Lección fundamental para entender todo el desarrollo de la Iglesia y de la sociedad civil en la Edad Media. No es la resurrección del antiguo Imperio Romano de los Césares, sino una novedad e institución de la Iglesia y de los nuevos Estados de los bárbaros convertidos a la fe católica.
No nos metemos en una cuestión muy debatida: ¿quién tuvo la idea primera de la creación de este Imperio sagrado? Entre tantas opiniones, aceptamos la más válida y sensata: la iniciativa salió del Papa, y concretamente del Papa León III, que era precisamente romano, y el pueblo de Roma lo aceptó muy gustoso porque le traía un recuerdo y una sustitución digna de aquel Imperio de los Césares. El nacimiento del Sacro Imperio Romano se sitúa en la noche de Navidad del año 800, cuando el Papa coronó Emperador a Carlomagno en la Basílica Vaticana. Esta coronación tuvo unos precedentes que desembocaron con naturalidad en aquella coronación tan gloriosa, aunque fue precedida de un incidente muy doloroso, como fue el asalto que sufrió el Papa.
El año 774 atravesaba Carlomagno desde Francia los Alpes hacia Italia, vencía al rey lombardo Desiderio y él mismo se imponía la Corona de Hierro como soberano de Italia, llegaba hasta Roma y sobre la tumba de San Pedro confirmaba las donaciones de las tierras hechas por su padre Pipino al Papa, aumentadas con algunas ciudades más. Otras dos veces fue a Roma, en 781 y 800, cuando dejó definitivos los terrenos papales que durarían siglos como posesión del Sumo Pontífice.
Pero su gran triunfo fue el día de Navidad del 800. Se dirigió a Roma para defender al Papa León III acusado por los patricios romanos en un hecho infamante. ¿Qué había ocurrido? Los familiares y amigos del Papa anterior, Adriano I, enojados al ver frustradas sus ambiciones con León, que ya llevaba cuatro años de Papa, tramaron una emboscada el 25 de Abril del año 799, y mientras el Papa se trasladaba de su residencia de Letrán a caballo hacia la iglesia de donde había de arrancar la procesión hacia San Pedro, le derriban del caballo en plena calle, salen armados los conjurados de su escondite, tratan de arrancarle los ojos y la lengua al Papa, aunque solamente le hieren en un ojo, lo muelen a golpes, le despojan de sus vestiduras y lo encierran preso en un monasterio. Pero, gracias a vasallos leales, aquella misma noche escapaba de su prisión el Papa y se dirigía a la lejana Paderborn, actual Alemania. El rey le defendió y el Papa regresó a Roma. Pero los revoltosos no se dieron por vencidos y levantaron graves calumnias contra León. Carlomagno determina ir a Roma para investigar in situ lo acontecido, aunque llevaba consigo la promesa del Papa de entregarle la corona imperial si lo salvaba de aquella situación. Era en noviembre del año 800. Dispuesto a intervenir en un juicio, le recordaron al rey el dicho antiguo: “La primera Sede no puede ser juzgada por nadie”. Efectivamente, al Papa, por la suprema autoridad recibida de Jesucristo, nadie le puede juzgar. Pero el Pontífice, por su cuenta, juró espontáneamente de una vez por todas y para siempre: “Yo no he cometido ninguno de los crímenes de los que mis enemigos me acusan”. Carlomagno aceptó la declaración del Papa, ya que sus dos principales enemigos, citados ante el tribunal, no quisieron comparecer tan siquiera, con lo cual atestiguaban su propia culpabilidad y la inocencia del Papa.
La Navidad estaba encima, y ante un inmenso público entusiasmado, el sumo Pontífice imponía a Carlomagno la “Corona de Oro” de Emperador de Occidente, mientras se cantaba el himno latino que se ha hecho célebre: “Larga vida y victoria al piadosísimo Carlos, Augusto, coronado por Dios, grande y pacífico Emperador”. En una de las estrofas del himno, cantado ya en tiempo de Pipino, se hallaban esas palabras latinas que se han hecho inmortales: “Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat”: Cristo vence, Cristo reina, Cristo impera… El peso de aquella noche gravitaba todo sobre Jesucristo.
En esta Navidad del año 800, la más célebre y trascendental de la Historia, nacía en Roma el Sacro Imperio Romano, con el fin exclusivo, en la mentalidad de aquellas gentes, de que llegase a ser una realidad, con la dilatación y defensa de la cristiandad, el reinado del Niño chiquito que hacía 800 años había nacido en una cueva de Belén.
¿Qué era el Sacro Imperio Romano y qué traía a la Iglesia? Señalamos algunos puntos nada más.
1º. El Imperio Romano cristiano quedaba separado definitivamente del Imperio Romano de Oriente que, con sede en Constantinopla, ya no podía mandar nada civilmente sobre el Papa. Pero tampoco se le quitaba nada al Imperio Romano de Oriente, ya que éste, desde Constantinopla, no mandaba nada en el Occidente, que había desaparecido desde el año 476 con el último emperador Rómulo Augústulo. Las tierras que le quitaron en Italia Pipino y Carlomagno para dárselas al Papa, se las arrebataron a los lombardos, no a Constantinopla.
2º. La Corona de Oro no era hereditaria. El Papa la podía imponer al rey que quisiera, y pronto dejó de recaer sobre los reyes de Francia para pasar a los de Alemania con Otón I en 962, por lo cual le añadieron posteriormente el título de Imperio Romano Germánico. Este “Imperio Romano Germánico” durará después hasta el año 1918 en que desaparecerá para siempre.
3º. El Papa y el Emperador eran dos potestades independientes, aunque las dos velaban por igual sobre la Iglesia: una sobre los asuntos espirituales, la otra sobre los temporales.
4º. El Papa se vio libre en absoluto del poder del emperador de Constantinopla. Era elegido libremente por el clero romano, aunque venía después la aprobación del Emperador (¿por qué y para qué?…). Una vez elegido, prestaba ante los legados del Emperador juramento de fidelidad, ¡no de vasallaje!, pues, desde el mismo Carlomagno, siempre se consideró al Papa como superior verdadero entre los dos. El Papa era libre, aunque caía, se quiera que no, bajo la influencia del Emperador en muchos asuntos.
Así vemos cómo Carlomagno, investido Emperador, reorganiza la Iglesia de Francia como si fuera el mismo Papa o al menos el obispo primero de su nación. Lo hizo muy bien y con la mayor fe del mundo, pero era un terreno en que no debería meterse. El palacio suyo que construyó en Aquisgrán y en el que residirá hasta que muera en el 814, será una sede episcopal lo mismo que un palacio del rey.
Miraba a la Iglesia como algo que Dios le había encargado directamente a él. No tenía otro quehacer, aparte de sus deberes como rey francés, que cumplir con su triple ideal: expandir el cristianismo entre los paganos; extirpar las herejías que levantaran cabeza; y organizar la Iglesia en sus estados. Ni un Santo Padre se traza un plan semejante. Y a decir verdad, lo cumplía bien.
La Iglesia, ya de por sí, estaba íntimamente unida al poder temporal, pero sin vasallaje: la autoridad espiritual era superior a la temporal del rey o emperador. Sin embargo, como Carlomagno estaba convencido de que “por el clero tiene mucho poder el imperio”, en su palacio entraron como consejeros muchos eclesiásticos a los que concedió poderes civiles reales. Más todavía, a las leyes de la Iglesia les dio valor civil, de modo que una ley de la Iglesia era a la vez ley del Estado. Aceptó todas las normas que dictaban los sínodos de los obispos, cosa nada de extrañar, pues era él mismo quien los solía convocar y presidir.
Generoso a la vez que autoritario, en su testamento dejó las dos terceras partes de sus tesoros para la Iglesia, que debían repartirse entre los veintiún Metropolitanos que él mismo había erigido, cuando antes no había más uno en toda Francia, el de Sens. Tomó muy en serio la reforma de la Iglesia; castigaba a los obispos o clérigos de mala conducta, e imponía a los obispos el deber de la visita a las parroquias que en su tiempo se habían multiplicado tanto fuera de las ciudades.
La Iglesia, con Carlomagno como Emperador, recibió ciertamente un gran impulso en cuanto a las reformas necesarias, el esplendor del culto y la expansión del cristianismo. Su hijo Ludovico Pío, fiel a este ideal de su padre, tendrá como misión especial el extender lo que hoy llamaríamos las “misiones”, porque no toda Europa era todavía cristiana.
El recuerdo que Carlomagno dejó en la Iglesia y en la formación de Europa fue ciertamente muy grande y bien merecido. Como guerrero y conquistador, valiente como pocos, generoso con los vencidos, pero con los rebeldes sajones cruel hasta un límite imperdonable; como gobernante, excelente organizador; como cristiano, de una fe a toda prueba. Pero no era un santo en nuestro sentido. Sabiendo que tuvo entre esposas y concubinas nada menos que nueve…, ya se ve que era un hombre de su tiempo, aunque en eso no fuera, como entre tantos soberanos, algo que le inquietara la conciencia. Se le ha querido tener como santo, y llegará tiempo en que el emperador Federico Barbarrroja conseguirá que el antipapa Pascual III lo canonice, pero el Papa legítimo dio el hecho por inválido total, y lo más que se ha conseguido es que en la capilla de Aquisgrán se le tribute un culto que no deja de ser totalmente privado y jamás reconocido por la Iglesia.
Acabamos esta lección copiando, al pie de la letra, del libro básico de la BAC lo que se pensó ─por el Papa, Carlomagno y el pueblo─ qué habría de ser el Sacro Imperio:
“El Imperio debía reforzar la unidad de toda la cristiandad, siendo como la realización del reino de Cristo en la tierra, la ciudad de Dios, en que los dos jefes de la gran familia católica atenderían al bien espiritual y temporal de la sociedad. Desgraciadamente, esa armonía se logró raras veces, pero el Imperio fue una institución que, si no realizó siempre la unidad jerárquica de Europa, fue al menos un ideal constante para los hombres de la Edad Media”.