58. Aparece la inquisición

58. Aparece la inquisición

Lección importante por lo que la Inquisición significó para la conservación de la fe, y necesaria ante los continuos ataques que todos los enemigos de la Iglesia lanzan contra ella. Nosotros la miramos sin prejuicios.

 

Es cierto, y no lo negaremos nunca, que la Inquisición cometió abusos y procedió muchas veces con maneras hoy inaceptables. Pero es necesario conocer la naturaleza y desarrollo que tuvo una institución nacida en circunstancias históricas concretas e inevitables. Los enemigos de la Iglesia se callan siempre lo que sucedió con la Inquisición protestante de Calvino, la holandesa, la de Isabel I y Jacobo I de Inglaterra, aunque nunca la llamaron “Inquisición”, la cual cometió crímenes sin cuento y mucho más crueles que la católica.

Empezamos la lección con esta advertencia que parece fuera de lugar. Pero no queremos ni condenar a otros por defendernos a nosotros, ni tampoco hacer apologética, sino exponer simplemente los datos históricos de un tema que resulta siempre antipático. La llamamos aquí “medieval” porque nació en plena Edad Media, pero seguirá igual después, aunque con las modificaciones que dicten las circunstancias de los tiempos.

 

Nadie puede negar que la Iglesia tiene el poder y la obligación de defender la fe cristiana y católica dentro de su seno. Y lo ha hecho desde el principio con penas o castigos espirituales, avisando, corrigiendo y, en caso extremo, excomulgando al rebelde e impenitente, apartándolo de la comunión de los santos y expulsándolo de su seno, como lo hizo  San Pablo (1Co 5,1-5), el cual amenazaba incluso con un terrible “anatema” ─¡maldito!─, que era lo último que podía decir (Gal 1,9-10). ¿Puede la Iglesia hacerlo también con castigos externos?… Miremos el actual Derecho Canónico: “La Iglesia tiene derecho originario y propio de castigar con sanciones penales a los fieles que cometen delitos”. “Las sanciones penales en la Iglesia son penas medicinales. Y la ley puede establecer otras penas expiatorias, que priven a un fiel de algún bien espiritual o temporal, y estén en conformidad con el fin sobrenatural de la Iglesia” (cc 1311 y 1312). Es decir, que la Iglesia puede castigar con penas espirituales y también con otras externas y temporales (por ejemplo, quitar su cargo a un clérigo, suspender de la enseñanza a un profesor…) en orden a conseguir el bien eterno de sus hijos. Esto lo ha hecho la Iglesia siempre y lo hizo en el tiempo que historiamos.

Sólo que la Edad Media fue algo especial por la mentalidad de aquellos tiempos. Pueblo, emperador o rey y Papa venían a constituir una sola UNIDAD religiosa. Y así, por ejemplo, descubiertos en Soissons algunos herejes en 1114, el obispo no sabía qué hacer y acudió en busca de consejo a un sínodo de Bauvais; el pueblo no aguantó, y, “avergonzado de la debilidad clerical”, asaltó la cárcel, se llevó a los herejes y los quemó vivos en la hoguera… El Conde Felipe de Flandes, en 1183, sin compasión alguna hizo quemar vivos a muchos clérigos, nobles caballeros y gente del pueblo, incluidas muchas mujeres tanto casadas como solteras… Y el hipócrita emperador Federico II, bajo la capa de celo por la fe, se arrogaba una potestad suprema como la del Papa y castigaba sin piedad con tormentos crueles y con la muerte a súbditos herejes que le estorbaban: “Si un atentado contra mi majestad imperial se castiga severamente, con cuánta más razón no ha de castigarse la ofensa a la Majestad infinita de Dios”… La manera de castigar la herejía, como otros delitos, variaba de nación a nación, según sus costumbres, pues en Francia era la hoguera mientras que en Alemania se aplicaba la horca. Esta era la realidad del pueblo y de la autoridad civil respecto de los herejes. Con los cátaros o albigenses, tenían su razón, ya que, aparte de negadores de la fe, cometían en la sociedad toda clase de atropellos, robos y asesinatos. Si tenemos presente todo esto, entenderemos la Inquisición. De lo contrario, sería muy difícil.

 

El papa Gregorio IX en el 1231 dio forma a la Inquisición (“inquirir”, buscar) con el fin de convertir a los herejes, y, de persistir éstos en su obstinación, castigarlos con moderación y no arbitrariamente. Si el acusado continuaba en su terquedad, era entregado al poder secular y no era la Iglesia quien infligía la pena dictada, y menos si era la de muerte. La Inquisición nació para favorecer al hereje, y no dejarlo a merced de reyes caprichosos o del pueblo amotinado. Juzgar al hereje correspondía al obispo, aunque, para salvarle la conciencia y facilitar los juicios, el papa Gregorio confió la Inquisición de cada obispo a los frailes Dominicos, ya que se distinguían mucho por su ciencia, su celo por la fe y por la salvación de las almas, igual que su fundador Santo Domingo de Guzmán; habían nacido, decía el Papa, “suscitados por Dios para reprimir la herejía y reformar la Iglesia”.

Los inquisidores no formaron nunca un tribunal de la Inquisición, que era siempre el del  obispo, y los inquisidores debían guiarse por la orden del Papa, que quería la conversión de los herejes: “En llegando a una ciudad convoquen a los prelados, al clero y al pueblo, y diríjanles una alocución. Los que hayan caído en herejía deberán prometer obediencia a las órdenes de la Iglesia; si se niegan, deberán ustedes proceder según los estatutos que hemos promulgado”. Muy bien, pero nada más empezó a funcionar la Inquisición en el norte de Italia el año 1233, “comenzaron los de Milán a quemar herejes”. Y ya en el mismo año, Conrado de Marburg empezó su misión con rigidez personal exagerada. Si el hereje confesaba su error, se le perdonaba la vida; si lo negaba, paraba en la hoguera. Pero los nobles no aguantaron a inquisidor semejante, y acabó su vida asesinado. Y fue peor lo de Roberto de Brugue, que antes había sido hereje, se había convertido, y no perdonaba a ningún antiguo correligionario. En un solo día de Mayo de 1239 mandó echar a la hoguera a unos 180 herejes. El Papa, lo destituyó de su cargo y lo condenó a prisión perpetua.

Muy distinto fue el caso de San Pedro de Verona. Hijo de una familia de herejes, él se mantuvo fiel católico e, ingresado en la Orden de los Dominicos, se distinguió por su celo apostólico; Gregorio IX le encomendó en 1234 el cargo de Inquisidor General de todos los territorios milaneses, convirtió a muchos herejes en vez de condenarlos, hasta que pusieron a precio su cabeza. Asesinado entre Como y Milán el año 1252, uno de los asesinos se convirtió, Carino, se hizo dominico y murió con fama de santo. Más que inquisidor, Pedro de Verona fue apóstol de los herejes, a los que sabía encaminar hacia Dios.

 

Es indiscutible que se cometieron abusos, pero es muy cierto, sobre todo, que los inquisidores, consejeros natos del obispo, procedían con gran honradez. Se formaba verdadero juicio. El inquisidor llevaba consigo como consejeros a un grupo de “hombres buenos”, clérigos y laicos. Cada acusado tenía derecho a contar con abogados.

Si el acusado confesaba su error, y aceptaba una simple penitencia de la Iglesia, se acababa pronto con la absolución. Y había un medio fácil de averiguar la verdad. Al acusado se le pedía, como en todo juicio, hacer juramento de que diría la verdad. Como aquellos herejes no querían juramento ni creían en él, si el acusado lo hacía, señal de que era inocente; si se negaba, mala señal… ¿Y cuando se dudaba positivamente del acusado? Desgraciadamente, se introdujo la tortura, y el Papa Inocencio IV cometió el disparate fatal de aprobarla. Aquí es donde vinieron los peores males y lo que hizo tan antipática a la Inquisición.

Cuando se acababa el proceso de todos los acusados en una población, venía el “auto de fe”, sobre el que tanto se ha fantaseado por muchos. Era para escuchar el veredicto. Y se hacía solemnemente. Con procesión multitudinaria hacia el lugar designado. Los acusados iban vestidos de negro, rasurada la barba y cortados los cabellos, con el gorrito “sambenito” en la cabeza. Seguía un acto litúrgico, normalmente la Misa, acabada la cual se proclamaba la inocencia de los no culpables y la absolución de los arrepentidos que habían cumplido la penitencia impuesta por la Iglesia, aunque todos habían de abjurar públicamente los errores de que habían sido acusados. Y venía el pronunciar por el inquisidor las sentencias: primero las más leves, hasta llegar a las más graves, y, si las había, las últimas eran las condenas a muerte. Antes de entregar a los culpables al brazo secular, el inquisidor exhortaba a las autoridades a usar de benignidad, atendiendo ante todo a los arrepentidos.

Y cabe preguntar: ¿eran muchos estos actos de fe? No tantos como se pudiera pensar. En los dieciocho que celebró el famoso inquisidor Bernardo Gui durante más de quince años, pronunció 930 sentencias; 139 absolutorias con libertad inmediata; 90, contra personas ya difuntas; 307 de prisión más o menos larga; otras, con penitencias como peregrinar a Tierra Santa o llevar una cruz distintiva en el vestido; y fueron 42 las condenas a muerte, sólo un poco más del 4% de los acusados. Pocas, aunque nosotros hubiéramos preferido ninguna…

 

¿Qué juicio nos merece la Inquisición? De nuevo, a ponernos en aquel tiempo y en aquella mentalidad. Curiosamente, la inquisición ha existido en todas las religiones de todos los países. Bastaba que se opusiera una nueva religión a la tradicional del pueblo o a la oficial del Estado. La Iglesia Católica tiene más experiencia que nadie por haber obedecido  a Jesucristo: “Vayan, prediquen y hagan cumplir lo que yo les he enseñado y mandado” (Mt 28,20). Roma del Imperio no toleró a la Iglesia, ni Japón, ni China, ni la Cochinchina, ni naciones africanas, países todos en los que la sangre cristiana corrió a torrentes. Ni la toleraron la Inglaterra protestante al separarse de Roma con Enrique VIII e Isabel I ─que causaron tantísimos mártires─, ni el comunismo marxista ni el nazismo alemán porque se oponía frontalmente a sus ideologías. Con la cultura medieval y en pueblos recién convertidos, la Inquisición creada por la Iglesia de entonces no causa extrañeza, pues fue promovida ante todo por los príncipes seculares para defender sus Estados; la Iglesia dio forma jurídica y más humana a lo que ya se hacía civilmente; y, además, evitó con ella las muchas muertes que hubiera causado la población civil y sus reyes por aquella su mentalidad tan peculiar, según la cual se le defendía a Dios con la espada igual o mejor que con la palabra.