No está de más el dar sobre las Cruzadas algunas noticias sueltas que no cupieron en nuestra relación anterior. Nos ilustrarán sobre el carácter de aquella aventura heroica de la Cristiandad medieval.
Es necesario comenzar por Urbano II, Papa grande de verdad. Recorría toda Europa promoviendo la reforma de Gregorio VII, y en el sínodo francés de Clermont, el año 1095, bien informado de todo lo que pasaba en Palestina con los peregrinos cristianos, decidió promover una Cruzada que acabase con aquella situación angustiosa. Desde antiguo, los peregrinos gozaban de libertad y durante los siglos nueve al once eran innumerables los que iban sin trabas a Jerusalén: obispos, abades, príncipes, caballeros…, siempre acompañados de muchos súbditos, como en aquella peregrinación de Alemania formada por más de 7.000 devotos penitentes ─¡viaje largísimo y con el transporte de entonces, una penitencia verdadera!─, ya que eran muchos los cristianos que iban obligados por el voto que hacían de visitar la Ciudad Santa. Pero los musulmanes fatimitas de Egipto y después los turcos seldyúcidas hicieron imposible la ida de los peregrinos. El Papa, en aquel sínodo de Clermont, lanzó la consigna “Deus lo volt”, que, escuchada por una multitud inmensa, se iba repitiendo por doquier y prendió como un incendio por toda la Cristiandad. Al oírla el Papa, contestó: “Estas palabras tan unánimes, como inspiradas por Dios, serán su grito de guerra y su consigna en la batalla”. Aseguraba también el Papa: Los que mueran en la toma de Jerusalén irán a la Jerusalén celestial por la indulgencia plenaria y previa la confesión de sus pecados… El mismo papa Urbano hubo de poner algo de freno al entusiasmo popular y prohibió formar parte en la Cruzada a los clérigos sin permiso de su obispo o de su abad; los laicos debían contar con la licencia de sus párrocos, y los casados jóvenes no podían alistarse sin el consentimiento de sus esposas.
Se hace necesaria la presentación de Pedro el Ermitaño, el cual, vestido con una simple túnica y con los pies descalzos, de carnes secas por sus ayunos, con ojos vivos y voz electrizante, removió las masas de Francia y norte de Italia para recoger un ejército de voluntarios entre la gente más humilde y lanzarse a la conquista de Jerusalén. Dicen que eran unos 100.000, pero es cifra muy exagerada, aunque no bajaban de 20.000 a 30.000 entre hombres, mujeres y muchos niños, que avanzaban en un desconcierto enorme. Ancianos, mujeres y niños iban contra la orden expresa del Papa que prohibió semejante personal entre los cruzados. Pero en ésta, formada tan precipitadamente por el Ermitaño, se metió todo el que quiso, y de la cual se saben casos divertidos. Familias que aparejaron sus bueyes, uncidos a un carromato en el que metían todos sus enseres, y con los niños que preguntaban en cualquier lugar por donde pasaban: ¿Es ésta la Jerusalén adonde vamos?… Decían bien los chiquillos, porque nadie sabía nada de nada y marchaban hacia donde les dictaban. Iban en tres oleadas y atravesaron el Este de Europa saqueándolo todo para poder comer. El emperador Alejo I Comneno de Constantinopla les aconsejó esperar la expedición primera de soldados, pero el Ermitaño tiró adelante y llegó hasta Nicea. Aquí se les enfrentaron los turcos seldyúcidas con un enorme ejército que acabó matando a casi todos ellos en Octubre del 1096. Las mujeres, monjas y muchachos imberbes pararon en los harenes de los musulmanes vencedores. Pedro el Ermitaño salió con vida y fue como simple peregrino a Jerusalén, de donde regresó a Europa para acabar la vida recordando sus sueños locos…
Los tres años que duró la primera Cruzada, desde su salida en Agosto del 1096 a Julio del 1099 en que fue tomada Jerusalén, fueron de penalidades increíbles, sobre todo desde que dejaron Constantinopla y se internaron por aquellas regiones del Asia Menor que fueron también el escenario de las aventuras de San Pablo en su primer viaje apostólico. El hambre, el calor insufrible y la peste diezmaban al ejército y a los muchos acompañantes que iban en plan de peregrinos. Y las batallas contra los turcos en Nicea, Edesa y Antioquía fueron terribles. Pareció que en Antioquía se iba a acabar todo. Desanimado el ejército, vino la solución por dónde menos se esperaba.
El monje Pedro Bartolomé, que decía tener mucho contacto con Dios, dio a los jefes, en especial al obispo Ademaro, el legado del Papa, la gran noticia: En visión, Dios le había mostrado dónde estaba escondida la lanza que usó el soldado para atravesar el costado de Jesús muerto en la cruz. Guiados por el visionario, nada encontraban, pero al fin apareció la lanza escondida en una cueva. Los jefes y todos los soldados creyeron a pie juntillas el milagro: gritos de júbilo, besos inacabables al hierro sagrado…, y un ardor incontenible para seguir adelante hacia Jerusalén, a pesar de la peste que se les echó encima y en la cual murió el jefe espiritual de la expedición, el obispo Ademaro, que fue llorado por todos.
Aquella lanza, verdadera o falsa ─y más falsa que verdadera─, hacía el prodigio necesario, en la retaguardia de Europa causó alegría inmensa, y fue debidamente cantada: “La lanza del Rey del cielo se le entrega al pueblo fiel para que sea la muerte del infiel”.
Por fin, en el mes de Junio del 1099, se acercaba el fin de la Cruzada. Cuando de lejos divisaron la Ciudad Santa, se levantó un grito fenomenal, que ha conservado la Historia: ¡Jerusalén, Jerusalén!… Faltaba el asedio de la ciudad, fuertemente custodiada por los turcos musulmanes. El obispo Daimberto de Pisa le comunicaba al Papa en una carta: “Los obispos y príncipes exhortaron a todos a marchar en procesión con los pies descalzos alrededor de la ciudad a fin de que quien entró humilde en ella, viendo nuestra humildad, nos abriese las puertas a nosotros para hacer justicia de sus enemigos”. Era el 15 de Julio, y Godofredo de Bouillon, un héroe legendario, fue el primero de los jefes que abrió una brecha con su torre de madera y se abalanzó como un alud en el interior de la ciudad. Lo que vino después, no nos cabe a nosotros en la cabeza. Efectivamente, entraron “para hacer justicia”, porque los cruzados pasaron a sangre y fuego a incontables enemigos, como si fuera la peor de las guerras. Mentalidad de entonces y conducta inadmisible, pero así se pensaba, y, como dice un historiador, eran los mismos “que al día siguiente subían al calvario de rodillas y lloraban con ternura infantil ante el sepulcro del Salvador del mundo”.
Conquistada la Ciudad Santa, se iniciaba el Reino de Jerusalén y ofrecieron la corona al héroe Raimundo de Tolosa. No la aceptó, diciendo muy diplomáticamente, pues sabía que no lo querían: “No puedo ser rey en una ciudad donde Jesús así ha sufrido”. Con semejante respuesta, su rival no se atrevería a ser rey, pero Godofredo, caballero de pies a cabeza y cristiano piadoso de verdad, a quien se la ofrecieron entonces, respondió con más diplomacia aún: “No puedo llevar una corona de oro donde Cristo llevó una de espinas”, y seré sólo el “Defensor del Santo Sepulcro”, es decir, aceptó ser rey sin llamarse rey…
Tuvo mucha importancia la tercera Cruzada del año 1190, porque Jerusalén se hallaba de nuevo bajo el dominio musulmán. Saladino la conquistaba el 1187, las iglesias cristianas fueron convertidas en mezquitas musulmanas, arrojó todas las cruces de hierro al suelo y las hizo fundir con las campanas. La Cristiandad se encendió en celo de Dios y preparó una nueva Cruzada, quizá la mejor organizada de todas ellas. Los cardenales se obligaron con voto a vivir de limosna y no montar a caballo hasta que se reconquistara Jerusalén. Las naves de Escandinavia costearon Europa con 12.000 soldados hacia Oriente. Al frente de unos 30.000 soldados muy escogidos iba el emperador de Alemania Federico Barbarroja, el rey de Francia Felipe Augusto y el de Inglaterra Ricardo Corazón de León. Federico aceptó la Cruzada con espíritu de penitencia, para reparar el mal que había hecho a los Papas en sus luchas contra ellos, pero era el Jefe indiscutible. Avanzaron hasta el Asia Menor, y en la conquista de Iconio lanzó Federico a sus soldados la conocida arenga: “Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat. ¡Vengan, conmilitones míos, que salieron de su tierra a comprar con su sangre el reino de los cielos!”. El valiente emperador quiso pasar después en Cilicia a caballo el Selef y se ahogó en el río. Fue una pérdida lamentable, y tomó el mando Ricardo Corazón de León, que avanzó hasta la ciudad de San Juan de Acre, la más importante después de Jerusalén. Al rendirse la ciudad después de una lucha desesperada, hizo degollar para escarmiento a 3.000 musulmanes (!), pero no logró conquistar después Jerusalén. Sin embargo, pactó con Saladino ─un héroe musulmán como ninguno y un perfecto caballero─, el cual se obligó a pagar una fuerte suma de dinero y a permitir que los peregrinos llegaran libremente a Jerusalén con tal de que fueran sin armas.
En la historia de las Cruzadas merece un puesto de honor quien realizó las dos últimas con dos fracasos rotundos, a pesar de ser buen estratega y guerrero valiente: San Luis rey de Francia. En él no había otro móvil que la gloria de Dios y el bien de la Iglesia. En el año 1248 se embarcaba hacia Chipre para saltar de allí a Egipto. Tomada la ciudad de Damieta, Luis entró en ella no como triunfador sino con humildad cristiana. Al revés de lo que había hecho Ricardo Corazón de León con aquellos 3.000 musulmanes degollados en San Juan de Acre, ahora el santo vencedor impuso y decretó a sus soldados severas medidas contra quien cometiera un asesinato o se diese al pillaje. En las luchas que siguieron contra los musulmanes, Luis cayó prisionero, y al ser exigida por su libertad la enorme cantidad de un millón de onzas de oro, contestó: -El rey de Francia no paga ese rescate por él, pero está dispuesto a pagarlo por la libertad de sus vasallos… Libre en Palestina durante cuatro años, regresó a Francia. El año 1267 el Papa promulgaba otra Cruzada, y Luis, medio enfermo y con obediencia heroica, la aceptó sin pestañear. Su gran secretario y amigo Joinville, pregonaba con energía: “Los que han aconsejado al rey este viaje son culpables de pecado mortal”. Y sí; en el norte de África, la peste le arrebataba a Luis la vida terrena sin llegar a la Jerusalén de Palestina, aunque le abría las puertas de la Jerusalén celestial…