Para cuando las Cruzadas comenzaron en el 1095, la Reconquista española ya les llevaba casi cuatro siglos de ventaja, iniciada prácticamente apenas los musulmanes se instalaron en España el año 711 y confirmada por los Papas como verdadera Cruzada contra el Islam.
Dictada y escrita esta lección para españoles, sería muy diferente: iría llena de fechas, de nombres de ciudades y de reyes casi incontables. Para nosotros, americanos, nos bastarán algunos hechos más llamativos, pero serán suficientes para hacernos cargo de una de las gestas más gloriosas de la Historia de la Iglesia llevada a cabo por la Iglesia particular de España. Pues hay que tener bien claro desde el principio que la Reconquista española se debió a la religión católica ante el peligro que suponía caer los españoles en la religión mahometana. Aunque esto trajo como beneficio inmenso el que, acabada la Cruzada contra el moro, España, antes dividida en varios reinos, fuera una sola nación forjada en la austeridad, en la lucha noble, en el ideal misionero católico, que se iba a manifestar pronto en la evangelización de América, descubierta en el 1492, año en que acababa la Reconquista española con la caída de Granada, último reducto musulmán.
La Reconquista empezó el año 722 con una batalla que Don Pelayo venía gestando desde el 718. Con sólo 300 hombres pudo contra el enemigo mahometano, atribuyó su victoria a la Virgen de Covadonga, consolidó su reino de Asturias, y fue el acicate que estimuló a otros reyes a resistir al dominador musulmán. Leyendas aparte, aquí está el origen de todo. Empezaba la reconquista.
Con una mirada a los primeros reyes, vemos a Alfonso I el Católico, yerno de Don Pelayo, que conquistó a los moros Galicia y norte de Portugal, Cantabria hasta la Rioja y la ciudad de León en el 754. Era mucho lo que volvía a manos españolas. Alfonso II el Casto venció a los musulmanes en Portugal, se consolidó en Galicia, León y Castilla, y murió en el 842 “tras haber llevado por cincuenta y dos años una vida casta, sobria, inmaculada, piadosa y gloriosamente el gobierno del reino”, dice una crónica contemporánea. Alfonso III el Grande fija su sede en León, establece la línea fronteriza en el río Duero y recibe a muchos mozárabes que suben del sur para instalarse en el reino de León. Moría el año 909, y con él la España reconquistada se iba configurando cada vez más. Todos los reyes, tal como conquistaban tierras a los moros, iban con los obispos restaurando las diócesis. Todo el siglo décimo -el de “hierro” con aquellos Papas tan calamitosos-, fue para los cristianos españoles de triunfo en triunfo; y aunque cada una de las conquistas fuera en sí pequeña, pero, sumadas todas, casi la media España del Norte era ya prácticamente cristiana.
Sin embargo, al acabar este siglo décimo, estuvo a punto de perderse todo lo conquistado ante el avance inesperado de Almanzor. Guerrero formidable, trajo de África un ejército de 20.000 bereberes, se hizo dueño del Califato de Córdoba y durante más de veinte años, desde el 978 hasta el 1002, lanzó 52 incursiones contra los cristianos, arrasaba por donde pasaba, en Simancas llegó a cortar la cabeza a todos los cristianos por no renegar de su fe, y en San Cugat del Vallés cerca de Barcelona mató al Abad del monasterio con sus monjes. Habiendo tomado Compostela por un lado y por el otro Barcelona, con ese pivote en su mano tenía amordazada a toda la España cristiana. Hasta que murió en el 1002, y una crónica de Silos le dedicaba este recuerdo mordaz: “Por fin, la divina piedad se compadeció de tanta ruina y permitió alzar cabeza a sus cristianos, pues pasados doce años Almanzor fue muerto en la ciudad de Medinaceli, y el demonio que había habitado dentro de él se lo llevó a los infiernos”. Los de su ejército fueron más benignos, y esculpieron en una lápida provisional mientras lo llevaran a Córdoba: “Jamás los tiempos traerán otro semejante que dominara la península”.
Lo cierto es que los árabes, con Almanzor, vieron cómo el Califato de Córdoba se deshacía convirtiéndose en pequeños reinos que no pudieron resistir después ante el empuje de los cristianos castellanos, leoneses y aragoneses, los cuales no tenían otra mira ni otra meta que la imperial Toledo, conquistada por Alfonso VI en el año 1085. Hubo héroes cristianos de verdadera leyenda, sobre todo Cid el Campeador, que murió en el 1099, el mismo año que Urbano II, el Papa que mandó a los cristianos españoles no ir a las Cruzadas de Tierra Santa sino que se dedicaran sólo a su propia Cruzada: ¡que conquistaran a los moros toda España!…, orden que les repitió en 1110 el Papa Pascual II. Durante todo el siglo XI, hasta conquistada Toledo, la Iglesia se fue preparando con una reforma muy seria, aunque no hubiera caído tan peligrosamente como en otras naciones de Europa, y que reyes y obispos trabajaran unidos en un solo ideal de Iglesia y Patria a la vez.
Las Navas de Tolosa forman una batalla decisiva en la Reconquista española. Era el año 1212. Los árabes, con su nuevo califa An Nasir, estaban decididos a hacerse de una vez con el dominio de toda España. Lo vio claro el rey Alfonso VIII de Castilla y trató de hacer frente al enemigo. Era cuestión de vida o muerte para toda España. Aparte de los reyes de Aragón, Navarra y Portugal, acudió al Papa Inocencio III, el cual solicitó ayuda a otros reyes cristianos, sobre todo de Francia, que enviaron sus refuerzos, muchos, pero de los cuales entraron pocos en la contienda. Dejadas aparte las cifras antiguas, hoy se admite que las fuerzas cristianas contaban con unos 50.000 guerreros, frente a los 120.000 de los árabes. La desproporción era enorme, pero la batalla se entabló en el mes de Julio, bajo la guía sobre todo de Alfonso VIII de Castilla, Sancho VII el Fuerte de Navarra y del gran Arzobispo de Toledo Rodrigo Jiménez de Rada. No son para descritas las incidencias de aquella batalla en las tierras andaluzas de Jaén. El Arzobispo y los otros obispos presentes, sin llevar armas, estimularon a los cristianos bravamente, dice una crónica: “Metiéndose en los campamentos, predicándoles y animándoles y esforzándolos a la batalla y perdonándoles todos sus pecados muy humildemente y muy con Dios… Confesáronse y tomado el consagrado Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, se equiparon con todas sus armas como era menester, y salieron a la batalla, ordenadas todas sus tropas”. La lucha fue terrible. Parecía todo perdido para los cristianos, y el rey Alfonso dijo a Don Rodrigo: “Arzobispo, aquí muramos, pues nos conviene aceptar tal muerte por la ley de Cristo, y muramos por él”. Respondió el Arzobispo: “Señor rey, si Dios quiere os viene corona de victoria si vencemos nosotros, y no de muerte; pero si a Dios le place de otra manera, todos juntos estamos gustosamente preparados para morir”. El caso es que vino el milagro. An-Nasir huyó con el caballo, se desbarató su ejército y en el campamento cristiano resonó el “Te Deum” triunfal. La consecuencia de semejante batalla fue patente. La suerte musulmana en España estaba echada. En este siglo XIII quedará reducida a un rincón nada más en tierras andaluzas.
San Fernando III, rey de Castilla, encontrará el camino expedito en sus batallas, que llevará adelante con un gran espíritu de fe cristiana. Invitado por su primo el rey San Luis de Francia a ir a la Cruzada de Palestina, le contestó: “No faltan musulmanes en mis tierras”. Obedecía así a los Papas Urbano II y Pascual II. Y fue un gran conquistador. Batalla tras batalla, iba quitando a los moros todo el Sur de España, les arrebató Córdoba, la ciudad del Califato, se apoderó de Sevilla, y los musulmanes quedaron reducidos a un rincón del sureste con Granada como capital, e incluso a los moros granadinos los hizo vasallos que le debían pagar tributo anual.
San Fernando murió en Sevilla el año 1252, y en su muerte dio ejemplo de lo que eran aquellos españoles que habían curtido su fe bajo el dominio musulmán, conforme a la crónica: “Este santo rey Don Fernando, al ver que llegaba el fin de su vida, hizo traer a su Salvador, que es el Cuerpo de Dios. Y cuando vio venir al fraile que se lo traía, hizo un acto maravilloso de humildad: se dejó caer del lecho a tierra y teniendo los ojos clavados en el suelo, tomó una cuerda y se la echó al cuello. Y cuando hubo recibido el Cuerpo de Dios, se despojó de sus vestidos reales… Luego hizo acercarse a su hijo Don Alfonso, alzó la mano para santiguarlo y le dio su bendición… Y dando entonces gracias y alabanzas a Nuestro Señor Jesu Cristo, pidió la vela que todo cristiano debe tener en la mano al morir, y pidió perdón al pueblo y a cuantos allí estaban… Y bajó las manos con la candela y adoró con fe al Santo Espíritu. Hizo rezar a todos los clérigos la letanía y cantar el Te Deum laudamus en alta voz. De sí, muy simplemente dio el espíritu a Dios”.
A las conquistas de San Fernando siguieron las brillantes del rey Don Jaime I el Conquistador, que se adueñó de Valencia, se hizo con las islas Baleares, y mermó seriamente la hegemonía musulmana del Mediterráneo.
Ahora le tocaba a la Iglesia dedicarse por entero a sí misma, ya que los moros en España no daban miedo alguno. La tarea principal fue constituir, delimitar y gobernar las antiguas diócesis y crear otras nuevas. Estaba también la puesta al día de los monasterios, normalmente con la reforma de Cluny. Desde luego, que no todo eran rosas en la Iglesia española, por las ambiciones de muchos obispos y abades, pues cada uno tiraba hacia su diócesis o monasterio. Los reyes, fieles auxiliares de los obispos, construían cuantas iglesias eran necesarias. Dicen que Don Jaime I, el rey de Aragón, desde su sede en Barcelona, hizo construir 2.000 ─una más una menos, tanto da─, y empezaron a surgir las maravillosas catedrales góticas de Toledo, León, Burgos, Barcelona…
Hasta entonces, las armas habían sido la primera ocupación de los reyes. Era cuestión de arrojar a los moros fuera de España. Ahora, podían prestar a la Iglesia y a la Patria la dedicación a las artes y a las letras, las cuales llegaron a su apogeo con el hijo de San Fernando, Alfonso X el Sabio, que levantó en Sevilla un verdadero emporio del saber.