Pusimos como final de la Edad Antigua de la Iglesia el año 692, y el siglo octavo se abre con la conversión de Alemania llevada a cabo por su gran apóstol San Bonifacio, al cual, adelantando fechas, ya conocimos por la reforma llevada a cabo en la Iglesia Merovingia. Con Bonifacio abrimos nosotros la Edad Media, aunque, como tenemos dicho, otros historiadores siguen otra división.
Llegamos a San Bonifacio, figura señera del Evangelio en Europa. Monje noble anglosajón, del reino de Wessex, se llamaba Winfrid. Muy bien formado en las ciencias eclesiásticas, deja la paz de los monasterios ingleses, y con tres compañeros más se mete en un bote que le lleva a las playas de Frisia, actual Holanda, en las que trabaja inútilmente. Regresa a su monasterio de Inglaterra, le eligen Abad, pero renuncia al cargo y emprende de nuevo su aventura misionera. Una vez en el continente, marcha a Roma para pedir la bendición del Papa, el cual, en Mayo del 719 le cambia el nombre de Winfrid por el de Bonifacio ─el bienhechor, el que hace el bien─, y le encomienda: “En el nombre de la Trinidad y con la autoridad incuestionable de San Pedro, te encargo el apostolado entre los gentiles”.
Valiente, vuelve a Frisia y trabaja por tres años con San Willibrordo, que lo quiere como obispo sucesor suyo en Utrech, pero Bonifacio no lo admite. Casi cincuentón, pues parece había nacido en el 672, ¡misionero en Alemania! Y comienza por Hesse, muy denso de población. En Pentecostés del 722, primera tanda colectiva con varios miles de bautismos. Enterado el Papa, lo llama a Roma, lo consagra obispo de Hesse el 30 de Noviembre de este mismo año y lo despide con la mayor de las bendiciones, cargado de documentos, y con abundancia de las apreciadísimas reliquias de mártires para las iglesias que funde.
El principio de la nueva etapa evangelizadora se realizó con un tremendo acto de audacia de Bonifacio y con un milagro ─así lo creyeron─ presenciado por los duros paganos. Hacha en mano, Bonifacio tira abajo la sagrada encina de Gelsmar, venerada con culto divino en la cima de Gudenberg, a la vez que se levantó un fortísimo vendaval, sin que los dioses Donar y Thor hicieran nada contra el sacrílego misionero, que levantaba allí mismo una capilla en honor de San Pedro y donde surgirá después el monasterio de Fritzlar.
Destruyó enérgico aquel árbol sagrado pagano, pero supo también acomodar otras costumbres paganas al cristianismo. Dicen, dicen…, que a Bonifacio se le atribuye la invención del árbol de Navidad. Según la leyenda, cortó un fresno decorado, consagrado a los dioses de los germanos, y lo cambió por un pino, cambiándole su significado por completo.
Siguen diez años de consolidación de las iglesias de Turingia, pero necesitaba ayuda urgentísima de más evangelizadores. Como siempre, Bonifacio acude de nuevo al Papa, le escribe, y Gregorio III le contestaba en el 732 enviándole el palio como Arzobispo y le encargaba consagrase obispos y organizase nuevas diócesis.
Pero necesitaba misioneros, muchos misioneros. Acudió a los monasterios de su Inglaterra, que sentían muy vivo el espíritu apostólico, y su demanda superó todas las previsiones. Durante varios años consecutivos, nutridos grupos de monjes y monjas de los más selectos monasterios iban respondiendo a las peticiones de Bonifacio. Llegados al campo de acción, eran destinados a evangelizar a los paganos, entre los que aumentaban sin cesar las conversiones.
Los misioneros que venían de Inglaterra eran de lo mejorcito que se podía esperar. Su mimadísimo Lull, San Lull, que será obispo de Meinz; San Cohan, que morirá mártir con Bonifacio; San Burchardo y San Wigberto. Y entre las monjas, las Santas Tecla y Walburga, aunque sobresaldrá entre todas su prima Lioba, notable por su belleza y cultura, que compuso la primera gramática latina, con la que enseñaba a las hijas de los germanos, hasta dejar hermosas cartas y delicados versos en la lengua del Lacio.
Todos ellos y ellas evangelizaban, sí, pero, con la táctica tan certera de entonces, ante todo se preocuparon de fundar monasterios de hombres y mujeres, los cuales multiplicaban las energías apostólicas, y, sobre todo, aparte de enseñar a rezar, colonizaban, educaban e instruían en las letras y en las artes a los valiosos bárbaros alemanes.
Sobre la actividad civilizadora de estos monasterios fundados y regidos por los monjes y monjas ingleses, Fray Justo Pérez de Urbel tiene este párrafo que sintetiza todo lo que nosotros podríamos decir:
“Son casas de Dios, escuelas del servicio divino, seminarios, hospederías, colegios y granjas agrícolas. Por ellos va a empezar la agricultura en Germania; por ellos se va a inaugurar una era de intensa cultura científica, que es todavía el orgullo del pueblo alemán. Cuando la invasión danesa se preparaba a destruir en Inglaterra la obra de Teodoro, Beda y Wilfredo, Alemania recogía ávidamente el tesoro científico que le ofrecían los monjes ingleses. Enviábanse a Inglaterra los productos del país; tejidos de piel de cabra, una piel para el anciano obispo de Winchester, escudos y halcones para el rey Etelberto, un peine de marfil y un espejo de plata para la reina; pero en cambio los abades y abadesas, siguiendo el ejemplo de Bonifacio, pedían que se les enviasen copias de obras científicas, poéticas y religiosas, que acababan de publicar los sabios anglosajones”.
Así era. Pues el mismo Bonifacio pedía con afán: “Mándenme algunos escritos de Beda; envíenme algunas chispas de la antorcha que brilla en su tierra”.
Sajonia se presentaba muy difícil, y Bonifacio se tiró hacia Baviera. Antes, un tercer viaje a Roma, porque este apóstol era un devoto extraordinario del Papa. San Gregorio III le nombraba Legado suyo el año 737, le encomendaba la organización de la Jerarquía en Alemania y la celebración de los sínodos. Antes de regresar a Alemania, visitó el monasterio benedictino de Montecasino, del que se llevó consigo a otro misionero de gran categoría, San Willibaldo, hermano de Santa Walburga.
Ya en Alemania, fundó efectivamente muchos obispados, entre ellos los de Salzburgo, Ratisbona, Würzburg, Freising y Nassau, al frente de los cuales ponía obispos de plena confianza suya elegidos entre los monjes venidos de Inglaterra.
Porque hubo de convertirse también en reformador de la vida de los eclesiásticos, los cuales no siempre llevaban una conducta digna. Eran clérigos que venían de aquellos dos siglos en que había sido predicado el Evangelio en la Germania, pero que se había debilitado mucho, lo mismo en Turingia que en Baviera, campo antes de floreciente vida cristiana.
A pesar del mucho tiempo en que hubo de ausentarse por la reforma de la Iglesia de Francia, como veremos en otra lección, no descuidó su campo de Alemania. Empezó con más monasterios, entre los cuales destaca el celebérrimo de Fulda, fundado en el estado de Hesse el año 744 por Bonifacio con su discípulo San Sturm, en vistas sobre todo a la conversión de los sajones.
Fulda se convertirá pronto en centro espiritual de Alemania hasta nuestros días, y cuna gloriosa, con los otros monasterios fundados anteriormente, de la ciencia que distinguirá siempre a los pueblos germanos. Bonifacio soñó en hacer de Fulda el monasterio Montecasino alemán, y lo consiguió de veras.
Aunque se pensó en Colonia como sede primada de Alemania, Bonifacio la dejó y se fijó definitivamente en Maguncia. Pero tampoco permaneció en ella, pues la dejó para retirarse a su querido monasterio de Fulda, ya entonces con cuatrocientos monjes. Aunque, ¿seguirá aquí por mucho tiempo? Difícil para un alma tan misionera como la suya.
Ya casi octogenario, tuvo la audacia de marchar con otros cincuenta y dos compañeros a aquel primer campo de operaciones en Frisia, donde trabajó por tres años con San Willibrordo, y cuyos cristianos estaban cayendo otra vez en el paganismo.
Audaces de veras, no se quedaron los misioneros en el campo antes ya trabajado, sino que se internaron en el noreste de Holanda donde aún no se había predicado el Evangelio. Les acompañó el éxito, pues consiguieron muchas conversiones. Aunque también se crearon abundantes enemigos entre los paganos tenaces.
Trabajaba como siempre, y hallándose en Flandes, a unos cuarenta kilómetros de Dunkerque ─auque otros señalan la planicie de Dokkum─, le llegó el final más glorioso, pues a semejante héroe no le faltaba para su grandeza de apóstol sino la palma del martirio.
Cuando a las márgenes del río esperaba confirmar a muchos neófitos, y mientras descansaba leyendo y rezando esperando la hora de la celebración, oyó el rumor de una chusma salvaje que se le venía encima, en vez de los neófitos que esperaba para administrarles el Sacramento de la Confirmación. Aquella multitud de idólatras se abalanzó sobre los misioneros, que morirían todos. Ante el peligro, sus compañeros quisieron defender a Bonifacio, pero el Santo se lo prohibió enérgicamente. Fue de los primeros en caer muerto en tierra. Antes de recibir el golpe fatal, levantó sobre su cabeza para protegerse el libro que tenía en las manos ─“Los oficios eclesiásticos” de San Isidoro de Sevilla─, libro que se conserva en Fulda con sus tapas de madera apuñaladas y con manchas de sangre.
Así moría el 5 de Junio del 754 aquel esclarecido hijo de la Iglesia, cuyos despojos reposan hasta nuestros días en su querido monasterio de Fulda.
El Sacro Imperio Romano ─que pronto nos tocará ver, clave de la Historia de de la Iglesia medieval, con los dos puntales de Francia y Alemania─, había asentado con Bonifacio los cimientos más firmes.