Lección capital dentro de la Edad Media. La Cristiandad se sentía amenazada constantemente por el Islam, los innumerables peregrinos a Tierra Santa se veían en constantes dificultades y peligros, y la Iglesia se lanzó a la aventura de una guerra santa contra los mahometanos. ¿Acierto? ¿Desacierto?… Veremos.
Llamamos “Cruzadas” a las expediciones militares emprendidas por los cristianos, promovidas por los Papas y secundadas por los príncipes y reyes contra los musulmanes para rescatar los Santos Lugares. Tuvieron lugar entre los años 1095 la primera y el 1270 la última con la muerte de San Luis Rey de Francia en el norte de África cuando se dirigía a conquistar Palestina. Se numeran siempre ocho Cruzadas, independientes de la Reconquista española, reducida a la Península sin salir hacia Tierra Santa (lección 47).
Los móviles de las cruzadas no fueron intereses terrenos, sino espirituales, aunque hubiera individuos particulares que se metieron en ellas por fines bastardos, como negocio, robo o simple vagabundería. Se miró primeramente la conquista de los Santos Lugares, especialmente el Sepulcro del Señor, que estaban en poder de los musulmanes. Otra mira importante fue la seguridad de los innumerables peregrinos que iban a Tierra Santa, los cuales en los principios no sufrían molestias de los musulmanes, pero cuando los fatimitas se adueñaron de Jerusalén el año 969 y, sobre todo, a partir del Califa Harlem en 1009, que destruyó la basílica del Santo Sepulcro y persiguió a los cristianos, en especial a los peregrinos, la situación de estos devotos se hacía insostenible. Influyó también con frecuencia en las Cruzadas la política de ayudar a la Iglesia de Oriente, para defender Constantinopla, amenazada siempre por los turcos ─asiáticos originarios de Turquestán convertidos a la fe de Mahoma─, y sin la cual hubiera peligrado toda la Europa cristiana.
Lo que podríamos llamar “introducción” a las Cruzadas fue el santo y seña del gran papa Urbano II en el sínodo de Clermont, Francia, en Noviembre de 1095, donde lanzó el grito de “Deus lo volt”, Deus lo volt, Deus lo volt”, ¡Dios lo quiere!, que enardeció a toda Europa. La conquista de los Santos Lugares se convertía el algo oficial dentro de la Iglesia. El Jefe supremo ─hoy le llamaríamos el Comandante en Jefe─, no era ningún rey, sino el Papa. A nivel de Iglesia, el ideal supremo era conservar y tener como propio el Sepulcro del Señor; y, a nivel personal, la indulgencia plenaria que conseguían los que se alistaban en el ejército cristiano, los cuales iban, más que como soldados, como peregrinos para hacer penitencia por sus pecados y ganar así la codiciada indulgencia plenaria, pues, si morían, se iban sin más al Cielo. Se llamaron “cruzados” por la cruz de tela roja que tejían en su uniforme sobre el hombro derecho, la cual significaba que eran verdaderos soldados de Cristo, de la “milicia” de Cristo, y, si morían, morían por Cristo. ¡Qué fe la de aquellos tiempos!…
El primero que recogió la idea fue el monje “Pedro el Ermitaño”, sinceramente santo pero algo iluminado, que levantó verdaderas muchedumbres de hombres, mujeres, jóvenes y niños, con las cuales se lanzó el año 1096 en plan desordenado hacia Palestina; murieron muchísimos en aquella aventura descabellada, gran parte degollados por los musulmanes en el Asia Menor; no avanzaron hasta Jerusalén y todo paró en nada.
La primera Cruzada, después de la oleada de Pedro el Ermitaño, iba dividida en cuatro cuerpos de ejército, con el obispo Ademaro de Puy como delegado del Papa. La marcha se iniciaría el día 15 de Agosto del 1096. No fue ciertamente un paseo triunfal, pero los cruzados conquistaron Nicea, Edesa, Antioquía y, finalmente, el 15 de Julio del 1099 entraban en Jerusalén. El gran héroe fue Godofredo de Bouillon, que, rechazando el nombre de rey de Jerusalén, quiso llamarse simplemente “Defensor del Santo Sepulcro”. Pareciera que estaba acabado todo, que las fuerzas de ocupación mantendrían sus puestos indefinidamente con los refuerzos que les llegarían siempre de Europa, ya sin guerra contra los musulmanes, y que la Iglesia no perdería nunca lo que había conquistado. Inútil pensar así. Los musulmanes no dejarían nunca en paz a los cristianos. Los príncipes cristianos, por su parte, estarían continuamente en luchas contra sí mismos, se perderían tierras conquistadas que habría que reconquistar, empezando por Jerusalén, que cayó de nuevo en manos musulmanas bajo Saladino el año 1187. Las Cruzadas iban a continuar por más de doscientos años.
Podemos dar una breve noción de las restantes Cruzadas, ya que resulta imposible referir incontables hechos ─dolorosos unos, muy ejemplares otros─, que manifiestan lo mismo la debilidad de aquellos cristianos que la grandeza heroica de que estaban revestidos.
La segunda Cruzada se debió a la caída de Edesa el año 1144 en manos musulmanas. Partió un imponente ejército de alemanes, franceses e ingleses, pero resultó un fracaso completo. No conquisto ni Edesa ni Damasco. Regresaron los cruzados, y el único buen resultado fue que los cruzados que regresaban por mar y atracaron en Portugal ayudaron a los españoles a reconquistar Lisboa. Echaron la culpa del fracaso a San Bernardo que había promovido la cruzada; él se defendió predicando otra, pero nadie le hizo caso.
Al haber caído Jerusalén bajo Saladino, toda Europa respondió entusiasmada a los Papas que promovieron la tercera Cruzada. Los grandes jefes eran Federico Barbarroja de Alemania, que murió ahogado en la expedición, y Ricardo Corazón de León de Inglaterra. Le ganaron dos grandes batallas a Saladino, pero no se conquistó Jerusalén. No obstante, Saladino se comprometió a dejarles como capital a los cristianos San Juan de Acre, y a respetar debidamente a los muchos peregrinos que venían siempre de Europa a Jerusalén.
Muerto Saladino el año 1194, creyó el Papa Inocencio III que era ocasión de reconquistar Jerusalén, y promovió la cuarta Cruzada, muy bien organizada, sobre todo por los alemanes, pero fracasó por no entenderse entre sí los expedicionarios, en especial por su ataque a Constantinopla contra la orden expresa y severa del Papa.
La quinta Cruzada no tuvo resultado positivo, pues los cruzados desembarcados en Egipto conquistaron Damieta en 1219, la volvieron a perder, y todo lo que consiguieron del Califa fue que respetaría a los peregrinos que fueran a Jerusalén.
No se puede considerar cruzada como tal la sexta cruzada en el 1228, pues todo lo que hizo Federico II de Alemania fue pactar con el Sultán de Egipto que las ciudades de Jerusalén, Belén, Nazaret, Tiro y Sidón pasaban al rey de Alemania, mientras que éste se comprometía a respetar en absoluto el que la mezquita de Omar en Jerusalén quedara en manos exclusivas de los musulmanes.
La séptima Cruzada, cuando en 1245 cayó de nuevo Jerusalén en manos de los turcos, fue emprendida por el rey de Francia San Luis ante el llamamiento del Papa. Pero sufrió en Egipto la tremenda derrota de Mansura, fue hecho prisionero, recobró la libertad, se instaló en Palestina durante cuatro años, pero regresó a Francia al enterarse de la muerte de su madre Doña Blanca de Castilla. Llevado de su gran fe cristiana, San Luis emprendió igualmente la octava Cruzada, pero, estando en África, murió el año 1270 por la peste en la ciudad de Túnez.
¿Qué juicio merecen las Cruzadas? Aparentemente, todas fueron una inutilidad. Sin embargo, los historiadores no piensan que todo fueran fracasos. En medio de tantos aspectos negativos, aquellas expediciones religiosas y militares, y quizá sin pretenderlo los conductores de las mismas, produjeron frutos muy apreciados a la sociedad y a la misma Iglesia. Naturalmente, hay que pensar con la mentalidad de aquel tiempo. Por muy santa que fuera en sus fines, hoy no aceptaríamos nosotros por nada una guerra promovida y dirigida por la Iglesia. Señalamos lo que reconocen todos los historiadores.
- Ante todo, las Cruzadas mantuvieron muy viva la fe cristiana, por rudimentaria que fuera, en unos pueblos recién convertidos del paganismo. A aquellas gentes no les cabía en la cabeza que los lugares y las reliquias de Cristo estuvieran en manos de sus enemigos, los cuales, además, con la fuerza de las armas hacían apostatar de la verdadera fe a los cristianos para pasarlos a la fe de Mahoma.
- Como una de las prácticas religiosas más firmes eran las peregrinaciones a los lugares conspicuos de la Cristiandad ─Roma, Santiago de Compostela y, sobre todo, Jerusalén─, los peregrinos debían gozar de libertad plena para satisfacer su devoción. Algo imposible mientras los Santos Lugares de Palestina estuvieran en poder musulmán.
- Las Cruzadas produjeron un gran bien al hacer que los señores feudales y reyes dirigieran las armas contra enemigos externos ─que hacían mucho mal a las naciones cristianas─, en vez de estar siempre luchando entre sí mismos. Sabemos por la lección 44 lo que era la tregua de Dios, que se hizo del todo necesaria. Pero no por eso se deponían las armas. Aquellos príncipes habían de estar siempre guerreando, y con las Cruzadas se les abría un campo de acción muy diferente a su idiosincrasia belicosa. Esto produjo también un golpe mortal al feudalismo (lecciones 43-44), que por las Cruzadas se debilitó gravemente.
- Por más guerras que se tuvieran con los musulmanes, las Cruzadas pusieron la cultura europea en contacto con la árabe, cosa que resultó muy beneficiosa para las ciencias y las artes, igual que para el comercio con el Oriente, hacia el que se abrieron rutas antes inexploradas, que llevaron incluso a misioneros hasta regiones muy lejanas de Asia.
- Y un provecho muy grande, quizá el mayor, fue el que, gracias a las Cruzadas, se detuviera siempre ante Europa el avance musulmán, el cual pretendía que la Luna en creciente desplazara de todos los pueblos a la Cruz de Cristo.
Si estas razones no justifican las Cruzadas, ciertamente que hacen ver mucha providencia de Dios en las mismas determinaciones humanas. Aquellos cristianos de la baja Edad Media procedían con una gran buena fe, aunque mezclada según nosotros de muchos errores, pero el Dios que nunca se equivoca conseguía grandes bienes.