cinco años, era cultísima en literatura y filosofía, y la mujer que más influyó en la espiritualidad de aquellos tiempos con sus preciosos libros. Durante sus años jóvenes llevó una vida ligera, poco devota, entregada de lleno al estudio profano, cambiado después por el de la Biblia y la teología. A sus veintiséis años, cuenta, le dijo el Señor: “Has mordido el polvo con mis enemigos, y has tratado de sacar miel de las espinas. Vuélvete ahora a mí, y mis dulzuras divinas serán para ti como vino delicioso”. Llegaba su conversión. Dada de lleno a la oración, alcanzó unas cumbres místicas supremas. Gertrudis escribe de su maestra Matilde: “Ella le entregó el corazón a Jesús, y Jesús se lo cambió por el suyo propio”. Y Gertrudis dice de sí misma: “Por dos veces recliné mi cabeza sobre el pecho del Señor, y oí los latidos de su Corazón”. Estas santas, las dos Matildes y Gertrudis la Grande, tuvieron una gran influencia en los siglos siguientes. A imitación de San Bernardo, se adentraron en la Humanidad de Cristo como nunca antes se había hecho, y son unas auténticas precursoras de esa devoción al Corazón de Jesús de la que tanto hemos gozado modernamente.
Santa Margarita de Cortona (1247-1297) daría hoy materia para una vida novelesca o una película muy taquillera. Ya convertida de aquella su vida calamitosa, cuenta ella que le dijo Jesús: “Tú eres la tercera lumbrera que le he dado a mi amado Francisco. Él fue la primera, para los frailes; Clara, la segunda, para las monjas; tú, la tercera, para dar a todos ejemplo de penitencia”. Y fue verdad. La jovencita Margarita, bellísima, apasionada, revoltosa, inquieta, ante las presiones de su familia se escapó de casa, se unió con el primer príncipe que encontró, durante doce años vivió divertidamente, paseándose en brioso caballo por las calles con escándalo de todos los habitantes de Montepulciano. Hasta que un día salió el compañero de caza…, y no volvía. Llegó tres días más tarde el perro, y Margarita sospechó todo. Salió del castillo, siguió al animal por el largo camino, hasta que se detuvo ante un cadáver ya en descomposición… Se adivina todo. Margarita, a sus treinta años, cayó en el desespero. Reflexionó. Fue a los frailes Franciscanos, “porque eran muy buenos con los pecadores”, se rindió a la gracia, y, confesados sus pecados, empezó como Terciaria Franciscana una vida de penitencia que arrastraba a muchos a la conversión.
A partir de ahora, su conducta casta no le resultaba nada fácil, y por eso se impuso muy duras austeridades, de modo que le tuvieron que corregir sus directores, pero ella supo responder: “Padre, no me pidan que pacte con mi cuerpo, porque es imposible. Mi cuerpo y yo estaremos en constante lucha hasta el día de mi muerte”. Se dio a penitencias durísimas; sufrió calumnias difamantes; se entregó a los pobres con toda la rica pasión que atesoraba; fundó hospitales para los enfermos, y se dio activamente a la conversión de los pecadores, conforme a la palabra que le dijo un día el Señor: “Es preciso que demuestres que te has convertido realmente. Las gracias que he derramado sobre ti no son para ti sola”. ¡Y supo repartirlas bien hasta su muerte a los cincuenta años!…
En los mismos años que Margarita y en Italia, vivió la Beata Ángela de Foligno (1247-1309), Terciaria Franciscana también, con fama de gran pecadora por culpa suya, por lo que decía de sí misma: “Aquí tienen a la más infame de las mujeres, que huele a vicio y mentira y lo difunde por dondequiera que pasa. Eso es lo que yo soy, pura podredumbre”. Era falso. Es cierto que su juventud fue ligera, disipada, pero bien casada tuvo varios hijos, y, enviudada, se entregó del todo a los enfermos, adquirió una oración altísima, sobre todo en la contemplación de Jesús Crucificado, e hizo mucho bien a las almas.
La mujer jugó un gran papel en la cristianización de la Edad Media. Lo vemos igual en reinas que en mujeres sencillas. Todas fueron grandes instrumentos en la mano de Dios.